CIPER presenta libro de Juan Pablo Luna: “En vez del optimismo”
21.11.2017
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21.11.2017
Por Fernando Atria
El lector tiene en sus manos un libro inusual: es un comentario ilustrado e inteligente sobre la situación política chilena. Es un análisis que se atreve a ir más allá de lo evidente, de los lugares comunes, de la forma de reflexión a la que la academia nos tiene acostumbrado. Juan Pablo Luna mostró, en las columnas que aparecen ahora publicadas en formato de libro, una especial agudeza para describir la crisis del sistema político chileno.
Cada uno de los capítulos de este libro ofrece una mirada fresca y novedosa a temas de la primera importancia política. No es posible en este prólogo hacer una lista de las cuestiones que Luna trata con agudeza. Pero me gustaría detenerme en algunas que atraviesan buena parte de este libro.
Una es la situación de los partidos políticos. En el primer capítulo ya aparece la idea de que los partidos políticos han sufrido una transformación: se han despolitizados, en el sentido de que han experimentado una «desaparición casi completa de lo que alguna vez [los] caracterizó…: una plataforma programática, una identidad partidaria, un mensaje claro a los votantes». Y es importante notar, como lo hace Luna, que esto no es algo de lo cual simplemente debamos tomar nota para decir que hoy los partidos ya no son lo mismo que antes. No, es algo que pone en cuestión la idea misma de partido político. Porque tiene razón Luna cuando dice que «la construcción de partidos programáticos, capaces de articular plataformas y liderazgos que logren forjar coaliciones sociales amplias, es fundamental para superar los desafíos de la representación política en contextos de alta desigualdad».
Pero esto quiere decir, evidentemente, que en Chile falta una «pieza fundamental» para la idea misma de representación política. Esta es una de las razones por las que hoy en Chile hay una severa crisis de representación, cuya resolución es muy «incierta».
¿Cómo es que partidos despolitizados hacen imposible la representación? Como puede observarse, esto es lo mismo que preguntarse por qué los partidos son instituciones fundamentales para la democracia representativa. Porque lo que es clave para la democracia no es que existan instituciones que se denominen «partidos políticos», sino instituciones que desempeñen las funciones de los partidos políticos. Y esto es lo que en Chile hoy no existe.
Hemos de pensar una izquierda postneoliberal, lo que obliga a un esfuerzo de imaginación institucional que debe estar informado por un antidogmatismo prácticamente absoluto.”
Luna lo explica cuando subraya la incapacidad de la discusión sobre educación, de salir del plano de los eslóganes. Luna sostiene que para un sistema político «sin capacidad de articulación y mediación política real, es imposible dejar de discutir eslóganes para avanzar en una discusión menos estridente y seguramente más aburrida, pero al mismo tiempo más profunda y necesaria para una reforma de mejor calidad».
Articulación y mediación: esta es la función que una democracia representativa necesita y que lo que hoy se denomina «partidos políticos» no logran desempeñar; esta es la función ausente que produce una crisis de legitimidad.
Porque es importante entender el rol que los «eslóganes» cumplen. Los movimientos sociales no suelen surgir en torno a ideas perfectamente detalladas en propuestas afinadas, y necesitan descansar en conceptos suficientemente simples como para movilizar y aunar voluntades de individuos o grupos.
Un ejemplo es el movimiento «No+AFP». Una crítica tecnocrática habitual contra ese movimiento fue que carecía de una propuesta técnicamente validada; y cuando los líderes produjeron una, la crítica fue que las encuestas mostraban que los manifestantes no estaban de acuerdo con ella.
A estas críticas hay que responder que es absurdo aplicar ese estándar a un movimiento social, aunque es evidente que para reformar el sistema de pensiones será necesario elaborar un modelo alternativo técnicamente validado. Es decir, el momento del movimiento social no es el momento de la articulación del modelo alternativo. Los «eslóganes» son parte importante de la política en el primer momento. Y por eso es un dato interesante de los eslóganes que ellos son en general una expresión de negatividad, es decir, de rechazo a algo: a un sistema educacional de mercado, a un sistema de pensiones organizado para beneficio de las AFP, etc.
Este momento de negatividad, por cierto, es mirado con desprecio por quienes desde una óptica despolitizada administran la política institucional, que ven en eso nada más que «la calle» sin darse cuenta de que al hacer esto están erosionando el suelo donde están parados. En efecto, de la capacidad para procesar las demandas que irrumpen de este modo depende en (buena) parte la legitimidad de las instituciones democráticas.
Pero evidentemente, para «procesar» la demanda expresada en «No+AFP» es necesario articularla, es decir, transformar su negatividad original en algo positivo. Este paso de articulación es fundamental si las demandas expresadas en la calle han de ser institucionalmente reconocidas y procesadas, porque evidentemente la pura negatividad no puede ser procesada.
Cada reforma parece tener el efecto de apagar el incendio con bencina. A pesar de esto, la búsqueda de la reforma filosofal continúa. Es una búsqueda, dice Luna, análoga a la del “borracho que busca la llave bajo el farol, no porque sea allí donde se le cayó el llavero, sino porque bajo el farol hay luz.”
Pero es claro también que hay distintas formas de articular la negatividad inicial. Aquí entran los partidos políticos (se llamen así o no) que, en la medida en que conducen proyectos políticos, pueden dar articulaciones positivas del momento negativo inicial.
Por cierto, cada partido articulará las demandas iniciales de acuerdo a la tradición política que representa. Es decir, la forma en que el Partido Socialista articulará la demanda de no más AFP será distinta de la que lo hará un partido neoliberal. Del mismo modo, de un partido neoliberal se espera que articule la demanda del movimiento estudiantil diciendo que los manifestantes respaldan la «modernización capitalista» y que quieren más mercado, no menos; de un partido socialista se esperaría, en cambio, que articule esa demanda como un rechazo a un modelo de mercado en educación, como reivindicación de la idea de derechos sociales, etc.
En esas condiciones, cuando llegue el momento de la discusión y decisión institucional, podrán encontrarse no los eslóganes desnudos, en su pura negatividad, sino articulaciones políticas.
Entonces podrá haber una discusión política que pueda razonablemente reclamar representatividad, en la medida en que se discuten articulaciones de demandas socialmente validadas. Y la resolución de esas discusiones estará, en la medida en que el proceso político esté estructurado por la regla de mayoría, como corresponde a un proceso democrático (y no a la constitución tramposa), determinada por una correlación de fuerzas reconducible a la voluntad popular manifestada en elecciones.
¿Cuál será la consecuencia de que no existan partidos políticos, aunque haya entidades que son llamadas así por la ley?
Eso contribuirá a la incapacidad de la política institucional a procesar creíblemente demandas ciudadanas. Por cierto, esto es consecuencia de muchas otras características relacionadas, pero ahora estamos mirando solamente la contribución que la inexistencia de partidos políticos hace a la crisis. La demanda expresada en el momento de la negatividad no será políticamente articulada, y el sentido que recibirá tendrá la sofisticación del diccionario.
El intento de procesarla encontrará, en los espacios institucionales, diversos grupos que se verán forzados a negociar una solución. Pero esa negociación será vista como una transaca en la medida en que no responderá a una articulación que permita discernir entre lo que puede ser cedido (de modo que, aunque no se ha logrado todo, ha habido un avance significativo) y lo que no puede ser cedido sin abandonar el sentido original de la demanda.
Así, el sistema institucional aparecerá incapaz de procesar demandas ciudadanas y la «clase política» será vista como cada vez más alejada de los intereses y necesidades de la gente, cada vez más interesada en defender sus propios intereses o los de los que los financian, etc.
Luna sostiene, llegado precisamente este punto, que es necesario reconocer «el rol esencial (de la negociación) en la articulación de la representación de distintos intereses». Para ellos es importante «asegurar condiciones para que todos puedan sentarse a negociar en base a recursos de poder que no deriven única ni principalmente de su poder económico».
Este es probablemente el único punto del libro en que me permito estar en desacuerdo con Luna. Creo que aquí el autor comete el error de confundir negociación con discusión. La articulación es necesaria para la discusión, no para la negociación.
En la negociación las partes no necesitan dar razones o justificar sus posiciones, basta que le comuniquen al otro cuáles son sus exigencias. Y cada uno podrá avanzar sus intereses en la medida en que, frente al otro, tenga poder suficiente para hacerlo. Por consiguiente la inexistencia de partidos políticos con capacidad de articular demandas sociales no implica un déficit de negociación, sino de discusión. Y es en la discusión pública que la representación emerge. El déficit de articulación hace imposible la discusión, y la ausencia de discusión pública hace improbable la representación.
Esto nos lleva a otro de los notables aciertos de este texto. Luna critica a la ciencia política, su propia disciplina, la que se ha convertido en una «ciencia de la normalidad», que resulta entonces peculiarmente incapaz de entender los momentos de crisis como el que atraviesa Chile. Ella analiza los problemas políticos en términos de incentivos, respaldados en análisis «con cada vez más ‘data’ y con técnicas de análisis cada vez más sofisticadas».
La presión por establecer «inferencias causales», mediante mecanismos que reflejaban la influencia de la economía que a su vez desarrolló un interés por las «instituciones», llevó a la ciencia política a dejar de lado «el análisis de los grandes problemas y de procesos estructurales», centrándose en la discusión de temas mucho más específicos, como el impacto de la cabellera de Trump en su auditorio (el ejemplo es de Luna).
El resultado de esto (aunque no lo dice así el autor) es que la ciencia política perdió de vista lo específicamente político de la política, y tendió a estudiar la acción política o el funcionamiento de las instituciones políticas como si fuera un mercado: individuos o grupos con intereses que interactúan con la finalidad de realizarlos en la mejor medida posible.
Lo anterior conllevó a una sistemática distorsión de los conceptos políticos, que al cientista le parecen insoportablemente ingenuos. Pero esos conceptos y distinciones no son solo mitos o creencias ingenuas: son intentos de articular lo específicamente político de la política, de modo de producir lo que las instituciones necesitan generar: legitimación. Conceptos o distinciones así ignorados o negados son, por ejemplo, la idea de «voluntad soberana» o «voluntad general» (que es entendida como «voluntad de la mayoría»): o la distinción (en términos habermasianos) entre acción estratégica y acción comunicativa; o la diferencia entre un sindicato o un partido político y un grupo de presión, entre defender una posición política y hacer lobby, etc.
La ciencia política que Luna despliega en este libro, por el contrario, es consciente de esto, y es por eso mucho más útil para entender nuestra situación que aquélla a la que estamos acostumbrados.
Pero volvamos a los partidos políticos. Una de las consecuencias de que los partidos hayan perdido su capacidad para asumir proyectos políticos con contenido es que dejan de poder articular las demandas ciudadanas de modo que estas puedan pasar del momento de la negatividad al momento de la positividad y sus demandas puedan, entonces, ser procesadas institucionalmente.
Desde el punto de vista del funcionamiento de las instituciones políticas, esto hace improbable la representación propiamente política, que entonces pasa a ser reemplazada por la representación de intereses particulares.
Los partidos políticos asumen entonces la tarea de dar soluciones a «problemas concretos» (en este contexto, lo «concreto» es una garantía contra lo que es visto como charlatanería, porque lo concreto tiene -o al menos pretende tener- una dimensión de objetividad verificable de la que carece el discurso político, que ya no resulta creíble). Y problemas concretos suponen aproblemados concretos, por lo que los partidos empiezan a prometer soluciones para grupos particulares.
Entonces los partidos y sus candidatos deben identificar problemas locales y concretos a los que prometen darles solución. Pero con esto los partidos y los políticos asumen una función que no pueden desempeñar. Basta pensar cómo esto podría operar en las instituciones que realmente existen: por ejemplo, el senador por Coquimbo promete defender los intereses de los habitantes de Coquimbo, y eso lo llevará a estar al menos en tensión con los representantes de otras regiones del país, que a su vez han prometido a sus electores velar por sus intereses.
Pero el senador no está en condiciones de realizar su promesa, porque ella lo alinea junto a los demás representantes de Coquimbo en contra, o al menos en tensión, con los representantes de otras regiones. Pero el senador por Coquimbo es, al mismo tiempo, miembro de un partido o coalición, lo que implica que se espera de él lealtad hacia los miembros de su partido y oposición, o al menos tensión, con los otros representantes de Coquimbo, a pesar de que éstos han asumido exactamente la misma carga que él. Y entonces, o el senador prefiere su lealtad a su partido o coalición, defraudando las promesas hechas a sus electores, o prefiere las promesas hechas a sus electores, defraudando las expectativas de su partido. O, en la solución más probable, intenta manejarse entre estas dos lealtades, lo que por regla general significa que en ambas dimensiones defraudará las expectativas que él mismo creó.
Esto contribuye a un fenómeno que Luna correctamente identifica como algo altamente problemático: el creciente divorcio entre la sociedad y la «clase política», que es vista como incapaz de «hacer la pega«. Esto da inicio a un círculo vicioso, porque esa separación reduce la capacidad de la acción de la política institucional, que se ve cada vez más debilitada. Y siendo más débil es cada vez más incapaz de deliver, es decir, de proveer bienes públicos. Y esto entonces refuerza uno de los déficits más característicos de América Latina: la debilidad de las instituciones políticas.
Luna sostiene que es la obsesión por identificar causas precisas y ofrecer “recomendaciones de política” lo que ha privado a la ciencia política de su “capacidad de entender y describir la complejidad de la realidad social”. La ciencia no se justifica por las soluciones que propone, sino porque nos ayuda a entender nuestra situación.
Precisamente es esta debilidad institucional la que dificulta la contención de los poderes fácticos que, acertadísimamente de nuevo, Luna nota que pueden ser poderes legales o ilegales. Una manifestación de esto es lo que desde el punto de vista del ciudadano se ve como la ubicuidad del «abuso».
Todo esto ha estado en desarrollo mientras los cientistas políticos, los economistas, los «expertos en políticas públicas» y los políticos mismos buscaban “la” reforma que, dando incentivos a los políticos para «seducir» a sus audiencias, o dotando de mayor transparencia al sistema, u ofreciendo mejores remuneraciones para «atraer la mejor gente» (las dietas parlamentarias chilenas son especialmente altas en el contexto latinoamericano), o introduciendo reglas más restrictivas para las campañas o para la operación de los partidos políticos, etc., devolvería a las instituciones la legitimidad perdida.
Pero nada de esto ha funcionado, y cada reforma parece tener el efecto de apagar el incendio con bencina. A pesar de esto, la búsqueda de la reforma filosofal continúa. Es una búsqueda, dice Luna, análoga a la del «borracho que busca la llave bajo el farol, no porque sea allí donde se le cayó el llavero, sino porque bajo el farol hay luz».
Para terminar, me gustaría mencionar otros dos aciertos del libro.
El primero es que Luna mira la crisis política chilena poniéndola en su contexto internacional, tanto latinoamericano como mundial. Normalmente la manera en que la perspectiva internacional aparece en la discusión de estas cuestiones es, por así decirlo, exculpatoria: dado que la crisis de legitimidad de la política institucional chilena tiene un correlato en varios países, no parece haber nada propio de la forma institucional chilena.
Esto, por cierto es absurdo: Chile tuvo, por ejemplo, su Golpe de Estado cuando prácticamente cada país latinoamericano tuvo el suyo, pero eso no puede ser usado como argumento para negar que el Golpe tuvo causas nacionales. Lo que eso quiere decir es que Chile no existe en un mundo paralelo que el resto de los países; y no que los problemas o las crisis que nos afligen son el mero reflejo de lo que ocurre en el mundo.
Por eso es importante mirar lo que pasa en el resto del mundo: no para intentar distinguir lo que tiene y no tiene que ver con nosotros, sino para entender el contexto en el que actuamos. Especialmente iluminadoras son, a mi juicio, las observaciones que Luna formula a partir del caso del Perú.
Cuando Luna mira el contexto latinoamericano, lanza una voz de advertencia respecto del crimen organizado. Es una advertencia oportuna y bienvenida, que usualmente es respondida con el fatídico «pero esto no pasa en Chile». Cuando mira más allá, Luna observa que la situación del capitalismo actual, en su fase neoliberal, ha ahorquillado a los Estados, haciendo de la receta neoliberal una fórmula insostenible, por sus efectos sociales, pero haciendo también de la idea socialdemócrata del Estado de bienestar, una idea utópica.
Si Hannah Arendt tenía razón, y en esto yo creo que la tenía, la acción política nunca es el mero desenvolvimiento de lo que estaba dado antes de ella, sino que contiene siempre la posibilidad de un nuevo comienzo, de una ruptura respecto de cursos causales anteriores.”
Siguiendo a Wolfgang Streeck, Luna observa que en nuestro tiempo el viejo tema de la compatibilidad entre capitalismo y democracia, pospuesto por el armisticio entre democracia y capital que financió los «años dorados» del capitalismo de bienestar, está resurgiendo con fuerza. Y no tenemos razones para ser demasiado optimistas respecto de su resolución.
Esto nos lleva a una observación final, pues la afirmación anterior suscita en el lector naturalmente la pregunta ¿qué hacer, entonces?
Luna, como Streeck, acierta por enésima vez y simplemente elude la pregunta: «recurrentemente he tenido que responder que no tengo idea».
No hay razón por la cual el que es capaz de ver la profundidad y características de la crisis política, deba, como condición para advertirnos de ella, tener un plan de acción que sirva para superarla. No hay, por lo demás, garantía alguna de que haya una solución.
Así, por ejemplo, más arriba hemos visto, a partir de las observaciones de Luna, por qué la democracia representativa necesita de partidos y por qué las cosas que hoy la ley llama en Chile «partidos» no lo son, en el sentido de lo que se necesita.
La pregunta puede iterarse así: ¿por qué los partidos ya no son partidos? Luna dice algo al respecto, cuando observa que los modelos a los que apelamos cuando pensamos en partidos son formas de asociación política que surgieron y florecieron en condiciones sociales y políticas notoriamente diversas a las nuestras.
Entonces la pregunta adecuada es, si en nuestras condiciones, es posible que existan partidos políticos. Y de nuevo, la respuesta no puede ser afirmativa solo porque la necesitemos: el hecho de que sea importante que existan partidos políticos propiamente tales, no implica que es posible o probable que existan partidos políticos propiamente tales.
Por otro lado, el cometido de la ciencia en general y de la ciencia política que hace Juan Pablo Luna (a diferencia de la que se ha hecho mainstream) nunca ha sido darnos buenas noticias, sino ayudarnos a entender la parcela respectiva del mundo.
Con esta comprensión agudizada provista por la reflexión científica, corresponderá a quienes vivimos en ese mundo, no a los científicos, actuar.
Esto, entonces, nos devuelve a la pregunta por la ciencia política: ¿cuál es su sentido si no tiene respuestas?
Luna responde que es precisamente la obsesión por identificar causas precisas y ofrecer «recomendaciones de política» lo que ha privado a la ciencia política de su «capacidad de entender y describir la complejidad de la realidad social». La ciencia no se justifica por las soluciones que propone, sino porque nos ayuda a entender nuestra situación.
Entendiendo mejor nuestra situación podremos actuar políticamente. Porque si Hannah Arendt tenía razón, y en esto yo creo que la tenía, la acción política nunca es el mero desenvolvimiento de lo que estaba dado antes de ella, sino que contiene siempre la posibilidad de un nuevo comienzo, de una ruptura respecto de cursos causales anteriores.
Mientas una ciencia política lúcida como la de Luna nos permite entender, y nos deja con una perspectiva de «pesimismo analítico», la acción política actúa movida por la esperanza, por la posibilidad de que las cosas pueden ser distintas.
Por cierto, ese pesimismo analítico muestra tanto la magnitud del desafío como lo difícil del mismo: no sirve replicar las soluciones tradicionales de la izquierda, ni las soluciones que la tradición denominó «socialistas» ni las soluciones «socialdemócratas» que respondían a sus circunstancias en un mundo considerablemente distinto (un mundo de uniformidad estatal que coincidía con uniformidad en los patrones de consumo; un mundo en que el capital estaba suficientemente debilitado como para aceptar los términos que hicieron posible el Estado de bienestar, por ejemplo).
Nosotros hemos de actuar en condiciones distintas. Hemos de pensar una izquierda postneoliberal, lo que obliga a un esfuerzo de imaginación institucional que debe estar informado por un antidogmatismo prácticamente absoluto. Esa acción tiene como supuesto que el pesimismo analítico de Luna no es una predicción de fracaso, y en este sentido debe estar informado por la esperanza de que es posible que las cosas sean de otro modo.
Quizás esta es la manera de pensar nuestra situación actual después de Luna: esperanza sin optimismo.