El efecto dominó del experimento golpista en Honduras
13.08.2009
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13.08.2009
Transcurrido ya más de un mes y medio del Golpe de Estado en Honduras, el solo hecho de que se discuta su legitimidad es ya una alerta sobre la debilidad democrática en Latinoamérica, abollada por sus propios protagonistas de sello progresista. Y que ese experimento golpista sea exitoso hasta ahora, para el editor internacional del diario Clarín es una “extorsión”: abre la posibilidad para que cualquier sector al que no le resulten las cosas como las planeó patee el tablero y se alce sobre el poder de la gente.
El hecho más grave que la región enfrenta en estas horas respecto al golpe en Honduras es que se lo discuta. El simple ejercicio de que se eleve una duda de legitimidad frente a esta ruptura institucional, alerta como casi ningún otro gesto respecto de la debilidad larvada en las estructuras republicanas de Latinoamérica.
El golpe hondureño del domingo 28 de junio, hace ya más de un mes y medio, dilapidó casi 30 años de fe -quizá muy ingenua- en que la democracia había llegado para quedarse en la región. Y abrió un puente hacia la noche de inestabilidad de los ’70, porque si en Honduras sucede y se acepta la duda posible que implica la extensa negociación abierta y cerrada sobre la mesa de Costa Rica, y antes en la OEA, entonces en cualquier otro sitio es posible.
La referencia a la ingenuidad se valida debido a que por estas orillas justamente la democracia ha venido siendo maltratada de más formas de lo que se reconoce. Lo ha hecho un establishment de mirada corta que supone como «burdo populismo» la vieja noción del brasileño Celso Furtado sobre que el verdadero crecimiento de la economía es aquel que se establece a partir del aumento de la calidad de vida de las comunidades que lo experimentan.
Y también los gobiernos que al mismo tiempo que se visten de colorido progresismo, mantienen abismos sociales. Porque es ahí donde atan su mayor caudal de votantes y cualquier cosa que signifique la mejora de la situación vital de esos sectores, conllevaría la pérdida del voto clientelado.
Veámoslo con otras palabras: tiene una clara connotación de atropello el hecho de imponer políticas que apartan a un amplio sector de la población de la torta distributiva, convirtiendo el ejercicio republicano en una ventanilla de poca gente.
Pero también, el desvío autocrático que justifica excesos como el que, por ejemplo, autorizó el gobierno de Hugo Chávez contra el alcalde de Caracas, quien fue vaciado de poder, ingresos fiscales y autonomía hasta el extremo de desalojarlo del edificio municipal por el simple hecho de haber ganado las elecciones y oponerse al mandamás bolivariano.
El propio Manuel Zelaya, víctima del golpe hondureño, venía desde hace tiempo abollando las instituciones por el poder real del que carecía para impulsar cambios radicales por la vía correcta del Parlamento. Quienes lo derrocaron, y sí tenían el poder para procesarlo, incluso por mucho más de lo que hasta ahora se sospecha, lo sometieron al mejor estilo del militarismo fascista de los ‘70, también revelando la inexistente importancia que ellos y sus socios neoconservadores en los Estados Unidos le atribuyen a las cuestiones republicanas.
La constitución hondureña, que no admite la figura de la inmunidad, autoriza la destitución inmediata de cualquier funcionario que la viole. Pero Zelaya no fue destituido sino derrocado y, luego de que los autores del estropicio advirtieron las consecuencias, armaron documentos incluyendo una supuesta carta de renuncia, maniobra tan pueril que prefirieron luego cubrir de silencio.
Si se alza la mirada no se requiere de un gran esfuerzo para advertir dónde el tejido institucional en la región exhibe espacios de peligro que este antecedente puede amplificar. La coalición paraguaya que sostiene al controvertido presidente Fernando Lugo se ha despedazado. La confrontación crónica en Bolivia, que también suele estimular el propio gobierno de Evo Morales, tiene entre la dirigencia de la media luna rica de ese país, individuos que hace rato olvidaron las normas. El puñado de países pobres en las Américas confrontan, por esa condición, graves debilidades en la estructura de poder.
Pero, además, un antecedente golpista exitoso en Honduras tendría las formas vivas de una extorsión: la posibilidad de que se podría patear el tablero si las cosas no son como las pretende algún sector con fuerza para alzarse sobre el poder de la gente. Con la democracia, lo que corresponde es ir por más y no inventar alquimias que generan memorias tenebrosas.
A mitad de julio pasado se produjo un episodio poco informado pero que tiene un grueso valor simbólico. Estados Unidos devolvió a Bolivia al ex ministro del Interior Luis Arce Gómez, un cruel represor quien, en el arranque de la década de los ’80, convirtió en negocio del Estado el narcotráfico de la mano del golpe del general Luis García Meza.
Como a Zelaya, Arce Gómez sacó a punta de pistola a la presidenta Lydia Gueiler. Fue uno de los últimos levantamientos militares en la región, armado con la ayuda de la dictadura argentina y personal del tercer cuerpo de Ejército de Luciano Benjamín Menéndez, como pudo comprobar este columnista en aquellos años en La Paz.
Los autores del golpe de Honduras abrieron las puertas del infierno a esas mismas postales y sus efectos perniciosos desbordan incluso un debate ideológico, debido a que un efecto dominó puede comprometer cualquier escenario.
Este atrevimiento que hoy tiene a Tegucigalpa en el mapa, sobrevuela las realidades latinoamericanas y es dudoso que esté ahí sólo para poner en vereda a la polémica progresía regional. En verdad, hace parte de una discusión en las usinas conservadoras del norte mundial que plantean que la democracia, su defensa, no debería ser un fin en sí mismo.
El columnista ultraderechista norteamericano Cal Thomas, un reconocido islamofóbico -entre otras características-, al aludir a la cuestión de Honduras, lo hizo con palabras elocuentes: «las elecciones pueden llevar al poder a sinvergüenzas» y se debe hacer algo al respecto.
La gravedad de este planteo digno de la Guerra Fría tiene antecedentes. George Bush utilizó el atajo de la construcción democrática para maquillar la ofensiva sobre el Golfo. Pero en las urnas de Irak, Washington no pudo imponer su candidato. Y cuando Hamas ganó las elecciones palestinas en 2006, lo que fue claramente un voto castigo a la corrupción en la dirigencia del partido Al Fatah, caballo perdedor de la Casa Blanca, esa elección fue desconocida por EE. UU. y Europa mientras Israel encarcelaba a los líderes elegidos y el territorio de Gaza, uno de los dos que componen el espacio palestino, era sitiado para provocar un estallido social del cual sólo pudiera culparse al grupo fundamentalista sunnita que se habían atrevido a elegir.
La noción de una democracia tamizada, desinfectada preventivamente, bajo control pero no de la ciudadanía, es de lo que se trata lo que experimenta la desventurada Honduras, abandonada en su callejón.
* Marcelo Cantelmi es editor internacional del diario Clarín de Argentina