Participación ciudadana: la eterna desconfianza
14.06.2018
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14.06.2018
¿Tiene la ciudadanía en Chile la capacidad de incidir en las decisiones políticas? Claudio Fuentes responde esa pregunta clave sobre la salud de nuestra democracia describiendo cómo los mecanismos de participación post dictadura han sido irreales, generado una constante desilusión. Se cristaliza, dice, la noción de una “clase política” que goza de privilegios y de cuotas de poder a los que no quiere renunciar. Por eso, se niega a crear vías para que ciertas políticas sean decididas por la ciudadanía; y crea mecanismos para generar una ilusión de participación. Uno de los ejemplos que cita es el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental.
En noviembre de 1863, Abraham Lincoln pronunciaba un discurso en la ciudad de Gettysburg donde consagraría la definición de la democracia como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Esta frase se transformaría en una de las definiciones más controversiales de nuestro tiempo, por cuanto sabemos que aquel ideal democrático rara vez se cumple. Quienes han construido históricamente los sistemas políticos han sido hombres, educados, además de haber sido en su gran mayoría los dueños de los medios de producción. La elite organizó partidos, pero aquellas organizaciones mantuvieron una tendencia a estructurarse en torno a una pirámide vertical de mando.
Esto nos lleva a la tesis de Robert Michels, quien a comienzos del siglo XX planteó la ley de hierro de la oligarquía. Sostenía Michels que una condición inherente a cualquier forma de organización era la elitización de las estructuras de decisión: “La organización implica la tendencia a la oligarquía. En toda organización, ya sea de partido político, de gremio profesional u otra asociación de ese tipo, se manifiesta la tendencia aristocrática con toda claridad” (Michels 1979: 77).
Mientras el ideal democrático dicta el gobierno del pueblo, para y por el pueblo, la experiencia empírica demuestra que aquello no ocurre. Michels sostenía que la democracia se convierte –irremediablemente– en un gobierno de directivos que gobernarían sobre una mayoría de dirigidos. Y mientras más compleja la sociedad, mayor es el poder de las elites, dada la diferenciación de funciones y los requerimientos técnicos para tomar decisiones.
La relación entre pueblo y elites es crucial en cualquier evaluación que queramos hacer sobre una democracia. ¿Hasta qué punto el pueblo, la ciudadanía, tiene capacidad de incidir en las decisiones? ¿Puede la ciudadanía controlar a sus gobernantes más allá de premiarlos o castigarlos con el voto?
Involucrar a la ciudadanía en procesos de participación vinculante es renunciar a cuotas relevantes de poder
Este es, precisamente, el dilema que enfrenta el sistema democrático chileno post-dictadura. Advertimos un progresivo distanciamiento de la ciudadanía respecto del sistema político, el que se verifica en crecientes niveles de insatisfacción con la democracia, en la desconfianza social hacia los partidos y en la acelerada reducción de la militancia en los partidos. Se cristaliza de este modo la noción de una “clase política” separada y distante de la sociedad, que goza de privilegios y que se resiste a terminar con ellos (PNUD 2015). En un sistema cerrado, la calle, la protesta social, se advierte casi como la única estrategia para obtener beneficios, resolver conflictos y redistribuir la riqueza y el poder.
Esta tendencia es acompañada por la resistencia de los actores políticos de abrir el juego político a mecanismos de democracia directa, esto es, a incorporar instrumentos que permitirían que ciertas decisiones políticas fueran consultadas o bien decididas por la propia ciudadanía (Altman 2011). Nos referimos a instancias que favorecen la participación, como plebiscitos vinculantes y/o consultivos, referéndums propuestos por la ciudadanía o iniciativas populares de ley.
Se agrega a esta resistencia, una de las principales paradojas del caso chileno desde el retorno a la democracia: además de no establecerse esos mecanismos, cuando se han diseñado instancias de participación, ellas suelen ser irrelevantes. Se establecen mecanismos que generan expectativas, pero como tales instrumentos no son vinculantes, la fiesta democrática termina en una constante desilusión. Se estructura así una ilusión de participar en las decisiones. Examinemos algunos casos.
Un ejemplo reciente de participación no vinculante lo encontramos en el proceso para discutir las bases de la nueva Constitución que se organizó en el gobierno de Michelle Bachelet. Ciertamente, las condiciones políticas impedían convocar a un proceso donde la ciudadanía fuera incidente, dado el rechazo explícito a ello de la entonces oposición. Pero las barreras para la participación y la resistencia de la elite política a incentivar procesos de discusión ciudadana sobre la Constitución, reflejan precisamente un intento por no ceder poder. Para varios actores de la elite, la discusión del cambio constitucional solo correspondía darla en el Congreso Nacional.
Otro caso se refiere al medio ambiente. En 1997 entró en vigencia el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), el que permite evaluar y aprobar proyectos para actividades productivas en el país. El sistema estableció un mecanismo de “participación ciudadana”, el que incluye el derecho de las personas a conocer el contenido de un proyecto y formular observaciones (Decreto Nº 40, 2013).
¿Hasta qué punto el pueblo, la ciudadanía, tiene capacidad de incidir en las decisiones? ¿Puede la ciudadanía controlar a sus gobernantes más allá de premiarlos o castigarlos con el voto?
Entre las principales críticas al actual modelo de evaluación de impacto medioambiental, están la tardía incorporación de la ciudadanía en el proceso, dado que se realiza una vez que ya están definidos los estudios y proyectos; la brevedad del tiempo para la presentación de observaciones (entre 10 y 60 días dependiendo del proyecto); el desigual nivel de información entre las empresas que ejecutarán el proyecto y la ciudadanía; la ausencia de recursos y apoyo independiente para la ciudadanía que participa en estas consultas; la irrelevancia que tienen estas consultas a la población afectada en relación a la aprobación final del proyecto; y la captura por parte de los actores privados de los actores políticos y burocráticos que participan del sistema (Pizarro 2006, Navarro y Rivera, 2013, Mlynarz, 2018).
En definitiva, los procesos de participación ciudadana generan altas expectativas que luego se ven defraudadas por la falta de apoyo a las comunidades para defender sus intereses y la capacidad de las empresas de incidir en el resultado final.
El actual gobierno de Sebastián Piñera se comprometió a reformar el sistema con el doble objetivo de simplificar los procedimientos de aprobación de proyectos de inversión, y permitir una participación más temprana de la ciudadanía. Sin embargo, tal como la ministra Marcela Cubillos lo afirmó: “Incorporaremos en esta ley que para los estudios de Impacto Ambiental haya una participación ciudadana previa obligatoria que permita fijar términos de referencia ambientales, con la salvedad que estos no son vinculantes ni reemplazan la participación ciudadana que viene del proceso de evaluación ambiental, aunque sí la simplifica y ayuda a ella” (El Mercurio, 3 de junio, 2018).
Así, se mantiene un sistema donde la incidencia de la ciudadanía, los afectados directamente por proyectos de inversión, continuarán teniendo poca relevancia en la decisión final. Nuevamente estamos frente a una participación sin incidencia.
Se cristaliza la noción en Chile de una ‘clase política’ separada y distante de la sociedad, que goza de privilegios y que se resiste a terminar con ellos
Lo mismo ocurre con el proceso de consulta a pueblos indígenas. En 2009 entró en vigencia el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo que, entre otras cosas, estableció la obligación de consulta a los pueblos indígenas en temas de afectación directa. El Decreto Supremo 66 de marzo de 2014 -cuestionado por las comunidades indígenas- reglamentó este proceso. Allí se indica que la consulta debía hacerse mediante un procedimiento apropiado y de buena fe, con la finalidad de alcanzar un acuerdo o lograr el consentimiento de las comunidades respecto de las medidas susceptibles de afectarlas directamente. Pero, inmediatamente, el reglamento indica que se debían hacer todos los esfuerzos para alcanzar un acuerdo. ¿Qué sucede si no se logra ese acuerdo? El reglamento indica que “bajo estas condiciones se tendrá por cumplido el deber de consulta, aun cuando no resulte posible alcanzar dicho objetivo” (art. 3).
De nuevo aquí se crea una ficción entre el deber del Estado de involucrar a los pueblos indígenas en procesos de consulta y la escasa incidencia que tienen en el resultado final.
Quizás el caso más emblemático que ilustra esta disonancia fue la consulta a pueblos indígenas sobre el cambio constitucional para su reconocimiento, en la que participaron 619 representantes indígenas. Luego de intensas jornadas de trabajo, se lograron algunos acuerdos totales, otros parciales, pero no se llegó a un acuerdo con el gobierno de Michelle Bachelet en temas de plurinacionalidad, territorio y el derecho a la consulta. La propuesta definitiva de reforma total a la Constitución que Bachelet envió al Congreso, se apartaba sustantivamente incluso de los pocos acuerdos que se habían logrado en aquella consulta.
La pregunta sigue abierta: ¿por qué en Chile no se han establecido mecanismos de participación ciudadana incidentes en la toma de decisiones? ¿Por qué los mecanismos creados en democracia buscan generar una ilusión de participación?
Se establecen mecanismos que generan expectativas, pero como tales instrumentos no son vinculantes, la fiesta democrática termina en una constante desilusión
Parte de la respuesta tiene que ver con la resistencia de las elites a ceder poder. Involucrar a la ciudadanía en procesos de participación vinculante es renunciar a cuotas relevantes de poder. Pero también esta resistencia podría deberse a una visión oligárquica de la sociedad. Al ocupar una posición de privilegio y tener acceso a las complejidades de los procesos de toma de decisiones, se van internalizando prejuicios respecto de la gente común. Se asume que la plebe no comprende, no entiende y no es capaz de racionalizar las complejidades que involucra la cosa pública.
Aquello segmenta y divide a los actores entre los de arriba y los de abajo. El gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, deja de serlo y pasa a convertirse en un eterno debate sobre el vínculo entre representantes y representados, y acerca del control social respecto de las elites que nos gobiernan.
Mientras tanto, las elites gobernantes oyen pero no escuchan, consultan pero no retroalimentan. La invitación a la fiesta democrática va perdiendo sentido en la medida en que serán siempre otros los encargados de decidir los asuntos que afectan a la polis.
Altman, David. 2011. Direct Democracy Worldwide. New York: Cambridge University Press. Michels, Robert. 1979. Los partidos políticos I. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna. Buenos Aires: Amorrortu.
Mlynarz, Danae. 2018. Participación ciudadana y reforma al SEIA. La Tercera/Pulso, 18 de mayo, 2018.
Navarro, Roberto y Claudio Rivera. 2013. Evaluación ambiental en Chile: falencias y tensiones dentro del Estado. Revista del CLAD reforma y democracia, Nº 55: 173-192. Pizarro, Rodrigo, Los cinco problemas de la institucionalidad ambiental en Chile. Serie En Foco, Nº 89: 1-19. PNUD. 2015. Los tiempos de la politización. Desarrollo Humano en Chile. Santiago: PNUD).