Una opinión inconveniente
04.10.2018
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
04.10.2018
Frente a las voces que valoran positivamente la expulsión de Precht y Karadima del estado clerical, el vocero de los Laicos de Osorno, Juan Carlos Claret, hace un llamado de atención. Esas sanciones, dice, no resuelven el tema de fondo, porque los abusos que han ocurrido dentro de la Iglesia no responden a problemas “personales”, sino a una estructura que da el espacio para que esos delitos ocurran: el “poder absoluto” del papado y la asimetría que lo sostiene. Mientras esa estructura no cambie, plantea, la decisión de encubrir o denunciar seguirá dependiendo de las voluntades personales: “Si queremos una Iglesia sin abusos debemos repensar el ejercicio del poder en ella”.
Una mañana cualquiera, el rey Federico II de Prusia abrió las cortinas de su dormitorio y se percató que un pequeño molino vecino le afeaba el paisaje del ostentoso palacio de Sans Souci. Molesto por la situación, envió a un emisario para ofrecer al molinero el doble del valor del sitio y de la construcción, para así adquirirlo y demolerlo.
Al rato, el emisario volvió con una mala noticia: el dueño no estaba dispuesto a vender. Indignado, decidió ir él mismo a negociar. Le ofreció cuatro veces su precio y para que lo pensara bien, le dio plazo hasta el atardecer. De no aceptar, expropiaría el molino.
Al esconderse el sol, el molinero llegó al palacio y puso en manos del rey una hoja. Pensando que sería la aceptación de la oferta, Federico II lo leyó en voz alta mientras se daba cuenta de que poco de eso tenían las palabras que pronunciaba. Más bien, era la resolución de un tribunal que impedía al rey expropiar el molino.
Los cortesanos, asustados de lo que sería una furibunda reacción real, se sorprendieron cuando el rey exclamó: “¡Me alegra saber que aún hay jueces en Berlín!”.
Inspirado en esta leyenda, quiero poner la mirada en una arista que dada la contingencia tendemos a olvidar.
Desde que el 15 y luego el 28 de septiembre el Papa Francisco dimitiera del estado clerical a Cristián Precht y Fernando Karadima, no han faltado las voces que, a partir del justo reconocimiento al testimonio de las víctimas que este acto demuestra, han concluido e incluso agradecido al Papa hacer de la Iglesia “un espacio más seguro”. Pero, ¿podemos sostener esto?
Para quienes creen que el problema del abuso sexual se explica como un problema patológico o como actos propios de tal o cual persona, mientras más restricciones se le impongan al abusador y más se endurezcan las sanciones, se tendería a solucionar el drama. Esta es la postura clásica del episcopado y que explica la grave idiotez demostrada en el manual que recomendaba no tocar los genitales o dar besos en la boca a menores de edad. Pedirle a los obispos que den un paso más con seriedad, francamente sería ingenuidad, pues hacerlo significaría apuntar a un problema sistémico, y los hechos demuestran que no están dispuestos a asumir la responsabilidad institucional.
Los que sostienen que el abuso es un problema personal, ven en la dimisión del estado clerical de Precht y Karadima la solución: ya no pueden ejercer como sacerdotes, entonces no tienen acceso a personas vulnerables en los templos y, al expulsarlos, queda un clero más puro, inmaculado. Como la dimisión del estado clerical es el eufemismo para no seguir diciendo lo que por siglos se llamó “reducción al estado laical”, ahora se nos está diciendo que tales delitos son admisibles en el laicado, no en el clero. De hecho, la libre circulación de ambos curas ya no es un problema eclesial sino de deficiencia de las leyes del Estado de Chile. Así, tal vez, se entiende mejor que los obispos que por años se valieron de Karadima ahora salgan a aclarar que él debe buscar dónde vivir.
Pero lo cierto, y en esto hay consenso en la academia –salvo por autores católicos ultras-, es que el abuso sexual es una consecuencia de un contexto violento y, dada esa violencia, las relaciones humanas que se realizan en ese contexto, son abusivas. De esta manera, el abuso sexual es la manifestación sexual del abuso de poder.
Para combatir el abuso sexual, entonces, hay que intentar corregir la asimetría que, en determinados contextos, permite que una persona en situación de superioridad se aproveche de la vulnerabilidad del otro. Esta asimetría, antes que una desviación personal de quien ha asumido la condición clerical, es una garantía que provee la institucionalidad eclesial a su clero.
Para que haya abuso de poder, debe haber poder, y lo propio del poder es la asimetría. En la Iglesia, esta asimetría se expresa de distintas formas, pero en lo medular, la institucionalidad está diseñada de tal manera que el laico queda indefenso frente al cura, el cura frente al obispo y el obispo frente al Papa. Una asimetría sin ningún tipo de freno o contrapeso.
Sé que plantear esto es inconveniente pues, dado el contexto, se puede creer que intento defenderlos. Sin embargo, escribo para llamar la atención respecto al riesgo que corremos al validar el poder absoluto del papado, por el solo hecho de que excepcionalmente dos consecuencias de ese poder nos parecen acertadas. Lo que muchos han hecho estos días es equivalente con la postura de quienes validan una dictadura pero desprecian otra, en virtud de su conveniencia, cuando ambas son igual de reprochables. En ese sentido, no porque la migaja excepcionalísima nos parezca bien, podemos comprarnos la marraqueta del poder absoluto, que en regla general, ha causado la crisis en la que estamos como Iglesia y le ha costado la vida a no pocas víctimas.
Los obispos chilenos cometieron con total tranquilidad los delitos que ahora el mismo Papa Francisco denuncia, porque reposaron en la certeza de que el papado concentraba el poder ejecutivo, legislativo y judicial. Y mientras a las víctimas se les negara el acceso a esa instancia, nunca serían revelados. Ahora por más que algunos digan que el Papa los está escuchando por fin, lo cierto es que eso también es una excepción que descansa en determinadas personas, pues el papado sigue funcionando exactamente igual: basta cambiar el mensajero, y el problema regresa.
Por tanto, lo que intento hacer no es criticar al Papa, sino la normalización del poder absoluto en la concepción desde el papado hacia abajo, porque hoy es Precht y Karadima, pero desde hace años los teólogos han sufrido los embates del poder absoluto siendo perseguidos y vigilados por sus superiores también absolutos, por atreverse a pensar y cuestionar. Desde hace un tiempo hasta ahora, también lo han sufrido sacerdotes que por denunciar las irregularidades y delitos de su obispo, lo han perdido todo. Sin ir más lejos, fue el poder absoluto lo que permitió la llegada del entonces obispo Barros a Osorno, manteniéndolo tranquilo durante tres años, porque el rechazo comunitario a su permanencia no importaba.
Fue el poder absoluto del papado lo que nos impidió a los laicos de Osorno iniciar un juicio canónico en contra de Barros dada la prescripción del delito en Chile, pues ¿cómo iniciarlo si el Papa ya sentenció que todo eran “macanas” de los “tontos y zurdos”?
Fue el poder absoluto lo que nos obligó a tener que protestar pues no teníamos cómo hacer prevalecer la justicia institucionalmente dado que el encubrimiento no existía (tampoco ahora a pesar de sendos discursos de tolerancia cero) en el Derecho Canónico.
Fue el poder absoluto lo que transformó a los obispos de Chile en una tropa de funcionarios malvadamente banales, a lo Adolf Eichmann. Recuerdo muy bien que para la Visita Ad Limina que realizaron en febrero de 2017, un par de obispos se comprometieron a hablar con el Papa la situación de Osorno y la necesidad de sacar a Barros. Recuerdo también que llevaron documentación. No obstante, cuando en la primera reunión el Papa aprovechó de recalcar su posición en defensa del obispo, ellos se guardaron las carpetas. Al consultarles por qué, la excusa fue: “Es que no es cualquier jefe el que nos retó”. ¿Qué empoderamiento pueden tener los nuevos obispos si disentir del Papa puede llevarlos a perder todo, porque simplemente esa figura no tiene que darle explicación a nadie? Y si después de Francisco llega otro Papa que quiere expulsar a todos los que les plazca, incluidos laicos, ¿cómo nos defendemos del poder absoluto más aún cuando lo validamos?
Es el poder absoluto lo que expulsó a Precht del sacerdocio sin conocer cargos y sin poder defenderse. También lo que expulsó a Karadima contraviniendo algo básico: nadie puede ser condenado dos veces por el mismo delito. Todo lo anterior contraviene derechos esenciales.
En esa línea, lo opuesto al poder absoluto son, precisamente, los Derechos Humanos. Ante esto, no deja de ser curioso que la Iglesia se arrogue la defensa de tales derechos cuando ni siquiera ha reconocido la Declaración Universal ni mucho menos ordena su institucionalidad a la lógica de ellos: el límite del poder. Sin embargo, y es cosa de revisar la prensa, cuando comunidades como la de Osorno han exigido la renuncia de un obispo por delitos impunes, desde Roma la reacción es llamar la atención por no respetar la presunción de inocencia, lo cual demuestra que tampoco han estudiado el sentido y alcance de tal mandato procesal al juez. O sea, la relación entre Iglesia y Derechos Humanos, es un lío a solucionar.
El Papa dice que ejerciendo su “potestad ordinaria, suprema, plena, inmediata y universal” ha tomado una medida «de excepción» con Karadima, pero no ofrece ninguna justificación detallada y seria de por qué se ha llegado a tal situación y por qué lo normal no ha funcionado. Tampoco explica qué red de protección funcionó a su favor en 2010, ni tampoco adelanta qué cambios judiciales habrá (aunque aún debemos discutir la idoneidad de la Iglesia para tener juicios) para que ante un proceso no se tenga que decidir con excepcionalidades, como un estado de sitio (estado de excepción constitucional que curiosamente no prescinde de ser justificado y supervigilado por el Congreso). Pero, ¿por qué debería hacerlo si el papado funciona así y más encima se le aplaude cuando ejerce ese poder? No podemos perder de vista que los caminos de solución a la crisis eclesial en la que estamos, se abrieron no porque el Papa estuviera dispuesto o porque el poder absoluto fuera solidario, sino que gracias al coraje de las víctimas, el testimonio del laicado organizado en Osorno y a la labor de los medios de comunicación, teniendo incluso la institución del papado, y en su momento al mismo Papa, en contra.
Si queremos una Iglesia sin abusos debemos repensar el ejercicio del poder en ella. Esto inevitablemente nos debe llevar a repensar no solo la configuración del episcopado nacional sino además la institución del papado de la manera que hasta hoy lo entendemos y aceptamos. El ejercicio del poder absoluto en un contexto eclesial asimétrico, es lo que nos llevó a la crisis de la Iglesia en Chile. Una forma de corregir la asimetría es el acceso a la información, pues hasta ahora no tenemos acceso a ella. Recuerdo que cuando Scicluna y Bertomeu fueron a Osorno en junio de este año, no quisieron responder nuestras preguntas sobre qué motivó el cambio de actitud del Papa, pues, bajo una premisa tomista, según ellos “no estamos preparados para conocer la verdad”.
Otra forma de corregir la asimetría es rendir cuentas, ya sea de dinero o de cuestiones de interés público, como por ejemplo, tener respuesta a la investigación de la Agencia Associated Press que documenta un eventual encubrimiento del entonces cardenal Bergoglio al pedófilo Julio César Grassi. Pero, ¿cómo poder plantear la inquietud seriamente, si esto se invisibiliza unilateralmente por el papado que convoca a todo el mundo a rezar el rosario y a San Miguel para que defienda a la Iglesia de los ataques del Diablo “que siempre busca separarnos”?
Si no estamos dispuestos a pensar y discutir toda la estructura global eclesial, seguiremos normalizando las causas del abuso sexual, y con ello, avalando la institucionalidad que funciona como caldo de cultivo de abusadores y encubridores. Así, como católicos seguiremos haciendo escándalo por los crímenes en lugar de hacerlo por el anuncio de la Buena Noticia.
Salir de la crisis pasa por la remoción de los responsables, pero esto es cortar el hilo por lo más delgado. Junto a ello, más difícil es plantearnos los temas incómodos o que parecieran no sernos convenientes, lo que ahora es más complejo con tantas voces lúcidas declarando: “¡El papado funciona! ¡Viva el Papa! ¡Muchas gracias Su Santidad por solucionarnos los problemas!”. Incluso no faltan voces que piden que ejerza ese poder absoluto para otros casos, cuando el problema es precisamente el poder absoluto. Entonces, para evitar que al cambiarlos a todos, todo siga igual, un camino de solución es claro: limitar el poder, como lo hizo el juez de la leyenda inicial. Sin embargo, ¿estamos dispuestos a preferir un juez como el de Berlín incluso en aquellos casos que nos incomodan o no nos convienen?