El empuje inicial de la política exterior de Obama comienza a enfriarse
17.08.2009
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17.08.2009
Tras un arranque aperturista y autocrítico de las violaciones de derechos humanos del gobierno de Bush, lo que prometía ser un giro radical ha ido entibiándose. La Casa Blanca primero revocó la decisión de publicar las fotos de los abusos en la cárcel de Abu Ghraib, luego anunció el mantenimiento de los controvertidos tribunales militares en Guantánamo, bloqueó una investigación sobre tortura en la guerra -una virtual amnistía para agentes de la CIA- y resiste que se investiguen las políticas «antiterroristas» de dupla Bush-Cheney. El abandono de la urgencia para resolver el conflicto en Honduras, es otra señal de este enfriamiento que celebran los conservadores.
El triunfo del neofascista Mahmud Ahmadinejad en las recientes y cuestionadas elecciones en Irán, cuya victoria acaba de consagrar el maltrecho poderío de la teocracia persa, fue celebrado por enemigos de Barack Obama a los que no hay que ubicar sólo en el campo del fundamentalismo ultraislámico. Y quizá, con la misma copa, estén los mismos individuos brindando por la negativa evolución de la crisis en Honduras, donde las autoridades golpistas siguen resistiendo. ¿Es entonces que se está diluyendo tan velozmente el viento de cambio que trajo este presidente?
Quizá no haya sólo que mirar en aquellas cuestiones.
Desde que Obama llegó al poder hace poco más de seis meses, mostró un formidable empuje obligado por la necesidad de construir una etapa diferente debido a las limitaciones objetivas del liderazgo de Washington. Esos movimientos se dieron con contradicciones entre lo prometido y lo realizado, y con una insistente búsqueda de equilibrios con el resultado de que, en muchos casos, quedó la frustración por lo que parece que es pero que no llega a ser del todo.
Si la pregunta correcta es si existe una agenda completa de política exterior, es decir con objetivos definidos en una situación global tan compleja, la respuesta debería ser afirmativa. Pero esa agenda posiblemente diste hoy, y mucho más en el futuro, de lo que se supuso en los albores de este cambio.
El discurso de la canciller Hillary Clinton en el Consejo de Asuntos Exteriores en Washington en julio, fue un esperado momento para intentar develar esas dudas. No lo hizo. Hillary derramó una mirada global epidérmica. Y reactivó su calendario de viajes, paralizado por su fractura del codo derecho, lesión que, es cierto, le había impedido acompañar a Obama a Rusia, una gira crucial en la que se habló menos de reducción de misiles que del destino de Georgia y Ucrania, los sitios donde Moscú dibuja su patio trasero.
Ese discurso y otras declaraciones posteriores de la canciller mostraron el creciente pesimismo de Washington con Irán debido a la instauración de la línea de poder más cerrada. De ahí que también la funcionaria exhibía ya el pesimismo en el destino del diálogo propuesto a Teherán, pero sin plazos, por el presidente. Hillary se ocupó de aclarar a los persas que no esperarían indefinidamente por una respuesta que el gobierno iraní no quiere dar, pese a que estén atascados en un camino que debilita como ninguna otra amenaza a la revolución iniciada en 1979.
Esa marcación de límites no fue necesariamente una diferencia con los puntos de vista de Obama. Quienes insisten en la especulación de un doble comando de EE.UU. en las cuestiones internacionales, se entusiasmaron con lo que creyeron una evidencia. Pero lo de Hillary fue cualquier cosa menos una ruptura. En aquel mensaje clave de julio, el primero substancial de su gestión, Hillary citó a Obama ocho veces en apenas 30 minutos, un machaqueo que buscó marcar que aquella rivalidad que sostuvo en la campaña no le reduce la lealtad con quien ahora es su jefe.
Asimismo, la ausencia de una descripción detallada del escenario mundial de parte de quien esta sentada en ese comando inigualable, no parece consecuencia de disidencias en la cumbre del poder. Sucede que la agenda internacional la está produciendo Obama con formas y contenidos que su ministra no objeta, sino que avala con tal sumisión que la columnista Tina Brown, en el blog The Daily Beast, describió con un consejo cruel: «Es tiempo ya para que Obama permita a Hillary sacarse la burka».
No es una misión sencilla. En estos meses Hillary descubrió cómo es el terreno minado en el que intenta marchar. Obama bochó, por un amigo y contribuyente de su campaña, al candidato de la canciller para la embajada en Tokio, y mantiene un veto para los nombres que ella propuso para la oficina de desarrollo internacional (Usaid). The New York Times reveló hace pocas semanas que Obama le avisó apenas por teléfono que decidió sacar al principal «iranólogo» de la cancillería, Dennis Ross, es decir de su ministerio, y pasarlo al Consejo Nacional de Seguridad que depende de la Casa Blanca.
Pueden ser movimientos menores, si se quiere, pero brindan otra óptica para evaluar las medidas adoptadas hasta ahora, muchas de ellas contradictorias y otras que revelan una clara impericia. Recordemos que esta Casa Blanca arrancó con un giro muy aperturista y de autocrítica a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno anterior de George Bush, pero aún así revocó en mayo la decisión de publicar las fotos de los abusos en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak. Por la misma fecha anunció el mantenimiento de los controvertidos tribunales militares en Guantánamo que, como senador en 2006, Obama había rechazado vivamente.
Asimismo, bloqueó una investigación sobre los casos de tortura en la guerra, en una virtual amnistía para los agentes de la CIA involucrados. Y, en igual camino, resiste que se investiguen las políticas «antiterroristas», que diseñó la temible dupla George Bush-Dick Cheney.
Obama acertó en la posición de equilibrio -muy repudiada por la derecha norteamericana, que preservó en la crisis iraní para no alimentar el discurso del fundamentalismo y mantener flotando aquel diálogo. Pero viró totalmente con respecto a sus planteos en el Cáucaso al ordenar aumentar la ayuda a Azerbaiján y reducir la de Armenia, desequilibrando a esos países en momentos que están en el foco de creciente tensión y temores de un choque armado como el que sostuvieron en los ’90 por el dominio del enclave armenio de Nagorno Karabaj.
El conflicto es menos de lo que sugiere en términos geopolíticos. Pero es la señal -y el costo- del acercamiento de Washington a Turquía, enemigo de Armenia, aliado de Azerbaiján, de Israel y últimamente de Rusia, que también esta haciendo buenas migas con Tel Aviv. Es otro mapa en construcción con extremos imprevisibles y desconocidos.
La cumbre con Putin es otro ejemplo. Obama se mostró amplio y considerado y llovieron amables gestos de uno y otro gobierno. Pero el encantamiento se desplomó apenas unas semanas después cuando el vicepresidente Joe Biden, enviado por el mandatario, llegó a Georgia para postular que ese país y Ucrania deberían ingresar ya a la OTAN, todo ello proclamado con la promesa de una defensa sin igual de Washington sobre los dos enemigos de Moscú.
Por estas orillas, el caso de Honduras es otro paradigma. Tanto Obama como Hillary, calificaron como un golpe lo sucedido en ese país y demandaron la reposición del derrocado Manuel Zelaya. Obama, sin embargo, no retiró a su embajador, lo que hubiera forzado a ese final. La demanda de reposición mudó a la dudosa mediación de Oscar Arias en Costa Rica, y a una declaración de Hillary respecto a que en charlas con México y Canadá no se planteó el regreso del bolivariano Zelaya como requisito excluyente. El mandatario norteamericano aclaró con gestos de quién ha sido la decisión de operar de este modo. Obama repudió a quienes se quejaban antes de una gran injerencia y ahora de que no es suficiente. En verdad no parece comprenderse la consecuencia del huevo de una serpiente que se ha puesto a entibiar en el calor del Caribe.
La deriva hondureña quizá nos muestre algún cambio interno, una sucesión dentro del gobierno de facto hacia el jefe del Congreso o el titular de la Corte Suprema para llegar a las elecciones de noviembre rasgando en las piedras alguna legitimidad. Es la fantasía de creer en un equilibrio que no existe. Una mala decisión que no solo pega a sus autores, sino que puede desestabilizar a la región y, en fin, hacer estallar a la OEA, un destino que apreciará como un regalo inesperado Hugo Chávez y su caballería bolivariana.
* Marcelo Cantelmi es editor internacional del diario Clarín de Argentina