Qué hacer para cambiar las reglas que someten la investigación científica al mercado del conocimiento
03.12.2018
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03.12.2018
La investigación científica hecha con fondos públicos es hoy un rentable negocio, que controlan unas pocas editoriales privadas, entre ellas Elsevier, Springer Nature, Wiley-Blackwell y Taylor & Francis. Esta columna ahonda en cómo el trabajo académico que se financia con dineros del Estado es entregado gratuitamente a las editoriales que luego le cobran a los Estados para que otros investigadores puedan acceder a esos estudios. En la práctica y tal como está organizada la difusión de la investigación científica –afirman los autores-, “se le entrega la soberanía del conocimiento académico mundial a un puñado de empresas transnacionales con afán de lucro”.
El modelo comercial de circulación del conocimiento científico es el sueño de cualquier inversionista: el Estado financia la investigación, los investigadores difunden sus resultados en artículos (los llamados “papers”) que son revisados gratuitamente por otros investigadores -considerados expertos en el campo del paper e igualmente exigidos por esta dinámica- para luego publicarse en revistas científicas. El producto final, la revista, se distribuye en un mercado oligopólico de editoriales que las vende a las universidades y/o al Estado por la vía de las suscripciones.
Es un negocio redondo, porque los que producen la “materia prima” trabajan gratis y el Estado y/o las universidades pagan dos veces. Y como tal, el modelo está en crisis. La pregunta que emerge sería: ¿es posible superar esta forma de circulación del conocimiento, reemplazándolo por otro modelo más colaborativo? ¿O estamos frente a otro “Gatopardo”?
Las críticas a este particular mercado editorial son al menos de tres tipos. Una es científica, ya que la dinámica de este mercado convierte al conocimiento en un commodity que se transa por volumen más que por la calidad del contenido. Hay autores que argumentan que este mecanismo está pervirtiendo la ciencia al fomentar investigaciones cada vez más conservadoras e irrelevantes.
Una segunda crítica es política, ya que al entregar el conocimiento a estas empresas, se empeña la soberanía sobre este conocimiento; en otras palabras, se privatiza.
Una tercera crítica es económica y tiene que ver con el acceso al conocimiento, el que queda atrapado detrás de una barrera monetaria no menor. Esto último se hace más evidente en países pobres o en vías de desarrollo.
Estas empresas editoriales, que exhiben márgenes de ganancia de entre el 10 y el 40%[1], han encontrado una resistencia más o menos organizada en Europa. Esta resistencia se tradujo, después de no poca discusión, en una directriz lanzada en septiembre de 2018: once agencias europeas de financiamiento han suscrito el llamado “Plan S”, el que básicamente obligará a partir del 1° de enero de 2020 a quienes reciben fondos públicos a publicar el resultado de sus investigaciones en revistas de acceso abierto mediante el pago de un tasa, o a depositar su manuscrito (antes de la revisión de pares) en repositorios institucionales.
El “Plan S” ha suscitado reacciones adversas en los académicos que verían coartada su “libertad académica”, que es la libertad de elegir las revistas en donde quieren o pueden publicar. No obstante, como lo ha recordado Peter Suber, uno de los líderes del movimiento Open Access (en el que ahondaremos a continuación), el Plan S reconoce la responsabilidad fiduciaria de las agencias de financiamiento de gastar el dinero público en el interés público. Algo que parece obvio, pero que en el ámbito de la comunicación científica ha terminado por galvanizar el negocio editorial privado.
La respuesta más “ciudadana” al oligopólico mercado de las publicaciones científicas ha sido el movimiento conocido como Open Access (acceso abierto), que ataca la parte económica del problema y su consecuencia: la desigualdad en el acceso. Las fórmulas que existen para conseguir el acceso abierto son variadas pero, en general, costosas para los países, puesto que las editoriales siguen teniendo el control sobre ese conjunto de intangibles. Y si bien han cedido ante las presiones gubernamentales de algunos países, las editoriales solo ajustan sus modelos de negocio mientras siguen ganando a costa del trabajo de las y los investigadores del mundo.
El 2001 un grupo de científicos se reunió en Budapest para buscar mecanismos que permitieran que los artículos de investigación en todos los campos académicos quedaran disponibles libremente en Internet[2]. Fue el inicio del movimiento Open Access. Han pasado casi 20 años desde ese encuentro y la comunidad científica sigue buscando fórmulas para conseguir la libre circulación de los resultados de las investigaciones científicas frente a una industria editorial que ha sofisticado sus modelos de negocios para hacerlos extremadamente lucrativos.
Una de esas fórmulas ha sido la llamada “ruta dorada” (gold open access) que comenzaron a practicar los ingleses a partir de las recomendaciones del Informe Finch (2012) y que finalmente ha resultado ser un zapato chino. Esta fórmula busca el acceso abierto de los artículos desde su publicación a costa de un prepago que hace el Estado o los propios investigadores a las editoriales por concepto de “cargos de procesamiento” o APC. Debido a que las editoriales manejan los valores del APC a su arbitrio, los países europeos advierten que si siguen invirtiendo en la “ruta dorada”, los costos de las colecciones no pararán de crecer. De hecho, en marzo pasado, el Consorcio francés Couperin decidió no renovar la suscripción a Springer basado exactamente en esta misma constatación y Alemania aún negocia su licencia nacional con Elsevier. En el Reino Unido reconocen que detrás de muchas de las recomendaciones del Informe Finch estaban los intereses de la poderosa industria editorial. Otros países -como Finlandia y Holanda- han negociado licencias nacionales con cláusulas limitadas de open access para sus investigadores, pero el resultado aún está lejos de ser el deseado; en particular, porque las editoriales no quieren perder el control de su rentable modelo de negocio.
Aunque se han respaldado soluciones de este tipo para América Latina, particularmente desde movimientos como OA2020 (encabezado por la Max Planck Digital Library de Alemania), y a pesar del entusiasmo con que algunos las difunden, lo que sucede en Europa no es extrapolable a nuestro continente porque nuestros países son, esencialmente, consumidores de literatura científica y no productores. Esto implica que su poder de negociación es mucho menor.
Es más, en agosto de 2017, representantes de consorcios de la región reunidos en Ciudad Juárez, México, declararon su negativa a usar el APC como la vía para conseguir el acceso abierto de la literatura científica:
“El principio económico que plantea que la propuesta AA2020 solo persigue cambiar la naturaleza del mercado, haciendo que sea aún más probable la inflación de los precios de las revistas, ya que el cambio al Acceso Abierto vía pago de APC ‘saca’ a las bibliotecas del juego y hace que se enfrenten los propios académicos a los grandes editores comerciales”.
La región ha seguido su propio derrotero para enfrentar el problema del acceso a los resultados de la comunicación científica, incluso desde antes de la aparición del concepto open access en Europa. En ese esfuerzo destaca la Scientific Electronic Library Online, SciELO, proyecto iniciado en 1997 por la Fundación FAPESP de Brasil. En 1998 Conicyt decidió participar en él con cinco revistas. Hoy la colección SciELO-Chile cuenta con 103 títulos en los que se publica casi el 25% de la producción nacional, con un claro sesgo entre disciplinas (Bustos-González, Atilio, 2015. “Caracterización de la colección de revistas científicas que integran el IMRC”. Ver diapositiva número 5).
La colección se ha transformado en un insumo relevante para la enseñanza de pregrado y también desempeña el rol que los directivos de Conicyt de los ‘90 previeron: recuperar, dar visibilidad y preservar las investigaciones que terminaban en el llamado circuito de la “literatura gris”; junto con ser un instrumento que permitió a las revistas nacionales transitar a los formatos electrónicos (y así ganar visibilidad) y a profesionalizar la actividad de los editores científicos.
No obstante, la publicación de artículos en revistas indizadas en Web of Science (WOS, antes ISI) sigue siendo el vehículo privilegiado de la comunicación científica[3]. De hecho, Chile es uno de los pocos países de América Latina que incluye la publicación en WOS como una variable explícita para la asignación de fondos a las universidades, diferenciado de otros tipos de publicaciones como las SciELO.
Otra vía para asegurar acceso a la literatura científica de corriente principal ha sido la agregación de la demanda mediante la constitución de poderes de compra (clubes, consorcios nacionales o temáticos). En la región esta respuesta ha tenido una expresión institucional pública mediante los ministerios de ciencia o los organismos nacionales de CyT (como Conicyt), que han diseñado y puesto en marcha planes, programas y políticas públicas para intentar al menos dos cosas: obtener una posición más ventajosa a la hora de negociar con los oligopolios editoriales (precios a la baja, servicios postventa asegurados por contrato) y garantizar acceso a toda la comunidad de investigadores en un esfuerzo por democratizar este aspecto que resulta crucial para la investigación en CyT y para la docencia de posgrado.
En el caso de Chile, esto se tradujo en la voluntad de Conicyt de generar una institucionalidad específica para la negociación, adquisición y licenciamiento de recursos de información de alto costo. En 2003 la comisión inició las gestiones para crear la Corporación CINCEL, que en el panorama de América Latina es un caso único de asociación público-privada para acometer el cierre de la brecha de equidad en materia de acceso a información científica. Desde el punto de vista práctico esta asociación público-privada se tradujo en la co-financiación de un programa de acceso a una colección de casi seis mil revistas, el llamado Programa BEIC, que se inició en 2008 y que permanece hasta hoy. Entre 2008 y 2011 fue financiado entre Conicyt y las universidades socias de Cincel (las 25 del CRUCH) y luego, en el primer gobierno de Sebastián Piñera, comenzó a ser financiado íntegramente con fondos públicos.
El esfuerzo fiscal de mantener el Programa BEIC no es menor: alrededor de US$15 millones fue el costo en 2017 (ver Ley de Presupuestos 2017, pág. 374), y a él acceden los usuarios de 86 instituciones (universidades, servicios públicos y centros de investigación). No obstante, la situación que enfrentaría la comunidad científica sin BEIC sería muy costosa, ya que frente a una demanda permanente por literatura, el precio a pagar por cada artículo comienza en los US$30. Con BEIC, el costo del artículo en promedio no supera los US$3,5 (cálculos a partir de datos publicados en las memorias anuales de la Corporación Cincel).
Una última vía ha sido tratar de fortalecer la llamada “ruta verde” (green open access); es decir, el depósito del preprint o el postprint (manuscrito ya revisado por los pares y aceptado por la editorial) del artículo en repositorios personales o institucionales, de modo que queden disponibles para la comunidad de manera inmediata. Sobre esa premisa se han multiplicado las leyes de “ciencia abierta” (México, Perú, Argentina), los repositorios en las universidades y se ha creado en la región un servicio federado de repositorios denominado LA Referencia, en el que participan nueve países, incluido Chile.
No obstante, es una solución muy resistida por las editoriales, las que no solo menosprecian la ruta verde, sino que también colocan cortapisas cuando se trata de incluir cláusulas específicas en los contratos con el investigador, fijando periodos de embargo de entre 6 y 18 meses antes de permitir el depósito del artículo.
Las soluciones globales y locales presentadas han buscado resolver una parte del problema: el acceso. Y lo han conseguido, al menos en el corto plazo. Sin embargo, estas soluciones descansan sobre la premisa de un Estado profundamente subsidiario, que ve a las y los investigadores como simples privados que buscan acceder a un mercado costoso y requieren subsidio, sin cuestionarse el sistema que genera y amplifica los problemas derivados de esta verdadera privatización del conocimiento.
Aludiendo a este costo traspasado directamente al Estado, ya sea como suscripciones en el caso chileno, o como APC en la “ruta dorada”, algunos han propuesto eliminar estos programas completamente. Sin embargo, esta propuesta es contraproducente, ya que se volvería al problema de inequidad en el acceso[4].
Otra salida es echar mano a soluciones “piratas” como el famoso y popular sitio Sci-Hub de la kazaja Alexandra Elbakyan, que permite descargar publicaciones de forma ilegal, pero gratuita. Pero esta solución parece poco viable por dos razones. Una legal, ya que es difícil pensar que algún país fomente abiertamente la piratería; y la otra razón es de viabilidad: tarde o temprano, las poderosas editoriales transnacionales conseguirán eliminar definitivamente el servicio pirata Sci-Hub, ya que tienen el poder suficiente para presionar los sistemas legales y penales de los países desarrollados para que trabajen en su beneficio (basta rememorar el estremecedor caso de Aaron Swartz en Estados Unidos). De hecho, el sitio web debe cambiar regularmente su hosting y su fundadora no puede salir de los países de la órbita rusa, so pena de ser arrestada inmediatamente.
Los más entusiastas fans de esta Robin Hood de la ciencia afirman que Sci-Hub ayudará a derrumbar la industria de las editoriales de pago, como Napster lo hizo con la industria de los sellos musicales. Sin embargo, a pesar de las obvias similitudes, también hay diferencias significativas. Una de ellas es que la industria editorial no solo gana al vender el acceso a las publicaciones, sino que también gana al recibir gratuitamente de los mismos compradores el insumo que vende. O sea, que mientras las y los investigadores sigan entregando voluntariamente el conocimiento generado por su investigación a estas empresas y, además, pagándoles directa o indirectamente, la industria editorial nunca se derrumbará. A lo más tendrá que afirmarse mejor con un poco de lobby de alto nivel (también hay que recordar la dimensión industrial: solo en Europa las editoriales tienen una nómina de 50 mil empleados).
Ciertamente los problemas que acarrea este sistema no solo son de índole económica, sino también política, pues en la práctica se le entrega la soberanía del conocimiento académico mundial a un puñado de empresas transnacionales con afán de lucro. Aunque se resuelva el problema del acceso mediante pago estatal ex-ante, ex-post o gracias a los sistemas de acceso pirata, la empresa científica seguirá dependiendo de un gigante transnacional con el suficiente poder para utilizar este conocimiento en su propio beneficio.
Esta pérdida de soberanía es amplificada dramáticamente por los sistemas nacionales de evaluación de la investigación, que usan las métricas basadas en publicaciones como un proxy de calidad para evaluar las carreras docentes y de investigación, porque, entre otras cosas, es fácil de usar y pareciera tener una neutralidad objetiva[5].
La situación es tanto más grave en países periféricos como Chile, que distribuye sus escasos fondos de investigación según el sistema en cuestión. De hecho, en el último tiempo se ha defendido un concepto de “excelencia académica” que se basa exclusivamente en estas métricas de productividad, minimizando otras formas de resultados de la investigación que también deberían ser evaluados, lo que, de paso, perjudica los esfuerzos colaborativos y transdisciplinarios. En este punto, se asoman posibles soluciones locales que requieren de discusión y, por sobre todo, voluntad política de la comunidad académica.
Buena parte de estos estándares de evaluación de propuestas científicas o de postulantes a subsidios como becas, los definen las mismas comunidades académicas. El caso más evidente son los grupos de estudio de Fondecyt, que seleccionan criterios de evaluación de manera autónoma y descentralizada[6]. En la mayoría de estos grupos, pero principalmente en los de ciencias naturales, las métricas basadas en publicaciones indizadas son preponderantes. Nada impide que estos grupos re-definan o al menos discutan estos criterios, en atención al problema del acceso y de la soberanía del conocimiento. Por lo pronto, los cambios anunciados a la evaluación de los proyectos Fondecyt Postdoctorado parecen ir en la dirección correcta.
Finalmente, las instituciones directamente involucradas -como las universidades- podrían también promover mecanismos alternativos de difusión de resultados o de comunicación científica dentro de sus comunidades. El esfuerzo de SciELO es loable, pero mientras los incentivos monetarios estén enfocados en las publicaciones indizadas en rankings de pago, nunca dejará de ser una alternativa menor. Las universidades del CRUCH tienen la oportunidad única de liderar esta discusión en el país y en el Cono Sur, así como también las sociedades científicas.
Aunque las dificultades que implica la falta de financiamiento son innegables, aún hay espacio para navegar en la dirección correcta, antes de que sea demasiado tarde y la empresa científica se vuelva una simple minería de observaciones y resultados irrelevantes que solo alimente a una industria cada vez más voraz.
[1] Para tener una idea, ExxonMobile, la petrolera privada más grande del mundo tiene márgenes de ganancias de alrededor del 10% (entre 2000 y 2013).
[2] La Iniciativa Budapest de Acceso Abierto (Budapest Open Access Initiative) nació del encuentro convocado por el Open Society Institute (OSI) el 1 y 2 de diciembre de 2001. De aquí surgió la Declaración de Budapest firmada el 14 de febrero de 2002.
[3] Web of Science, antes ISI, es un sistema de indización privado que incluye un enorme número de revistas de todos los campos del saber. Esta empresa calcula la mayoría de las métricas usadas para la evaluación de la investigación y promoción de investigadores/as. La mayoría de las revistas incluidas en SciELO no están indizadas en Web of Science.
[4] En el origen del Programa BEIC está la constatación (en 2005) de que solo tres de las 25 universidades del CRUCH concentraban dos tercios de las suscripciones a revistas de origen internacional. Incluso, dos universidades reportaron no tener ninguna suscripción a ese tipo de recursos de información. Ver: Secretaría Ejecutiva de la Corporación Cincel (2007): «Hacia un sistema nacional de acceso a la información científica”.
[5] Esto a pesar de las crecientes críticas a este modelo de evaluación de la investigación en el mundo. De hecho, en 2012 un conjunto de investigadores firmó la Declaración de San Francisco (DORA), donde des-recomiendan el uso de métricas bibliométricas para la asignación de fondos o promoción en carreras académicas. Varios investigadores e investigadoras nacionales han manifestado su adhesión a esta declaración, al menos informalmente.
[6] Los fondos que entrega Fondecyt (Fondecyt regular, Fondecyt iniciación, Postdoctorado y Fondap), representan más del 60% de los fondos para investigación entregados por Conicyt. En esta URL se pueden conocer los grupos de estudio y los criterios de evaluación curricular utilizados.