La “revolución” bolivariana y sus opositores no son tan distintos
25.08.2009
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25.08.2009
Los bandos que han formado Hugo Chávez y Álvaro Uribe se parecen más de lo que les gustaría reconocer. Denuncias que se caen a pedazos, medias verdades y el sueño del mandato perpetuo se aplica en ambos casos. Mientras el colombiano encuentra en su vecino nuevos argumentos para justificar la plataforma de “seguridad” que le brindaría Estados Unidos, el venezolano dispara contra Bogotá, mientras ignora los problemas de su caja fiscal y el descontento social.
La «revolución» bolivariana es el buque insignia de una tropa de líderes reformistas -o progresistas en la clave de ese nuevo conformismo que ilustraba Gramsci-, pero que distan como el último planeta del Sol de lo que fueron los ideales revolucionarios de los setenta cuya identidad dicen representar. Son conducciones nacidas como reacción a la deuda social y al debilitamiento democrático que dejó el discurso único de mercado. Y que exhiben en general una reducida capacidad de transformación con un apego -en algún caso casi despótico- al poder, debido seguramente a sus debilidades ideológicas. Cómo olvidar a Hugo Chávez en la campaña de 1998 proclamando una esotérica línea de mando: «Dios es el supremo comandante, seguido por Bolívar y luego por mí».
Quizás el más controvertido de este clan sea el nicaragüense Daniel Ortega, que para volver al poder pactó contra su propia historia con los sectores más reaccionarios del país y del fundamentalismo católico. No está solo. El reciente golpe en Honduras retrasó 25 años la consolidación democrática en las Américas, una factura que pagará muy cara la región, pero es claro que el derrocado Manuel Zelaya se alistaba también a patear el tablero. Se le adelantaron. El prurito democrático o la verdad no es cuestión central en casi ninguno de estos jugadores ni tampoco entre sus rivales.
Los enemigos del chavismo y de sus socios suelen caer más veces que menos en los mismos lodos. La denuncia más reciente de Colombia por la supuesta entrega de Venezuela a las FARC de unos lanzacohetes de origen sueco es un capítulo sorprendente de estas maniobras. Esos aparatos llegaron a Caracas a comienzos de la década de los ochenta, unos 18 años antes de que Chávez se convirtiera en presidente. Pasaron demasiados gobiernos entremedio, en una nación donde la corrupción no cedió nunca, por lo que cualquiera podría ser responsable de ese delito, si es que existió. Aparte, quien conozca a las FARC sabe que esa guerrilla puede padecer hoy una crisis terminal de identidad y estar hundida en un penoso lumpenaje y desviaciones totalmente delictivas, pero ni aún así cargaría semejante vetusto armamento.
Los descubrimientos de la inteligencia de Bogotá suelen tener un timing que envidiaría un buen autor de Hollywood. Desde el interminable caudal de datos descubierto en las computadoras del finado capo guerrillero Raúl Reyes, que todo parecía atesorarlo en bits, hasta videos que develan el supuesto financiamiento de la guerrilla al gobernante ecuatoriano Rafael Correa, pero -lo dice la propia acusación-, entregado a individuos sin vinculación con el mandatario, su partido o su gabinete.
Estas desprolijidades asombran. Aunque fuentes venezolanas aceptan que una parte de los secretos en el procesador de Reyes, capturado tras el bombardeo colombiano que lo mató en Ecuador en marzo de 2008, sí son auténticos. Hubo ahí pruebas de todo pelaje que explican algún extenso silencio de los protagonistas y hasta ciertos acercamientos.
A despecho de verdades o mentiras, Colombia persigue un racimo de objetivos con su metralla de denuncias. Es el principal receptor de ayuda militar de EE. UU. en la región y agitar estos espectros sirve para justificar el gasto; consolida a Bogotá a ojos del poderoso lobby conservador de Washington como el que pone los límites a la pintoresca armada bolivariana y de ahí que le brinda no una sino siete áreas para bases militares norteamericanas. Este despliegue de «seguridad» le pavimenta a Alvaro Uribe la búsqueda de la segunda reelección con truco de referéndum incluido. Es el sueño de mandato perpetuo que seduce también a sus adversarios «progres» del vecindario que, como él, no tienen tampoco prejuicios en armar constituciones a la carta.
Chávez rompió relaciones comerciales con Colombia por aquello de las bases y redobló la ofensiva contra la prensa. Esto elevó la tensión en la región, pero habría que leer esos gestos también como reflejo de las contradicciones que sacuden al propio experimento venezolano. Veamos por qué.
El bolivariano tiene que atender un enorme gasto público que se expande además por su estrategia nacionalizadora. Sólo este año necesita US$ 30 mil millones para financiar un rojo al que hay que sumar gastos extrapresupuestarios y el pago de las empresas estatizadas, entre ellas Sidor de Techint. Puede hacerlo, pero la cuesta se empina por varios lados. El país gasta US$ 52 mil millones en importaciones, 60% de ellas en alimentos. Y sus exportaciones son de materias primas y muy poco con valor agregado. El desestímulo es enorme por un dólar oficial en cerca de 2 bolívares fuertes y el paralelo 200% más alto, casi en 6 BF, lo que habilita un evidente juego especulativo.
El ciclo de expansión que comenzó en 2004 se ha agotado: el primer trimestre de 2009 el PIB subió 0,3%, casi 4,7 puntos porcentuales menos que en el último de 2008. En sencillo: entra menos y sale la misma plata. Si en 2008 el sector público cerró con déficit y con un crudo a US$ 90, no es difícil imaginar el desafío hoy con el barril en US$ 65. La chance devaluatoria que podría quemar gran parte del gasto, causaría un golpe inflacionario extraordinario. El costo de vida llega a 28% anualizado según datos oficiales o 40% para los privados. El gobierno había prometido 12%. Agregue a eso que los salarios subieron 22,6% de promedio, es decir, bien debajo de la inflación; una desocupación que ronda 7,8% o el doble, depende de la fuente, y el dato de que la mitad de la mano de obra va en negro. No hay boina roja ni retórica que frene tal malestar social.
La ruptura con Colombia cesó compras a ese país por US$ 6.000 millones, pero es una canasta crítica: Caracas importa de Bogotá leche, huevo, pollo, carne y hasta pañales. Hace pocas semanas tres ministros de Chávez recorrieron Argentina y Brasil buscando con urgencia un nuevo proveedor con un costo en fletes no difícil de imaginar.
Con este cuadro no debería asombrar que en los informes del Banco Central venezolano no se actualicen las cifras de producción de petróleo, o de cemento, o las ventas en los Mercal, los mercados populares del Estado donde es fuerte el desabastecimiento. Por ello, cuando Chávez se lanza contra la prensa es posible sospechar qué es lo que no quiere que digan los medios. Lo que se amordaza es un escenario que no es idílico, donde subió a casi 40% la mora de créditos según la Superintendencia de Bancos o donde PDVSA, la petrolera estatal, la gran ubre de la Venezuela Saudí, le entrega al Banco Central sólo 40% de los petrodólares. El resto va a una serie de fondos que maneja directamente el Ejecutivo. Es la Caja de Chávez, que si el viento viene en contra no tiene relevo y comienza a hacer toda clase de ruidos que el gobierno tapa o intenta tapar con otros.
* Marcelo Cantelmi es editor internacional del diario Clarín de Argentina