Período presidencial de cuatro años: más temprano que tarde retornaremos al poder
20.07.2018
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20.07.2018
La reducción del periodo presidencial de seis a cuatro años, sin reelección inmediata, entró en vigencia en 2006 y Claudio Fuentes afirma que es una de las reformas políticas post dictadura de mayor impacto institucional. En esta columna, analiza los hechos políticos que pesaron en 2005 para su aprobación y los efectos nocivos que ella ha generado. Uno de ellos es que hace imposible generar grandes transformaciones en políticas públicas por lo que “la inmediatez domina la escena política”. Si los efectos son tan negativos para la democracia, la pregunta es por qué se aceptó la reducción del período presidencial. Lea aquí las respuestas que entrega Fuentes.
Realizando una presentación sobre el sistema político chileno ante estudiantes de intercambio, una de ellas me inquirió: “¿Podría explicarme por qué a los chilenos les gusta tanto reelegir a sus presidentes? Encuentro increíble la secuencia Bachelet, Piñera, Bachelet, Piñera…, y que ahora de nuevo se hable sobre el regreso de Bachelet al poder”.
En efecto, aunque pocas veces se reconoce, una de las reformas políticas que ha generado un mayor impacto en el período de post dictadura ha sido la reducción del período presidencial a cuatro años, sin reelección inmediata.
Las consecuencias se han hecho evidentes a partir del año 2006, cuando entró en vigencia dicha modificación constitucional. La primera de ellas es que, por tratarse de un período de gobierno tan breve, la lucha por la sucesión se instala desde el primer día que asume un nuevo mandatario. Las preguntas surgen inmediatamente: ¿quién será la candidatura “tapada” en la designación de autoridades? ¿Mantendrá la máxima autoridad presidencial cerca o lejos a potenciales rivales? Así, la repartición de cargos entre los partidos y el nivel de visibilidad que se le da a ciertas autoridades está mediada por las perspectivas de proyección política que ellas tengan.
Un segundo efecto se asocia con una secuencia que es imposible evitar y que tiene tres tiempos. Primer acto: tiene una duración de aproximadamente 20 meses desde que asume el nuevo gobierno. En ese periodo, la administración buscará aprobar sus reformas legislativas de mayor magnitud. Segundo acto: está marcado por el año electoral municipal donde los parlamentarios se centrarán en apoyar a alcaldes y concejales en sus distritos y el Ejecutivo se preocupará de generar “resultados” que ayuden a su coalición en el terreno municipal. Los actores políticos saben que estas elecciones de medio término son cruciales para la presidencial futura por lo que el tiempo y los recursos se centran en obtener un buen resultado. Tercer acto: va desde octubre del segundo año de gobierno y hasta las elecciones presidenciales del siguiente año, donde el gobierno buscará proyectar su legado por la vía de implementar las políticas aprobadas con anterioridad y marcar la agenda por la vía de nuevos proyectos enviados al Congreso.
“No importa la nueva institucionalidad de la educación superior, pues lo relevante es la cantidad de estudiantes que recibió la gratuidad”.
El resultado es previsible. Los gobiernos tienen muy poco tiempo para generar grandes transformaciones de política pública, por lo que no más de uno o dos grandes temas de política pública lograrán llegar a puerto. Los ciclos electorales incentivan los resultados en el corto plazo. La inmediatez domina la escena política. No importa la nueva institucionalidad de la educación superior, pues lo relevante es la cantidad de estudiantes que recibió la gratuidad. No importa tanto la modernización de la salud, pues lo relevante es eliminar las listas de espera.
El tercer efecto, también previsible, es la relevancia que adquiere la figura presidencial. Como el período presidencial es breve (cuatro años) y como no se permite la reelección inmediata, los y las ex presidentes(as) se transforman quiéranlo o no en candidatas(os) para retornar el poder. Salvo el presidente Aylwin, las autoridades posteriores manifestaron un vivo interés en retornar al poder (Frei Ruiz-Tagle, Lagos, Bachelet y Piñera). Así, quien llega a la Presidencia gobierna para el país y para su eventual retorno al poder. Como se trata de figuras que adquieren alto conocimiento en el electorado, los partidos les convierten en una “carta segura” para competir, congelando así la renovación de los liderazgos en cada fuerza política.
Si los efectos son tan negativos para la democracia, la pregunta es por qué se aceptó la reducción del período presidencial de seis a cuatro años en las reformas constitucionales aprobadas en el Congreso Nacional en el año 2005. ¿Cómo nadie previó su nocivo efecto en la inmediatez en las políticas públicas y en el congelamiento de las élites que genera esta simple reforma? ¿O acaso se trata de efectos buscados por quienes negociaron esta transformación?
Uno de los principales inspiradores de esta reforma fue el senador designado Edgardo Boeninger (DC), quien desde que se desempeñó como ministro del presidente Aylwin, consistentemente se mostró favorable a reducir el mandato presidencial a cuatro años. Sostenía él que, al propiciarse elecciones simultáneas (parlamentarias y presidenciales), el Ejecutivo podría contar con una mayoría en el Congreso para materializar su programa. Pero, más importante, indicaba que los períodos breves evitaban el tener gobiernos “refundacionales”. Señalaba Boeninger que “un mandato más corto conduce a programas moderadamente ambiciosos, que no pretendan dar vuelta todo lo existente, que es la tentación cuando el período es más largo” (HL 20050: pág. 2.093).
De este modo, el efecto esperado de los períodos presidenciales acotados era precisamente evitar cambios estructurales del modelo económico, político y social. Como en cuatro años resultaba muy difícil hacer cambios políticos profundos, la brevedad favorecería el status quo. Esta postura la apoyaron entre otros los senadores Carlos Ominami (PS), José Antonio Viera-Gallo (PS), Andrés Zaldívar (DC), Sergio Pizarro (DC), Sergio Romero (RN), y Alberto Espina (RN) (HL 20.050, 2005).
“Quien llega a la Presidencia gobierna para el país y para su eventual retorno al poder…., los partidos les convierten en una ‘carta segura’ para competir, congelando así la renovación de los liderazgos”.
Hoy sabemos que los supuestos que Boeninger anticipaba no se cumplieron del todo. La simultaneidad de elecciones presidenciales y parlamentarias rara vez ha generado una mayoría favorable a las fuerzas del Ejecutivo. Aquello solo se ha dado con la elección de Michelle Bachelet en 2013. Pero, además, tampoco los gobiernos breves han inhibido que las coaliciones planteen reformas de gran envergadura. Lo que ha comenzado a suceder es que, como los gobiernos saben que no pueden lograr todos sus objetivos en cuatro años, plantean programas de gobierno que superan su propio mandato. Bachelet planteó su cambio constitucional incluyendo dos legislaturas; Piñera planteó varias de sus reformas a ocho años plazo.
Hoy también sabemos que existía otra razón muy poderosa para reducir el período presidencial: la expectativa de llegar al poder. Porque los actores políticos toman decisiones observando el contexto que los rodea, y una cuestión central en la coyuntura de 2004/2005 se refería al posicionamiento de las diferentes candidaturas presidenciales en competencia.
El 2 de noviembre de 2004 el Senado votó en primera instancia la reducción del mandato presidencial, obteniendo 31 votos favorables y 15 en contra. La UDI fue el único partido donde todos sus senadores rechazaron la iniciativa al considerar que en los gobiernos de seis años se podrían implementar políticas de mediano plazo. Ocho meses después, el Senado volvió a votar la propuesta de acortamiento del mandato, pero ahora solo seis senadores (3 designados, 2 UDI, y 1 DC) rechazaron la iniciativa.
¿Qué sucedió en esos ocho meses que modificó la postura de la mayoría de los senadores UDI? Algo muy simple: mientras en noviembre de 2004 la candidatura presidencial de Joaquín Lavín (UDI) aparecía en las encuestas en la primera preferencia del electorado (31,6% según la encuesta CEP); hacia Julio de 2005 la preferencia mayor la tenía Michelle Bachelet (PS) con 46,1% y Lavín aparecía recién en tercer lugar con solo un 14,6% (CEP Julio 2005) (Fuentes, 2013). De esta forma, la posibilidad real de mantenerse en la oposición por otro período presidencial llevó a los senadores UDI a modificar su postura original. Aunque muchos de ellos preferían gobiernos más extensos, optaron por reducir el mandato presidencial con la secreta esperanza de acceder a la presidencia más temprano que tarde.
Boeninger señalaba: “Un mandato más corto conduce a programas moderadamente ambiciosos, que no pretendan dar vuelta todo lo existente, que es la tentación cuando el período es más largo”.
El modo en que se estructure el período presidencial es un asunto central en el diseño institucional democrático. Un período breve, con elecciones intermedias y sin posibilidad de reelección incentiva el cortoplacismo, se estimulan políticas de impacto inmediato en el electorado, se precipitan carreras presidenciales desde el inicio del gobierno, se estimula la ambición de las autoridades máximas que son electas para retornar a la arena política cada cuatro años.
Existen dos soluciones a tamaño enredo institucional y que, de hecho, fueron insinuadas en el programa de gobierno de la coalición del actual Presidente de la República. La primera opción es permitir la reelección presidencial solo por una vez. Esta solución estimularía programas de gobierno de mediano plazo, y permitiría eliminar el fantasma de mandatarios que buscan volver a la presidencia. De promoverse esta reforma, tendría que aprobarse a partir del próximo período presidencial, para evitar que pudiese interpretarse como un acto interesado de la actual administración.
La segunda opción es establecer períodos presidenciales de seis años, estableciendo la prohibición de reelección futura (ni inmediata ni no consecutiva). En este caso, se requeriría una re-ingeniería de los períodos electorales de todas las autoridades electas (congresistas, gobernadores, consejeros regionales, alcaldes y concejales) de modo de hacer coincidir elecciones presidenciales con parlamentarias cada seis años, con elecciones intermedias locales/regionales.
Aunque la mayoría de los actores políticos reconoce las dificultades que ha generado el acortamiento del período presidencial, hasta la fecha ningún actor ha estado dispuesto a sentarse a la mesa e intentar resolver el asunto. Muy probablemente, tal como ha ocurrido en el pasado, están sacando la cuenta del impacto que tendría en sus propios intereses de acceso al poder. Quienes perciben como lejana la posibilidad de ganar una elección presidencial, probablemente rechazarán la idea de permitir la reelección por una vez -incluso si aquella se implementa en un futuro gobierno de signo desconocido. Quienes, en cambio, perciben la posibilidad de volver al sillón presidencial, buscarán adecuar el diseño institucional para afirmarse en el poder.
Mientras tanto, seguiremos siendo testigos de gobiernos centrados en la solución de problemas inmediatos y presidentes y ex presidentes(as) ansiosos de escuchar la voz del pueblo y retornar al sillón presidencial. El inmediatismo se apodera de las políticas públicas y las ansias de retornar al poder congelan la posibilidad de renovar el poder. La estudiante con la cual compartí estas reflexiones sobre el período presidencial comprendió entonces que en Chile las propias reformas introducidas en democracia hacían que todo cambiara para que más o menos todo siguiera igual.
Boletín 949-07, 1993. que modifica el periodo presidencial. 7 de septiembre.
Fuentes S., Claudio. 2013. El Pacto. Santiago: Editorial Universidad Diego Portales.
Historia de la Ley 20.050. 2005, que modifica la composición y atribuciones del Congreso nacional. Congreso Nacional. 26 de agosto.