De Julio César a Roberto Carlos
08.06.2018
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08.06.2018
Había una vez un niño que nació en La Calera, le pusieron por nombre Julio César y, de alguna manera, la elección de ese nombre fue premonitoria. El Julio César chileno llegaría a formar su propio imperio, solo que esta vez es de litio.
Julio César Ponce Lerou terminó la enseñanza media en el Internado Nacional Barros Arana (INBA), en la capital. Pero fue cuando estudiaba Ingeniería Forestal en la Universidad de Chile donde conoció a Daniel Contesse, hermano de Patricio, quien se convirtió en su amigo y persona clave de sus negocios.
Porque la vida de Julio Ponce ha estado marcada no solo por su olfato, talento y astucia; sino por los nexos que ha establecido con personas sin las cuales es imposible entender su éxito.
Una de ellas es Verónica Pinochet, con quien se casó en 1969, cuando Augusto (otro nombre romano) ya era general y comandante de la Sexta División del Ejército. En 1974 su suegro lo nombró director de la CONAF, desde donde Ponce comenzó a extender su poder.
Pasaron los años y es historia relativamente conocida cómo, mientras la familia Pinochet regía en Chile, él se apropió de Soquimich (SQM) en condiciones de regalo.
Pero Julio César intuyó entonces que el poder acumulado en dictadura iba a tambalear en democracia, que la riqueza no era suficiente. Así es que siguió tejiendo lazos, hasta que se convirtió en el Roberto Carlos de la política chilena: el hombre del millón de amigos o el hombre que con millones ganaba amigos y arrendaba conciencias.
Todo hecho con sigilo. Tal vez, porque en dictadura aprendió que era mejor así: tuvo que renunciar a la gerencia general de CORFO (sí, hubo un día en el que estuvo al otro lado de la mesa, aunque en ese tiempo muchos lados no había), después de un escándalo en el que hubo incluso panfletos que lo acusaban de usar sus lazos con Pinochet para enriquecerse.
Así fue cómo Ponce Lerou entendió que el Poder se ejerce de manera mucho más efectiva desde la segunda línea, desde la opacidad. Y que, sobre todo en su caso, su histórico vínculo con el dictador y el origen oscuro de su fortuna, hacían prudente “ayudar” discretamente.
Tan efectiva fue su silenciosa estrategia, que tardamos años en saber (y solo fue posible por una inesperada investigación) que mientras la minera no metálica estaba bajo su dirección, financió delictualmente la política chilena de manera transversal.
Lo sabemos con certeza jurídica por las condenas que ya han recibido la contadora Clara Bensán, en la somera investigación a la campaña presidencial de Eduardo Frei en 2009; a Giorgio Martelli, por la también somera investigación a la precampaña de Bachelet o a la que tuvo en el sillón de los acusados al entonces líder de RN en el Bío-Bío, Claudio Eguiluz.
También lo sabemos, por ejemplo, por la declaración del propio Patricio Contesse, el gerente general histórico de SQM, quien admitió haber tenido solo entre 2008 y 2014 un “centro de costos” de 15 millones de dólares para “ayudar en la política más allá de lo que el SERVEL permitía”. Aunque Contesse ahora solo recuerda a algunos de los beneficiados, como MEO o el fallecido Adolfo Zaldívar.
Las prácticas de SQM, mientras Ponce Lerou estaba oficialmente al mando, también nos constan por el reconocimiento que hizo la empresa ante la Securities and Exchange Comission (SEC) de Estados Unidos, de sus “pagos indebidos” a políticos en Chile.
Tan consciente estaba de la importancia de actuar con un perfil bajo, que cuando Julio César (que ya era el Roberto Carlos de la política chilena) quiso influir en la Ley de Medio Ambiente o en el nombramiento de autoridades en la región donde la minera no metálica opera, usó un correo diferente del propio -bajo el alias “Grillo”– o mandató a ejecutivos para que redactaran indicaciones que luego fueron recogidas e impulsadas por varios parlamentarios.
Paciencia, calma y discreción denota también el intercambio de correos entre Patricio Contesse y Longueira para el favorable Royalty que obtuvo. Y luego idénticos ingredientes para que Patricio Contesse asumiera la responsabilidad en solitario ante la Fiscalía y pretendiera hacernos creer que su jefe no sabía nada.
Pero un día Julio César se equivocó. Probablemente sentía tan propia SQM, que le molestó hasta lo más profundo que, para continuar el contrato con el Estado de Chile, se le exigiera dejar de ser su controlador y se le prohibiera, además, estar en el directorio. A él y a su familia. A él, que sin ganar una elección, había legislado desde el edificio de SQM.
Acostumbrado a ganar, decidió volver. Ocupar la ventana que le dejaba el contrato con la CORFO, para junto a su hermano instalarse de nuevo en las oficinas de la minera no metálica.
Y ahí estuvo su error: en la ostentación pública de su poder. No le bastó con tener un directorio extremadamente cercano del que nominalmente no fuera parte, ni con ejercer, como en el caso de la política, una influencia tan invisible como fuerte. No. Transgredió su habitual perfil bajo y eso hizo que la indignación de los chilenos tuviera una cara, nombre y apellido: Julio Ponce. Un rostro habitualmente ausente del debate público.
Como nunca antes los gremios empresariales que por décadas guardaron un silencio cómplice, levantaron voces críticas. Y esta vez hubo más políticos que dejaron de lado la complacencia y se manifestaron indignados.
Quien llegó a tener si no un millón, al menos muchos e influyentes amigos, puede estar viendo tambalear los cimientos de su influencia, una que no ha funcionado sino desde la oscuridad. A plena luz ser amigo del ex yerno de Pinochet no es aceptable. Y Ponce pareció olvidarlo.
Ahora, aún sentado en un cómodo sillón de las oficinas de su imperio del Litio, puede que Julio César no sonría tan tranquilo como siempre. El gobierno tendrá que vigilar que, a través de la figura de asesor, no transgreda el acuerdo con CORFO y termine dictando instrucciones a su directorio o ejerciendo labores gerenciales. Y si no imposible, será a lo menos difícil que el directorio de SQM le renueve más allá del año la asesoría para la cual fue contratado.
Tal vez, en su impulso o inconsciencia por demostrar que en SQM “no se mueve una hoja sin que yo lo sepa” (como un día dijo su ex suegro respecto de Chile), no previó que el daño podría ser aún mayor.
Porque cabe preguntarse si seguirá en pie esa insólita suspensión condicional del procedimiento que la Fiscalía concedió a la persona jurídica de SQM, a cambio no solo de una multa siete veces menor que la que pagó en Estados Unidos; sino también bajo el compromiso de mejorar las prácticas del gobierno corporativo.
¿Puede decirse que eso se ha cumplido cuando el directorio decide que vuelva a SQM quien la dirigía mientras se financiaba delictualmente la política chilena y se influía descaradamente en ella? ¿El Ministerio Público podrá seguir declarándose satisfecho? ¿Y qué dirá el Consejo de Defensa del Estado?
Tampoco es descabellado pensar que la SEC, entidad que regula el mercado de valores en Estados Unidos, pudiera ver no con muy buenos ojos el retorno de Ponce a la institucionalidad de SQM. Aparte de pagar 30 millones de dólares para evitar que el Departamento de Justicia estadounidense abriera una investigación, el acuerdo incluía un observador externo que durante dos años debe certificar que la empresa se ajusta a las normas anticorrupción del país del norte.
La soberbia: ése fue el pecado capital esta vez de Ponce Lerou. Cuando volvió a actuar más como el todopoderoso Julio César que cimentó su poder durante la dictadura de su suegro, que como el discreto Roberto Carlos que en democracia legisló sin ganar en las urnas ni un solo voto.