Vida al límite en la frontera con Perú (I): El incontenible flujo del contrabando hormiga
27.08.2009
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27.08.2009
Pamperos, cachineros y comisionistas forman parte de una aceitada pero informal maquinaria de contrabando en el límite entre Chile y Perú. Aquí poco importan las disputas diplomáticas. En la frontera cada uno tiene un rol asignado y permite que la ropa usada dé un paseo por la pampa, rodeando la aduana peruana de Santa Rosa para llegar a Tacna, y que los productos falsificados se repartan entre cientos de cargadores que los traen hasta Arica para que no parezca contrabando. Costumbres históricas que alimentan la cultura del comercio ilegal y también a miles de familias.
A pocos metros de dejar un país y adentrarse en otro, en esa línea imaginaria que delimita la frontera entre Chile y Perú, la caravana de autos cargados hasta los techos con mercancías detiene su marcha al costado de la carretera Panamericana. Atrás se ven las luces del control chileno de Chacalluta y adelante las de Santa Rosa, en el lado peruano. En este punto neutral, demarcado por la Línea de la Concordia, no hay más de quinientos metros entre ambos controles. Los policías o aduaneros podrían llegar en cosa de minutos pero no lo harán. Esta es tierra de nadie y pertenece a los pamperos que de pronto aparecen como espectros del desierto para hacer su trabajo. Cargar por la pampa las mercancías que pasan de contrabando de Arica a Tacna. Principalmente se trata de ropa proveniente de Chile. Miles de kilos de ropa de segunda mano que a diario ingresa ilegalmente a Perú, donde está prohibida su comercialización. En sentido contrario, ropa nueva y droga alimentan el flujo.
Acá todos saben lo que tienen que hacer y lo hacen rápido, hablando lo justo. Los cachineros descargan la cachina y los pamperos la cargan al hombro y se pierden pampa adentro. Lo han hecho muchas veces. Ellos y otros antes que ellos. Hace veinte, treinta años que ocurre igual. Cachineros y cachina son términos antiguos en Perú para referirse a contrabandistas y sus mercancías. Han hecho lo mismo incontables veces pero igualmente se ven nerviosos porque arriesgan más que un mal rato.
Como ocurrió en 2006, cuando no existía la barricada de arena que hay ahora y los contrabandistas solían adentrarse en auto por el desierto, un grupo de ellos fue interceptado por una patrulla de la aduana peruana. Hubo batalla campal. Corrieron golpes y balas y los cachineros llevaron las de perder. Algunos de ellos se regresaron a Chile malheridos, con los autos destrozados y sin la cachina. Pero no siempre es así. Hay veces que pasa al revés, como cuando dos buses que transportaban media tonelada de alimentos y ropa usada fueron intervenidos por autoridades peruanas. De acuerdo con el reporte oficial de la aduana de Tacna, “cuando se realizaba el operativo, alrededor de cien personas autodenominadas pamperos atacaron a los aduaneros con armas de fuego, palos, piedras y botellas, a fin de impedir la incautación”.
Pueden ocurrir muchas cosas en la frontera y uno a veces ni enterarse. Pero es probable que esta noche no pase nada. Es probable que los cachineros se arreglen con los funcionarios de la aduana peruana para que éstos dejen transitar tranquilamente a los pamperos. Eso siempre y cuando no haya imprevistos de última hora, porque según dice un cachinero “a veces cambian la guardia sorpresivamente y hay funcionarios que no aceptan sobornos”. Porque a fin de cuentas, la Sociedad Nacional de Industrias de Perú calcula que en Tacna se decomisan diariamente entre dos y cuatro toneladas de ropa proveniente de Arica.
Esta noche de mediados de mayo no hay imprevistos de última hora. Los autos pasan sin problemas, avanzan algunos metros más allá del control peruano de Santa Rosa y se reencuentran con los pamperos. Entonces, una vez que los autos vuelven a estar cargados a tope, los pamperos desaparecen y los cachineros siguen camino a Tacna con su cachina.
Chile no sólo abastece de ropa americana a los contrabandistas peruanos. También a los bolivianos. Pero son los primeros quienes demandan gran parte de lo que ingresa libre de impuestos por Iquique y en igual condición llega a Arica. Sólo en 2008 se importaron por ese puerto 48 mil 283 toneladas de ropa de segunda. Iquique está a 325 kilómetros de Arica y Arica a 56 de Tacna. A estas dos últimas las divide el desierto más seco del mundo y una rivalidad histórica, más todavía desde que en 2005 el Congreso peruano alteró a su favor una nueva fijación de límites marítimos con Chile y llevó el caso al Tribunal de La Haya. Las une en cambio una fuerte dependencia económica.
Al día circula un promedio de ocho mil personas entre ambas fronteras. Los fines de semana la cifra bordea las veinte mil. Los datos oficiales de Extranjería hablan de que 2,4 millones de personas cruzaron la frontera de enero a julio de este año. De ellas, 990 mil fueron chilenas y 1 millón 400 mil peruanas. Gran parte de los chilenos que llegan a Tacna lo hacen para abastecerse de productos y servicios médicos, que son sustancialmente más baratos que en Arica. También hacen negocios. Los peruanos en cambio viajan a Arica principalmente por comercio y en menor medida para emplearse. El comercio es entonces el motor de una frontera con características únicas en Chile.
Ninguna otro límite chileno tiene un flujo tan intenso de pasajeros ni tantas facilidades de traslado. En otros puntos hay que atravesar una cordillera o un océano para entrar y salir del país. Por eso, porque el flujo es intenso y hay una enorme desierto de por medio; porque la atención de las autoridades está centrada en los grandes envíos y sobre todo en el tráfico de drogas, que en esta región supera el 60 por ciento de lo que se decomisa en el país, por todo eso es una zona ideal para el desarrollo del contrabando hormiga.
Una cosa son los cochineros. Otra muy distinta los comisionistas. Unos comercian ropa usada de Arica a Tacna. Los otros comercian ropa nueva de Tacna a Arica, además de cigarrillos, discos piratas y un montón de otras mercaderías al menudeo. Unos burlan la aduana peruana y los otros la chilena. Unos están organizados y los otros no, por eso resulta difícil cuantificar su impacto. De cualquier modo, el impacto de los comisionistas está a la vista del observador más distraído.
Es mediodía en Tacna y el terminal terrestre internacional está copado de comisionistas que van y vienen intercambiando productos. Tengo películas, ¿qué tienes tú? ¿Cigarrillos? ¿No tienes polos? Los comisionistas, que en su enorme mayoría son mujeres, se pasan el día haciendo trueque. Cinco películas por dos polos (buzos). Dos polos por un par de zapatillas. Un par de zapatillas por dos camisetas deportivas. Dos camisetas deportivas por un par de jeans. Un par de jeans por cinco películas, y así. La idea es que al final de día, antes de embarcarse rumbo a Arica, hayan logrado hacer cuadrar la cuota máxima de productos que permite ingresar la aduana chilena sin pagar impuestos. Técnicamente no es contrabando. No al menos mientras se cruza la frontera. Pero una vez en Chile esos productos dispersos volverán a reunirse para que su verdadero propietario lo distribuya en el comercio.
Acerca de esto, el jefe del Departamento de Fiscalización Aduanera de la región de Arica y Parinacota, Osvaldo Osorio, dirá que por el intenso flujo de personas que registra Chacalluta, que es el más alto del país, “resulta imposible realizar una revisión detallada a cada pasajero” sin alterar la fluidez del tránsito. Dirá también que “nosotros no atacamos tanto el tráfico hormiga en la frontera sino los lugares de acopio, que es donde se está produciendo el delito”. Y dirá por último que a fin de cuentas, en lo que respecta a las prendas de vestir procedentes de Perú, que en muchos casos son falsificaciones de marcas conocidas, los esfuerzos de Aduanas están centrados en identificar los grandes cargamentos que falsean su declaración o contravienen los derechos industriales.
A los comisionistas entonces no hay modo de combatirlos. Han existido siempre y son tan persistentes como el desierto.
En el control de Santa Rosa, que marca la entrada al territorio peruano por el límite sur, hay un enorme letrero que entre otras cosas advierte de la Ley 28.514: Prohibido el ingreso de ropa y calzado de segundo uso. La ley es clara pero en Tacna, y sólo en Tacna, ocurre algo curioso. Una ordenanza regional dictada en 2005, y ampliada en 2007, permite su comercialización en cuatro distritos. Esta criollada, como la motejó un crítico limeño, implica que la ropa no puede ingresar al país pero una vez dentro sí puede venderse. Por eso, obligatoriamente la ropa de segunda mano que se vende en Tacna es producto del contrabando proveniente de Chile.
Hay una razón poderosa para que Perú haya prohibido su venta. Su industria de confecciones es una de las más fuertes de Sudamérica. La Sociedad Nacional de Industriales, SNI, uno de los mayores gremios del país, calcula que ese sector genera US$ 22 mil millones al año y emplea a 240 mil personas y otras 120 mil en el caso de los textiles. La SNI también calcula que la venta de la ropa usada genera la pérdida de 75 mil puestos de trabajo, además de una fuga de US$ 33 millones anuales en impuestos.
Raúl Saldías, quien dirige la Comisión de la Lucha contra el Contrabando y la Piratería de la SNI, dirá que lo que está en juego es el futuro de un sector productivo: “Chile tenía una industria de confecciones muy fuerte hasta que a mediados de los setenta, durante el gobierno del general Pinochet, se autorizó la importación de ropa usada. Con eso mataron la industria nacional y no queremos que pase lo mismo en nuestro país”.
Pero a la vez hay también una razón poderosa para que la región de Tacna, autónoma del gobierno central, haya autorizado una ordenanza transitoria. En 2005, al endurecerse los controles aduaneros, una marcha de entre cinco a siete mil comerciantes que viven de la venta de ropa usada se manifestó en la ciudad. El gobierno regional calculó que eran cerca de seis mil las familias vinculadas al negocio. Seis mil cachineros y pamperos y el doble o triple de votos. Entonces, pese a la fuerte oposición del gobierno central y los grupos empresariales, el presidente regional dictó la ordenanza, y como el Tribunal Constitucional impugnó la medida, dos años después, en 2007, un segundo presidente regional dictó una nueva.
El Tribunal Constitucional ha vuelto a revisar la legalidad de la segunda ordenanza y en la SNI apuestan por su derogación. Aunque eso no augura que no habrá una tercera o una cuarta. El otro año hay elecciones y los cachineros y pamperos han vuelto a declararse en estado de alerta.
Perú no sólo es famoso por el alto nivel de producción y calidad de su industria textil. También por fabricar excelentes y profusas imitaciones de marcas conocidas. Adidas, Nike, Reebok, Vans, Ralph Laurent, Versace, Levi’s, Dolce & Gabbana, Armani, GAP, Tommy Hilfiger. Lo que le pidan. La Sociedad Nacional de Industriales de Perú calcula que tres de cada cinco prendas fabricadas en ese país son piratas. Y que muchas de esas prendas terminan en países limítrofes. De hecho, gran parte de las camisetas no oficiales de los equipos del fútbol profesional chileno que se venden en el país son fabricados en Perú, preferentemente en Lima, y esas prendas, que se cuentan por miles y se ofrecen en ferias libres y mercados chilenos, pasan de contrabando por la aduana de Chacalluta. No necesariamente en containers. No siempre en grandes cantidades de una vez, sino también por intermedio de cientos de comisionistas que a diario van y vienen a través de la frontera y que ganan entre un cuarto y un tercio de dólar por cada prenda ingresada.
En 2008 la aduana chilena de Chacalluta incautó 110 mil prendas de vestir por infringir la ley de propiedad industrial. Parece una cifra alta, pero no lo es tanto: ese mismo año ingresaron legalmente por esa aduana más de 6,6 millones de prendas de vestir de origen peruano. Y más aún considerando que las prendas incautadas estaban siendo internadas en grandes partidas, no a través de comisionistas.
Algo parecido ocurre con los discos de música y películas piratas. Las 10.898 unidades incautadas por la aduana chilena en 2008 corresponden a procedimientos de contrabando mayor, no al tráfico hormiga.
A los comisionistas rara vez les incautan ropa en la frontera, entre otras razones porque la revisión no es detenida y muchas veces a las prendas les arrancan las etiquetas, lo que lleva a suponer que no son nuevas. Además la aduana centra su atención en los grandes cargamentos y de paso se distrae en el control del tráfico de drogas. No hay entonces cómo dimensionar con precisión el impacto de los comisionistas en esta materia, salvo si se consideran los datos de representantes de marcas internacionales, que calculan en 200 millones de dólares anuales las pérdidas por derechos industriales. Lo que no dicen las cifras sigue a la vista.
Es mediodía en Tacna y el terminal terrestre internacional está copado de comisionistas, no obstante que letreros de grandes dimensiones advierten sobre la ordenanza municipal Nº 001606: “Prohibido ofrecer servicios profesionales o comerciales en la modalidad de comisión u otros”. La máquina no sólo no descansa sino que además se adelanta a los hechos: una comisionista busca con quien intercambiar camisetas rojas que anuncian “Chile. Sudáfrica 2010”. ¿Ya tienes camisetas? ¿No quieres intercambiar camisetas?
Un informe de septiembre de 2008, elaborado por la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria de Perú, Sunat, y refrendado por el Ministerio de Economía y Finanzas, estableció que Tacna es la región donde se registran los más altos índices de contrabando en el país. En cifras, 135 millones de dólares, la mitad de los cuales se atribuyen a la aduana de Santa Rosa.
La aseveración cayó muy mal entre las autoridades locales. El alcalde de la ciudad dijo que “los tacneños no somos contrabandistas” y apuntó a que el informe “no atribuye responsabilidad a instituciones que tienen competencia en el control de las fronteras para el tema del contrabando”. Un par de años antes el presidente del gobierno regional, Hugo Ordóñez, el mismo que dictó la segunda ordenanza autorizando la venta de ropa de usada, había ido más lejos al afirmar que “desde que la zona franca de Tacna existe, prácticamente se eliminó el contrabando”.
La propia Sunat, a través de la aduana de Tacna, reconoce que al primer semestre de este año se han incautado mercaderías proveniente de Arica por un valor de 4,7 millones de dólares. Aunque la mayoría corresponde a ropa de segunda mano, también hay alimentos y sobre todo licores. A mediados de julio último la aduana informó de la incineración de 33 mil botellas de licores, correspondiente a 54 toneladas decomisadas desde 2008.
En esa cuenta no se incluyó la cerveza peruana que es exportada a Chile con aranceles preferenciales y luego reingresa en calidad de contrabando para ser vendida a menor precio. Las últimas cifras, que datan de mediados de esta década y consideran los ingresos ilegales procedentes de Bolivia, hablan de un promedio de doce mil botellas decomisadas al año.
Al otro lado de la frontera, el Servicio Nacional de Aduanas de Chile no tiene un informe tan claro y contundente como el de sus pares peruanos, sólo estimaciones: pese a no representar más del uno por ciento de los ingresos totales del país, Chacalluta es uno de los controles aduaneros donde se registran los mayores índices de tráfico hormiga. No obstante eso, el jefe del Departamento de Fiscalización Aduanera, Osvaldo Osorio, dirá que “el tráfico hormiga nosotros poco menos lo hemos dejado de lado, porque son pequeñas cantidades que no es fácil controlar”.
Hasta hace un par de años, la ruta más segura y práctica para los contrabandistas de licores, cervezas, alimentos y ropa de segunda procedentes de Arica era el antiguo complejo Santa Rosa. Pero desde que construyeron el nuevo, que se situó a pocos metros del también renovado complejo Chacalluta, y de paso levantaron una barricada de arena de 250 metros para impedir el desvío de vehículos entre medio de ambos controles, las cosas se pusieron más difíciles. La triple frontera que comparten Chile, Perú y Bolivia a la altura de Visviri, en el altiplano, surgió entonces como alternativa.
No es que Santa Rosa haya decaído demasiado. Es todavía el control donde ingresan más mercaderías de contrabando. La diferencia es que ahora, como los autos ya no pueden transitar por esa zona del desierto, no queda más remedio que echar mano a los pamperos.
Un pampero gana entre diez y veinte soles por cargar un fardo de ropa por el desierto. Casi siete dólares como máximo por una hora de trabajo, que es lo que un pampero demora en internarse por el desierto, bordear el control de Santa Rosa, y volver a salir a la carretera Panamericana. A eso se dedicaba Rana hasta hace algunos años. A pampear para algún coyote, que es como se conoce en Perú al dueño de las mercaderías.
Eran tiempos en que no existía la zona franca de Tacna y el contrabando de electrodomésticos, relojes y perfumes procedentes de Arica era cosa de todos los días. También era peligroso, pues existían mayores controles y debían buscar rutas alternativas en una frontera sembrada con minas antipersonales y antitanques que el ejército chileno instaló hace cuarenta años.
Pampeando fue que Rana conoció a Zorro, un pampero más avezado que incluso había oficiado de burrero. Zorro decía haber transportado droga por pasos no habilitados al interior del desierto, a la altura del hito 18, en la pampa Gallinazos, donde también abundan las minas antipersonales y se cuentan historias de burreros que hacen pacto con el diablo para no ser alcanzados por las minas ni ser vistos por la policía.
Rana y Zorro ya no se dedican a caminar por el desierto. Otros ocuparon su lugar. Ambos provienen de Tacna, son mormones y trabajan de ilegales en Arica, dedicados a la construcción. Una de las tantas formas de ganarse la vida en la frontera.
Es una tarde soleada de julio y el mercado de los jueves de Ciudad Nueva, en el distrito del mismo nombre al norte de Tacna, ocupa los alrededores del estadio municipal La Bombonera y otras calles adyacentes. Es uno de los mercados más grandes de la ciudad y prácticamente sólo vende ropa americana y europea. A uno, tres o cinco soles. Uno de esos puestos con gangas corresponde al de Henry Condori, dirigente de la Asociación 26 de Mayo, que reúne a una parte de los cachineros de la ciudad.
Henry tiene 28 años y hace nueve que comenzó a vender ropa americana. Es técnico dental pero “por falta de empleo”, y porque “se gana más en esto”, cambió de giro. Viaja dos veces al mes a comprar ropa a Chile, de preferencia los fines de semana y festivos en que la vigilancia está más relajada, y suele burlar los controles aduaneros con la ayuda de pamperos. Aunque lo de burlar es un decir, porque el dirigente afirma que lo habitual es que igualmente deban pagar una coima de cincuenta soles (US$ 17) para que las autoridades de Santa Rosa hagan la vista gorda. Sumando y restando, a final de mes calcula que la ganancia promedio bordea los 1200 soles (US$ 400). El único tributo efectivo que paga es de setenta centavos de sol, menos de un cuarto de dólar, y se lo lleva el municipio por el derecho a instalar un puesto en la calle.
En la familia de Henry son siete los que se dedican a este rubro: su esposa, sus padres, sus suegros y dos de sus hermanos. Todos ellos confían en que, pese al próximo pronunciamiento del Tribunal Constitucional, podrán seguir comerciando libremente en la calle mientras el gobierno regional de Tacna afina un proyecto para reconvertir a los cachineros en microempresarios textiles. Aunque aún no existe una propuesta concreta al respecto, ni tampoco claridad en el modo de financiarla, a Henry le entusiasma la idea de seguir vinculados al rubro. Eso sí, advierte enérgico, hay que empezar por ponerle trabas a la ropa de origen chino que compite en precios con la peruana.
Anochece en Arica y el último tren con destino a Tacna sale en cosa de minutos. Decir tren es mucho. Se trata de un carro antiquísimo que se mueve a petróleo. El tren es propiedad del gobierno regional de Tacna y cumple un servicio social: quienes más lo ocupan son mujeres peruanas que se dedican a contrabandear ropa americana. No la pasan en taxis o autos particulares porque tampoco es mucho lo que llevan. Pero tampoco la pasan en buses como la mayoría porque no cargan tan poco. Quienes viajan en tren llevan una cantidad intermedia y también deben hacer faramallas para burlar los controles de aduana.
En el viaje por el desierto, que se extiende por una hora, se van poniendo una prenda sobre otra hasta quedar con el triple de volumen con que subieron. Pero antes de eso, porque después apenas podrán moverse, se ocupan de comprimir el resto de la ropa en sacos que arrojarán por la ventana del tren poco antes de ingresar a Tacna. De esta forma en la aduana sólo podrán requisarles lo que llevan puesto. El resto será recuperado a cambio de cinco soles (1.7 dólares) por cada bulto que recoge quien espera al costado de la línea del tren.
Pero las cosas no son tan sencillas. Hay ocasiones en que funcionarios de aduana rondan por los lugares donde las cachineras arrojan la ropa desde el tren en movimiento. Y como ocurre y puede verse en esta noche de mediados de mayo, una vez que el tren se detiene en la estación de Tacna, y antes de que cualquier pasajero pueda bajar, a excepción de los pocos turistas, el vagón es abordado por tres funcionarios de la aduana de la ciudad. Hay gritos y forcejeos. Algunas logran zafarse de los aduaneros y pierden lo mínimo en la huida. Las que tienen menos suerte se quejarán más tarde, ya fuera del tren, con la mercancía hecha jirones, que los aduaneros las emprenden a navajazos para despojarlas de los varios kilos de ropa que cargan en el cuerpo.
Contrabandear ropa por la frontera es un trabajo duro, no sólo para quienes lo hacen en tren. La tarde del 14 de mayo, en el control de Chacalluta, una mujer peruana, mayor de edad y de perfil indígena, es insultada a viva voz por un funcionario de la aduana chilena que no le parece bien que los pasajeros ordenen sus mercancías en el suelo poco antes de subir al bus con destino a Tacna.
Contrabandear ropa por la frontera también es un trabajo mezquino, pues su margen de ganancia es bajo y “apenas da para vivir”, según dice Aurora, que es de Puno y semanalmente viaja a Arica para abastecerse en los galpones de los alrededores del terminal de buses de la ciudad. Pero sobre todo es un trabajo incierto, porque nunca se sabe lo que se encontrará al interior de los fardos de ropa ni nada garantiza que la mercancía pase la frontera sin inconvenientes.
“Cuántas veces hemos venido a perder acá”, se queja Aurora mientras revisa la mercancía. Como suele ocurrir, del fardo que ha comprado esa mañana en Arica no sirve más de la mitad: el resto es de mala calidad y se deshecha de inmediato, incluido un chaleco made in Hong Kong con nueve por ciento de lana de alpaca y diseño altiplánico.
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