Serie sobre clase media (4): Entre la meritocracia y el pituto
17.05.2017
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17.05.2017
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Uno de los rituales chilenos más llamativos para un extranjero es la forma en que dos personas entablan una conversación cuando se conocen por primera vez. He tenido la oportunidad de observar muchas veces estos intercambios iniciales, particularmente en las clases medias. En general, el trasfondo de la conversación gira en torno a “ubicar” al otro socialmente en círculos sociales específicos, explorando con infinita expertise verbal y un gran conocimiento intuitivo de los límites sociales de su propio grupo, a qué escuela fue, de qué familia – y de qué ciudad – proviene el apellido, en qué universidad estudió (cuando la persona tuvo acceso a la educación superior). ¿Lujo de país chico donde todos se conocen? No solamente. Es un escaneo social amistoso y eficiente que tiene una meta específica: encontrar el lugar que ese otro ocupa en la sociedad. Si aparece un conocido común, entonces viene el relajo: uno ya sabe que está en confianza.
Vinculada con esa práctica, hay otra también muy llamativa y que no solo se produce en esos primeros encuentros: consiste en señalar sistemáticamente el tipo de relación que uno mantiene con otras personas, más allá de solo nombrarlas. Con ello se busca mostrar vínculos de amistad numerosos y densos, particularmente con personas de estatus alto en el grupo de referencia. Esta práctica se corona con la frase “llámalo/a de parte mía, es un amigo/a”, que muchos chilenos han dicho alguna vez. Esa práctica que se ve mucho en la élite, sorprendentemente se reproduce en los sectores medios.
Cada país o grupo tiene sus rituales de presentación ante los demás, pero en Chile, la finalidad social supera ampliamente el interés genuino de conocerse; se busca la presentación de uno mismo no como individuo, sino como parte de un grupo social cerrado y confiable. ¿Qué relevancia tiene esto más allá de lo anecdótico o de la lista larga de las particularidades de las clases medias chilensis que puede encontrar el foráneo?
En las columnas anteriores, definimos qué son las clases medias y sus aspiraciones, mostrando que puede haber una fuerte distancia entre considerar que uno pertenece a ese grupo y realmente serlo, debido a la desaparición de las identidades de clase tradicionales y los procesos de movilidad que han atravesado la sociedad chilena en las últimas décadas. Si lo que se entiende por clase media agrupa desde familias en situación de vulnerabilidad cercanas a la línea de pobreza, hasta hogares que tienen ingresos de hasta $2 millones, queda claro que tienen dificultades y aspiraciones muy diversas. La tercera columna hizo un zoom sobre las expectativas desmesuradas que estos grupos depositan en la educación universitaria.
“Cada país o grupo tiene sus rituales de presentación, pero en Chile la finalidad social supera ampliamente el interés genuino de conocerse; se busca la presentación de uno mismo no como individuo, sino como parte de un grupo social cerrado y confiable”.
En esta columna, exploraremos otra dimensión de la vida de las clases medias chilenas, que tiene poca visibilidad en la discusión pública, y que se relaciona directamente con las oportunidades que ofrece una sociedad: el uso del pituto, un importante recurso en la vida social al cual se echa mano muchas veces sin pensarlo demasiado, para compensar la falta de confianza hacia las instituciones y la falta de oportunidades. Dependiendo del grado de estabilidad económica y social de la familia, suele ser más o menos fundamental para sortear las dificultades de la vida cotidiana.
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Retomemos el encuentro del inicio: dos chilenos o chilenas escanean sus respectivas redes. ¿De qué les sirve “ubicar” socialmente al otro y generarle la idea que se cuenta con muchos amigos y conocidos? La razón esencial es que las redes son la base de muchas ventajas sociales. Desde el punto de vista del individuo y su entorno, y en palabras de un entrevistado de mis investigaciones sobre las clases medias, “un pituto es conocer a alguien que trabaje adentro de algo, de una institución, de una empresa y que te puede ayudar o que te puede conseguir alguna información o te puede facilitar alguna… pero es… va por ese lado digamos…”. O como señala un artículo publicado por el Colegio de Auditores de Chile, “mi próximo jefe es amigo de mi padre, mi nueva secretaria es vecina de un amigo, el gerente es primo del dueño… y así son miles de situaciones que avalan que en nuestro país el pituto es el rey de las áreas de selección de las empresas”. La clase media adhiere a la meritocracia, al menos en el discurso. Pero el mundo real donde operan los pitutos y las redes, está lejos de funcionar de esa manera.
De manera más precisa, la antropóloga mexicana Larissa Lomnitz se refiere a estas estrategias como “compadrazgo”: “un sistema de reciprocidad que consiste en el intercambio continuo de favores que se dan, se reciben y se motivan dentro del marco de una ideología de la amistad” (Lomnitz, 1994: 23). Mirado desde una perspectiva panorámica, el pituto, el favor o el compadrazgo, cualquiera sea el término que se use, consiste en una forma de regulación social, entre la economía de mercado y la redistribución de parte del Estado en base a las redes que todos poseemos, sean estas amplias o más bien limitadas.
No es una novedad en todo caso, pues este fenómeno se dio como parte del proceso de constitución de la clase media en Chile a partir de los años 1920, cuando el Estado por sus funciones en al ámbito docente, de salud, de fomento a la actividad económica, crece en base a la contratación de funcionarios para sus variados servicios. Estos, al tener un acceso privilegiado a los bienes públicos, los usaron como prebendas, muchas veces para compensar sueldos regulares, una lógica que tuvo ventajas para las clases medias, pero no aseguró el establecimiento de derechos para el resto de la sociedad (Barozet, 2006).
Anclado en la historia de la clase media chilena, este fenómeno perdura hasta hoy como un intercambio constante y sistemático de asistencia, ayuda, apoyo entre familiares, amigos y conocidos, ampliado ahora al sector privado. No es sólo un resabio de un pasado de tradiciones y de falta de modernización, sino que un capital más o menos amplio al cual todos recurrimos en el día a día. Se capitaliza como una deuda simbólica con los amigos y conocidos, a la vez que genera una reciprocidad importante y obligatoria en la vida social (Mauss, 1924).
“Desde una perspectiva panorámica, el pituto es una forma de regulación social, entre la economía de mercado y la redistribución del Estado, basada en las redes que todos poseemos”.
A pesar de lo crucial de este recurso, y de lo reñido que es con la meritocracia, espejismo que analizamos en la columna anterior, poco se comenta en Chile. Sin embargo, la extensión de esta práctica dice mucho de cómo las clases medias chilenas se las arreglan en el día a día y de cómo se distribuyen las oportunidades en esta sociedad.
En un país en el cual los servicios básicos son caros cuando son entregados por el sector privado y bastante deficientes, por escasez de recursos, cuando son públicos, conseguir ventajas y beneficios apelando a vínculos cercanos o más lejanos es crucial. Por ejemplo, obtener un cupo en un establecimiento educacional gracias a la cuñada que trabaja ahí; u obtener atención médica a la cual no se podría acceder por lo lento del sistema público y lo caro del sistema privado gracias al pololo de la prima que es enfermero ahí; o un bono adicional al que la ley determina porque el amigo de la universidad trabaja en la oficina que lo asigna; o levantar un parte mediante el suegro del cuñado, que es carabinero; o conseguir un empleo porque alguien ya conoce a una persona que trabaja ahí. Tener un pituto no necesariamente asegura el empleo si uno no tiene la formación o la experiencia adecuada, pero si uno es conocido o de confianza, entonces tiene una clara ventaja.
En parte esto es posible porque desde el otro lado, muchas veces quien buscar un empleado, tiene su mente pre-formateada para contratar personas “de confianza”, es decir lo más parecido a uno, al círculo al cual uno pertenece y que, por lo tanto, será el resultado de un pituto.
En términos de los círculos a los que se recurre con mayor frecuencia para obtener favores, los grupos conformados en etapas tempranas de la vida, tanto familiar (parentela extensa) como escolar o universitaria son los más recurridos. Estos círculos requieren rituales de mantención de los vínculos en las diferentes edades: reuniones familiares, llamadas telefónicas periódicas, correos electrónicos o tarjetas de navidad, pero sobre todo implican estar informándose constantemente del devenir de los demás en todas las ocasiones sociales que lo permiten. Así, estos círculos se pueden activar años después del último encuentro y no parecerá extraño hacerlo, debido a la fuerza de la socialización inicial.
Por ejemplo, llama la atención que los chilenos y chilenas manejan en general una gran cantidad de información sobre lo que hacen o los trabajos de otras personas, aunque no las conozcan personalmente, y puedan activar el intermediario que sí las conoce para pedir un favor a través de esta relación transitiva. Los favores hechos y recibidos pasan entonces a conformar una deuda entre las personas y uno sabe perfectamente a quien le ha hecho favores o a quien le debe. Y nunca falta el momento de la llamada o la conversación en que se le recuerda que tiene una deuda simbólica y se solicita un favor de vuelta, porque “se necesita”.
El mecanismo se apoya, en parte importante, en la manipulación del afecto: si está en una red de amigos del colegio, cuando le piden un favor le van a decir, “lo necesito”. Le van a trabajar el corazón de amigo, y le van a contar toda la historia de por qué lo necesita. Se establece lo que en antropología llamamos un “ritual de intercambio”. Hacer el favor le hace entrar en una red ritual de intercambio de favores y eso hace que cuando necesite algo podrá pedirle algo a ese amigo o a alguien que él conoce, por el principio de transitividad. Esta práctica no solo es muy eficiente para resolver problemas comunes en la vida social, sino que cementa la misma con una solidaridad orgánica.
Cuando investigué este fenómeno, me llamó la atención que los entrevistados, en general, partían denunciado a otros por recurrir a los pitutos. En cualquier conversación se condena a quienes los usan: la secretaria del escritorio del lado llegó por pituto, o que el jefe es el primo del gerente, con lo cual se subraya lo ilegítimo del empleo y de la posición que se ocupa. Por ello, este fenómeno puede ser calificado de flagelo, como lo hace Eda Cleary en The Clinic, pues obtener ventajas personales sobre la base de vinculaciones cercanas es a todas luces reñido con la justicia social y con el ideal de una sociedad abierta que nuestra elite pregona.
“Las clases medias, al tener un acceso privilegiado a los bienes públicos, los usaron como prebendas, muchas veces para compensar sueldos regulares. Esta lógica tuvo ventajas para las clases medias, pero no aseguró el establecimiento de derechos para el resto de la sociedad”.
Lo interesante, sin embargo, es que los chilenos y las chilenas de clase media tienen en general una relación poco reflexiva con esta práctica. Aunque todos nos indignamos ante los intercambios de favores que hace la clase alta o los arreglines de los políticos o el uso de la parentela para conseguir trabajo entre familias de elite, se observa el mismo fenómeno en las clases medias. A otra escala, por supuesto. Y con la diferencia que las clases medias están más necesitadas, porque sus recursos son limitados. Éstas, como lo hemos señalado, no cuentan con patrimonio para asegurar su movilidad social y si bien saben que la educación puede proveer ese futuro ascendente, en el panorama pasado y actual, no es garantía suficiente para conseguir un trabajo estable. Los que quedan fuera son los sectores populares, sin patrimonio, sin acceso a la educación y sin pitutos.
Los relatos de los chilenos de clase media sobre sus recorridos sociales y familiares están, en general, plagados de referencias al esfuerzo propio: todo lo que se tiene se debe a que uno “se esforzó”, se “sacó la mugre”. Se trata de una retórica del sacrificio, que choca de una manera u otra con esa otra práctica desde el uso de las redes que nos acompañan desde la infancia. Sin embargo, cuando se les pregunta a las personas si lo han usado en sus vidas y si les han ayudado, algunos reconocen el valor del pituto en su trayectoria y cuánto le deben a la ayuda solidaria de otros. Pero para llegar a esta toma de conciencia, cabe en general indagar en las historias personales.
Si miramos quienes han investigado esto en Chile y descrito este fenómeno, en general son todos extranjeros o chilenos residentes en el extranjero, fuera de escasos artículos en los medios. La primera persona que describe maestralmente el compadrazgo chileno a fines de los años 1960, la antropóloga mexicana Larissa Lomnitz, vaticinaba que esta práctica estaba condenada a desaparecer con la modernización de la vida social. Lomnitz atribuía en ese entonces una notoria importancia a este intercambio, que según ella podía ser considerado como el recurso estratégico del cual disponía el sector medio chileno y que le permitía asumir un papel de mediación entre sectores obreros y élites, secundada en ese entonces en su acceso al Estado primero por el Partido Radical y luego por la Democracia Cristiana. Afirmaba incluso que se trataba de un “criterio crucial para la membresía dentro de la clase media” (Lomnitz, 1994: 19).
“En un país donde los servicios básicos son caros cuando son privados y bastante deficientes cuando son públicos, conseguir ventajas y beneficios apelando a vínculos es crucial”.
Su aporte es la base de mi trabajo sobre intercambio de favores en las clases medias, tema en el que me interesé al poco de llegar a Chile, a comienzos de los ‘90, cuando el país se consideraba el laboratorio del neoliberalismo y era definido como el “jaguar de América Latina”. Es esa época recuerdo una escena, que como la del principio de esta columna, es también un ritual muy chileno: una amiga de clase media, recién egresada de una prestigiosa universidad me dijo que necesitaba trabajo y ante mi atónita mirada, en vez de mandar su CV a empresas de su rubro (como cabía esperarlo en un país dominado por el neoliberalismo y por la idea del triunfo de los mejores), abrió su libreta telefónica y llamó a sus contactos, amigos y familiares, poco de ellos relacionados con sus estudios. A las pocas semanas estaba trabajando. Desde esos años, no he dejado de mirar atentamente como se practica el pituto. Debo confesar que, al comprender las reglas del juego, también aprendí a recurrir a él para navegar en la sociedad chilena.
¿Es entonces la educación superior el recurso más crucial para asegurar la movilidad y la salida de la vulnerabilidad de las clases medias chilenas? En muchos casos sí, pero siempre y cuando venga sazonada con redes personales y una buena dosis de amistad y necesidad, pues el pituto es parte de la estructura defensiva de la clase media.
Referencias
BAROZET, E. 2006), “El valor histórico del pituto: clase media, integración y diferenciación social en Chile”, Revista de Sociología del, N°20, 2006, pp.69-96.
LOMNITZ L. (1994). “« El compadrazgo », reciprocidad de favores en la clase media urbana de Chile”, en Redes sociales, cultura y poder: ensayos de antropología latinoamericana, México, FLACSO.
MAUSS, M. (1960[1924]). “Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques”, en Sociologie et anthropologie, París, PUF.