Síntomas depresivos: la desigualdad bajo la piel de Chile
25.01.2018
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25.01.2018
Por Álvaro Jiménez Molina y Fernando P. Ponce
“La manera más eficaz de sustraerse a una depresión, motivada o gratuita, es la de tomar un diccionario, de preferencia en una lengua que apenas se conoce, y buscar palabras y palabras, poniendo cuidado en que sean aquellas que nunca se utilizarán”.
Emile Cioran
Desde hace algunas décadas nuestros sufrimientos y malestares cotidianos se han transformado en objetos de debate social. Hace pocos días se presentaron nuevos datos que permiten dar continuidad a ese debate, al darse a conocer los resultados del módulo VI (“Salud mental y apoyo social en Chile”) de la primera ola de medición del Estudio Longitudinal Social de Chile (ELSOC), conducido por el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), en conjunto con el Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP). El objetivo de este módulo es investigar la relación entre la salud mental y las dimensiones del cambio social y modernización en el Chile actual, con el propósito de comprender cómo las transformaciones socioculturales influyen en las tendencias de la salud mental de los chilenos a lo largo de una década (ver ficha técnica al final).
En esta columna nos concentraremos principalmente en algunos resultados que permiten interrogar la asociación entre desigualdad(es) y sintomatología depresiva. ¿Por qué? Fundamentalmente por dos razones.
En primer lugar, como lo recordó recientemente el informe “Desiguales” del PNUD, la desigualdad forma parte de la fisonomía histórica de Chile. Ahora bien, lo característico de hoy reside en el hecho de que los chilenos somos cada vez menos tolerantes frente a las diferencias de ingreso y a sus consecuencias en términos de oportunidades. Las expresiones más sensibles de las desigualdades socioeconómicas para los chilenos se encuentran fundamentalmente en tres ámbitos: salud, educación y respeto. De hecho, las desigualdades de acceso a la salud se encuentran entre las principales fuentes de malestar entre los chilenos.
En efecto, la desigualdad no sólo afecta la democracia, el desarrollo o la cohesión social. A medida que las sociedades se desarrollan, la distribución del ingreso y nuestra percepción de las diferencias sociales se vuelven un factor cada vez más determinante de nuestra salud mental. Si bien los mecanismos a través de los cuales se produce esta asociación entre salud mental y desigualdad de ingresos varían en función del nivel de riqueza de los países, las principales hipótesis para explicar esta articulación apuntan:
(1) Al “capital social” (el grado de apoyo social, confianza interpersonal y densidad asociativa),
(2) a los niveles de inversión y desarrollo de instituciones públicas, protección social y acceso a servicios de salud y
(3) al fenómeno psicosocial conocido como “ansiedad por el estatus”.
Esta última hipótesis plantea que las sociedades con mayor desigualdad presentan niveles más altos de desconfianza, competencia, inseguridad respecto a la posición social y otros factores desencadenantes de estrés y ansiedad, lo cual se traduce en mayor prevalencia de problemas de salud mental.
En segundo lugar, aquello que llamamos problemas de salud mental son fenómenos relacionales, y dentro de ellos los síntomas depresivos se han transformado en nuestra principal forma de malestar íntimo, en aquello que los antropólogos llaman “idioma del sufrimiento”: un lenguaje que en una determinada época y lugar modela la expresión y representación de nuestros síntomas y malestares.
Las mujeres del grupo de bajo ingreso presentan una prevalencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa que dobla al del grupo de mujeres con ingreso más alto”.
De este modo, como parte de un proceso de desplazamiento de valores y normas sociales, hoy tenemos una mayor predisposición a interpretar situaciones de la vida cotidiana como la tristeza, duelos, angustias o ansiedades bajo la forma de depresión. Esto no significa que estemos frente a un proceso universalmente homogéneo. Por el contrario, la manera de vivir los síntomas y los factores que inciden en su prevalencia y distribución en la sociedad varían según los distintos contextos culturales.
Uno de los atractivos del estudio ELSOC es que a lo largo de una década nos permitirá abordar algunos de estos problemas. Por cierto, considerando los malentendidos que se han producido durante los últimos días en la prensa y en comentarios de otros especialistas sobre los resultados de esta encuesta, es necesario enfatizar que hablamos de sintomatología depresiva –y no de depresión- desde el punto de vista de un instrumento de medición (PHQ-9, Patient Health Questionnaire) ampliamente utilizado a nivel internacional, pero que no está diseñado para realizar un diagnóstico clínico de depresión (mucho menos de una categoría inexistente que ha circulado en la prensa como “depresión mínima”), sino que para proporcionar información inicial que debe ser complementada con estrategias más complejas de diagnóstico (ver ficha técnica).
A pesar de tener el mayor ingreso per cápita de la región, Chile es uno de los países con niveles de depresión más altos de América Latina.
El estudio ELSOC muestra que la prevalencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa asciende a un 18,3%, lo cual es consistente con los resultados arrojados previamente por la Encuesta Nacional de Salud.
La particularidad de este estudio es que permite analizar la sintomatología depresiva en función de diversos fenómenos sociales. Por ejemplo, en términos territoriales, la zona sur presenta mejores índices de salud mental que el resto del país y –contra el sentido común- la prevalencia de sintomatología depresiva severa es inferior en áreas metropolitanas (Santiago, Valparaíso y Concepción) en comparación a ciudades más pequeñas. En términos de nacionalidad, los extranjeros muestran menores niveles de sintomatología depresiva que los chilenos; aquellos que declaran estar muy sobrecargados por el nivel de deuda presentan una mayor sintomatología depresiva, y quienes declaran trabajar desde 25 a 45 horas semanales presentan mejores indicadores de salud mental que individuos con jornadas laborales más reducidas o extensas.
La sintomatología depresiva se encontraría asociada a una experiencia compartida por una gran cantidad de chilenos: la sensación de vulnerabilidad o de “inconsistencia posicional”
Tal como ya lo han demostrado otros estudios, existe una marcada relación entre el nivel socioeconómico de los participantes, el apoyo social percibido y la sintomatología depresiva.
El grado de apoyo social percibido por los individuos de los deciles de bajos ingresos es menor al observado en los individuos de mayor ingreso (mientras 16,2% de los participantes en el decil 1 y 10,3% en el decil 2 reportan nunca conversar de sus problemas con amigos, familiares o cercanos, estas cifras caen a 2,1% en el decil 9 y 5% en el decil 10%).
Estos resultados nos hablan del modo en que los lazos significativos con los otros y los niveles de confianza pueden estar influyendo en la vida de los individuos según su posición social.
Por otro lado, como se puede apreciar en la Figura 1, la prevalencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa es cerca de ocho veces mayor entre los individuos con ingresos per cápita del hogar correspondientes al primer decil respecto de aquellos que pertenecen al último decil de ingresos (13,3% y 1,6%, respectivamente). Asimismo, la prevalencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa es del orden de cuatro a cinco veces mayor en personas con educación básica que lo observado en encuestados con estudios universitarios.
Se trata de resultados que interpelan, pero que en sí mismos no tienen nada de novedoso, puesto que reflejan aquello que en epidemiología social hace bastante tiempo se conoce como “síndrome de estatus”: las personas situadas en las zonas inferiores de la estructura social -los pobres- poseen mayores problemas de salud en general.
Lo novedoso reside más bien en otro resultado. Si bien el patrón de diferencias descrito previamente es consistente al mirar los dos deciles de mayor (9 y 10) y menor (1 y 2) ingreso, en el caso de los grupos medios vulnerables (deciles 4 al 7) el patrón se invierte, arrojando peores índices de salud mental en los deciles de mayor ingreso (6 y 7) que en los de ingreso inmediatamente inferior (4 y 5).
¿Cómo interpretar estos resultados?
Un estudio anterior mostraba que la sintomatología depresiva es mayor en personas que se sienten más vulnerables o inseguras con respecto a la vejez, la salud, el trabajo y la enfermedad, en personas que declaran estar endeudadas o haber vivido experiencias de soledad, maltrato y discriminación en el pasado reciente.
En este sentido, la sintomatología depresiva se encontraría asociada a una experiencia compartida por una gran cantidad de chilenos: la sensación de vulnerabilidad o de “inconsistencia posicional”. Esta experiencia refiere a la percepción de que los lugares, las trayectorias y la integración social son inestables y altamente permeables a la precarización. De hecho, según el PNUD, mientras un 90% de los trabajadores de las clases medias altas declaran que el ingreso total de su hogar “les alcanza bien” o “les alcanza justo”, lo mismo es cierto para sólo un 58% de los trabajadores de las clases medias bajas.
Los resultados reflejan aquello que en epidemiología social hace bastante tiempo se conoce como “síndrome de estatus”: las personas situadas en las zonas inferiores de la estructura social -los pobres- poseen mayores problemas de salud en general”
En efecto, la movilidad estructural que se inicia a fines de los años 80’ hizo crecer la parte baja de la clase media al sacar a muchas personas de la pobreza, pero no logró hacer de estos grupos una clase media más estable. En estos sectores persiste cotidianamente un miedo intenso a caer o resbalar de la posición social que han logrado en las últimas décadas.
Los niveles de sintomatología depresiva observados en la clase media son también consistentes con las cifras asociadas al acceso a tratamiento. Los encuestados de los quintiles de mayor y menor ingreso son los que presentan una mayor proporción de participantes que han recibido tratamiento (quintil 1=22% y quintil 5=21%), mientras los individuos pertenecientes a los estratos medios (quintiles 3 y 4) muestran un descenso en el porcentaje de acceso a tratamiento (15 y 13%, respectivamente).
Estas diferencias podrían explicarse por la lógica subsidiaria de las políticas sociales en Chile y las formas de uso del sistema de protección público y privado: mientras los grupos de ingresos menores acceden a la cobertura pública y los grupos de ingresos más altos a la cobertura privada, los grupos intermedios (vulnerables) enfrentan una situación de ausencia de soportes sociales. Dicho de otro modo, la brecha observada en la salud mental de los grupos medios vulnerables parece estar asociada a una brecha en el acceso al sistema de protección social. Como ya lo ha mostrado el PNUD, los grupos medios son quienes presentan mayor desconfianza respecto a la posibilidad de acceder a atención de salud en caso de enfermedad. Al mismo tiempo, entre los sectores de clase media baja se observa una queja constante frente a las transferencias que el Estado realiza hacia los grupos más pobres.
En términos generales estos resultados enfatizan la importancia de la inversión en cobertura pública universal (red de protección) y el modo en que puede influenciar la salud mental y bienestar subjetivo de los ciudadanos aumentando la percepción y los niveles efectivos de seguridad.
Los resultados de la encuesta ELSOC confirman otra marcada desigualdad en la sociedad chilena: la brecha entre hombres y mujeres. A pesar de que las mujeres presentan mejores índices de apoyo social y mayor acceso a tratamiento que los hombres, la prevalencia de sintomatología depresiva severa en este grupo alcanza el 9%, mientras que en hombres es de solo un 5%. Si bien se trata de una diferencia que se observa de manera consistente en distintos países, lo interesante reside en otro resultado. Como se observa en la Figura 2, al dividir la muestra de hombres y mujeres en dos grupos de ingreso (quienes están por abajo y encima de la mediana muestral de ingreso per cápita en el hogar), se aprecia que en el caso de los hombres no hay diferencias importantes en la prevalencia de síntomas depresivos entre las sub-muestras de menor y mayor ingreso. Sin embargo, las mujeres del grupo de bajo ingreso presentan una prevalencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa que dobla al del grupo de mujeres con ingreso más alto. De hecho, las diferencias de sintomatología del grupo de mujeres de ingresos más altos tienden a aproximarse a las cifras observadas en hombres.
Por otro lado, tanto en hombres como en mujeres se observan diferencias en el grado de apoyo social percibido de acuerdo al nivel de ingresos. En el caso de las personas con menores niveles de ingreso, se observa que uno de cada tres individuos (hombres o mujeres) experimentan poco o nulo apoyo social (hombres=29,3%; mujeres=27,3%), mientras que en el caso de los grupos con mayores ingresos, las mujeres presentan mejores niveles de apoyo social percibido, consistente con una menor presencia de sintomatología depresiva moderadamente severa a severa.
Tomando en cuenta estos resultados, observamos en el caso de las mujeres una relación más evidente entre el apoyo social percibido y la sintomatología depresiva de acuerdo al nivel de ingresos que en el caso de los hombres, en donde las diferencias en apoyo social percibido no se traducen en diferencias en sintomatología depresiva.
Mientras los grupos de ingresos menores acceden a la salud pública y los grupos de ingresos más altos a la cobertura privada, los grupos intermedios (vulnerables) enfrentan una situación de ausencia de soportes sociales”
Por lo tanto, los resultados muestran tres dimensiones relevantes de la desigualdad en la prevalencia y distribución de la sintomatología depresiva: género, apoyo social y nivel socioeconómico.
En este contexto, el grupo de mujeres de nivel socioeconómico bajo es el que presenta mayor sintomatología depresiva y el que explica mayoritariamente la brecha entre hombres y mujeres. ¿Cómo interpretar estos resultados?
Hoy sabemos que los salarios bajos tienen una clara expresión de género. Según datos del PNUD, las trabajadoras tienen una probabilidad 10 puntos superior que los hombres de recibir bajos salarios, que aumenta a 20 puntos en el segmento de trabajadores con estudios secundarios. Las mujeres tienen trayectorias laborales más interrumpidas en razón de la maternidad, son además quienes asumen la mayor parte del trabajo en el hogar y quienes experimentan mayor cantidad de situaciones de maltrato a la dignidad y derechos. A esta desigualdad, que se origina en los bajos salarios y el trato cotidiano, se suma la que produce el sistema de pensiones y una larga lista de otros problemas.
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El estudio ELSOC vuelve a insistir en el hecho de que la desigualdad en Chile no se limita al ingreso, el acceso al capital o el empleo, sino que abarca además dimensiones como la salud mental de la población. Entender el modo en que nuestras maneras de vivir en sociedad impactan en la salud mental de los chilenos es parte de las preguntas que a lo largo de una década intentará responder el estudio ELSOC.
Los autores de esta columna forman parte del Instituto Milenio para la Investigación en Depresión y Personalidad (MIDAP)