Las mujeres invisibles en la planificación urbana en Chile
26.01.2017
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26.01.2017
El 19 de octubre de 2016 la Conferencia de las Naciones Unidas sobre vivienda y desarrollo urbano sostenible que determina la Nueva Agenda Urbana (Hábitat III), vivía su tercera y penúltima jornada en Quito (Ecuador). El mismo día, hubo manifestaciones masivas en gran parte del continente que denunciaron la violencia hacia las mujeres provocadas por los feminicidios, los que subieron las ya altas tasas de esos crímenes en distintos países. Bajo el lema “Ni una menos”, cientos de miles de latinos –y sobretodo latinas– repletamos las calles de nuestras ciudades a lo largo de toda Latinoamérica.
Según estudios de la CEPAL, sólo en 2014 hubo 1.678 feminicidios en Latinoamérica y el Caribe. La cifra es más impactante aún si se considera que siguen en aumento y que el 98% de estos delitos –según ONU Mujeres– se mantiene en la impunidad. Este escenario podría ser aún más crítico si a esa cifra se suman aquellas que no manejan los organismos oficiales, como crímenes por lesbofobia o transfobia, que en muchos países e indicadores a nivel latinoamericano no califican como feminicidios.
En este contexto, es válido preguntarse si la planificación y el diseño urbano han sido testigo, cómplice y reproductor de este histórico fenómeno de desigualdad. ¿Cómo incentivamos y desarrollamos una planificación, gestión y diseño igualitario de nuestras ciudades? ¿Está incorporado el enfoque de género en la planificación de las ciudades chilenas? Esas interrogantes cobran ahora nueva fuerza ya que en Hábitat III al fin se ha logrado –aunque tibiamente– que se consideren en la agenda urbana.
Luego de la aparición de la ciudad industrial en el siglo XIX, las grandes urbes modernas fueron planificadas y diseñadas con el fin de mantener una estrecha relación del individuo con el trabajo. A mitad del siglo pasado, la optimización de procesos, priorización del vehículo por sobre el peatón y densificación, tenían como fin el desarrollo de una ciudad más productiva y eficiente que elevara las cifras de orden económico. Todos ámbitos que han sido asignados como propios a los hombres, debido a que se le ha entregado mayor protagonismo como principal fuerza de trabajo.
Lo anterior provocó en este incipiente escenario neoliberal que las ciudades no consideren en su diseño y planificación a la mujer como parte y usuaria de la urbe y, a su vez, como componente fundamental de la organización, reproducción y funcionamiento de nuestra sociedad y sus espacios urbanos. Esto marca un precedente importante para analizar la configuración social y espacial de las ciudades actuales cuando hablamos de una perspectiva de género.
Si bien el debate sobre la ciudad y lo urbano continúa presente, hay un factor que muestra el cambio: la ciudad ya no gira en torno a la industria, sino que está comenzando a girar en torno a sí misma, convirtiendo el espacio en una nueva forma de producción y reproducción de capital y patriarcado, transformándolo en un espacio en constante disputa. Este debate se ha expresado en Chile, que vive una fase neoliberal, en una ciudad para muchos pero construida y planificada por pocos, con bajos o nulos niveles de planificación y regulación por parte del Estado. Peor aún, con cuestionables sistemas de participación de quienes la habitamos, siendo el único factor determinante el mercado de suelo y su función económica más que social.
Este modelo expansivo y desregulado de la ciudad trae consigo no sólo desigualdades de clase y segregación socio espacial. También genera desigualdades de género que se viven cotidianamente, y que deberían ser materia de las políticas sociales y urbanas del país.
El caso de Santiago es interesante para analizar las desigualdades de género en el desarrollo urbano, pues expresa en muchas dimensiones las consecuencias del modelo urbano actual. Desde la primera mitad del siglo XX la ciudad ha vivido un alto nivel de crecimiento, el que desde los años ‘80 se ha basado en la construcción masiva de viviendas sociales a través de subsidios que entregan una gran potestad al sector privado en el desarrollo urbano-residencial. Ello ha generado largos debates sobre la segregación y desigualdad urbana[1], ejemplificados por la pobreza de la periferia, inseguridad y violencia. Sin embargo, lo que pocas veces se explicita es que esa violencia afecta particularmente, y en mayor medida, a las mujeres.
La política de vivienda social en Chile se fundamenta en sistemas de selección que miden niveles de vulnerabilidad social y pobreza, donde mujeres madres solteras tienen altos puntajes, así como las familias con muchos hijos. El producto de esta selección es generalmente una vivienda de escasos metros cuadrados y en comunas periféricas, allí donde se han concentrado las poblaciones de vivienda social y, por lo tanto, configuran paños homogéneos de pobreza, sin equipamientos ni servicios.
Para la mujer y madre soltera esta situación genera gran conflicto: implica una re-localización lejos de las redes vecinales o familiares, lo que suma dificultades respecto del cuidado de los hijos al punto de tener que abandonar su trabajo, buscar uno más cercano o simplemente no postular a vivienda social, porque el rol impuesto de labor reproductiva y maternidad le impide dejar a los niños solos.
Las cifras sobre la potencial demanda educacional pública para niños entre 0 y 5 años, son elocuentes: menos del 10% de la oferta de salas cunas se encuentra en un radio aceptable de 2 kilómetros[2], por lo que se entiende que entre el 49% y el 76% de las madres reclamen problemas de ubicación y lejanía de estos centros.
De allí la urgencia de que la planificación aborde la necesidad de abastecer de manera homogénea los servicios de cuidado de niños (jardines infantiles y salas cunas) a lo largo de todo el territorio y sobre todo en los lugares de mayor concentración de la oferta laboral.
En el caso de las familias numerosas sucede una situación similar: generalmente se le otorga a la mujer el rol de dueña de casa y cuidadora de los hijos en la nueva vivienda. Esta situación se condice con los datos entregados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que indican que en los países en vías de desarrollo, el hombre dedica en promedio 1,5 horas a labores no remuneradas de un total de ocho horas diarias, mientras que la mujer dedica cuatro horas de un total de 9,5 horas en la misma jornada[3].
Esta creciente incorporación femenina al empleo en las ciudades, contrasta con la situación masculina, ya que la mujer, además de adquirir un rol activo en la economía, sigue cargando con la mayor parte de la responsabilidad doméstica. Esto genera un doble efecto: una ilusión de reconocimiento y derechos, y una doble explotación, lo que produce dobles dificultades y condiciona las oportunidades laborales.
Lo anterior no solo provoca un problema laboral. El nivel de hacinamiento que generan las condiciones de la vivienda social, produce pérdida de privacidad, dificulta la vida en pareja y profundiza conflictos familiares que terminan en actos de violencia que generalmente es ejercida por el hombre. Esto último es producto de la relación de poder desigual de lo masculino hacia lo femenino, el que se reproduce y refuerza en el seno de la familia. Este desequilibrio se agudiza por la imposibilidad de la mujer de salir al mundo laboral y alcanzar la independencia económica, lo que le otorgaría mayor libertad por sobre el control económico del hombre, permitiendo a la vez fracturar el rol masculino de “jefe de familia”.[4]
De hecho, estudios dan cuenta de la estrecha relación entre la violencia intrafamiliar ejercida contra la mujer y el hecho de que esta trabaje[5]. Una cifra para graficar: en Chile, en los tres primeros quintiles las jefas de hogar son mayoritariamente de sexo femenino.[6]
Estos son ejemplos de cómo la política de vivienda, al no incorporar una perspectiva de género, expresa la violencia hacia las mujeres y la reproduce de diferentes maneras.
Es necesario puntualizar que no es el propósito de esta columna entrar en una crítica profunda sobre lo que se ha hecho en materia de vivienda en el país. Lo que buscamos es utilizar algunos ejemplos para pensar en qué transformaciones se hacen urgentes y necesarias. Esto implica cambiar las dinámicas machistas, una arista a incorporar en la modernización de programas que consideren las redes vecinales, los espacios públicos, privados y su relevancia para la convivencia familiar. Ello también presupone cuestionar el rol protagónico que se le da al sector privado con mínimas exigencias de regulación.
Junto a lo anterior, la violencia machista también se manifiesta en el espacio público, principal campo de estudio de los urbanistas. Ejemplos hay muchos. Uno de ellos es la inseguridad producida por la escasa iluminación o la mono funcionalidad de algunos espacios de la ciudad, lo que disminuye su uso en ciertos horarios del día o la semana y genera áreas muertas que, en muchos casos, son apropiadas por hombres, donde las mujeres se sienten vulnerables a asaltos y delitos sexuales. Otro es la publicidad sexista, la que se ha convertido en un paisaje permanente de las principales avenidas y paseos de la ciudad, donde se refuerza la cosificación femenina y los roles sexo-género socialmente impuestos.
En este punto es importante apuntar a que la perspectiva de género se incorpore en los diferentes planos de la planificación. Por ejemplo, diseñar espacios seguros con mixtura de usos, mobiliario urbano con luminaria y equipamientos accesibles[7], entendiendo que tras esto debe existir un gobierno local fortalecido, que reconozca y pueda trabajar los problemas directamente con sus usuarios. Otra forma de enfrentar esta violencia sería la regulación de la publicidad[8] en el espacio público, la que debiese incorporar la promoción de la igualdad y libertad entre hombres y mujeres o, por lo menos, prohibir la promoción del machismo en una primera instancia.
Para pensar la ciudad y la planificación urbana con perspectiva de género es necesario incorporar este debate en nuestra disciplina. Las dificultades y desigualdades que genera la sociedad machista y patriarcal permea distintos espacios y se reproducen en el urbanismo. Por ello, abordarlo como parte de la formulación, evaluación, diseño y gestión y de toda política urbano habitacional es fundamental para generar ciudades donde todas y todos seamos admitidos bajo las mismas condiciones, superando proyectos y programas aislados o intervenciones del tipo “acupuntura urbana”.
Debemos impulsar estrategias con perspectiva de género conscientes, validadas por procesos de co-construcción y que definan políticas, programas y proyectos con mayor seguridad y transversalidad, dejando atrás la visión heteronormada y que posibiliten el uso igualitario de lo que ofrecen nuestras urbes, ejerciendo el derecho pleno a la ciudad.
Es imperante avanzar hacia la institucionalización del componente género en todas las escalas de planificación y de manera intersectorial (territorial, social, de salud, género, educación, seguridad, entre otros). Ello permitirá visibilizar y mejorar las condiciones de nuestros barrios y ciudades con un enfoque integral e inclusivo. De lo contrario, estaremos emulando lo sucedido el 19 de octubre pasado, donde mientras a dos cuadras de la Conferencia Habitat III se manifestaban cientos de mujeres y hombres en contra de la violencia de género, importantes autoridades de nivel mundial hacían caso omiso a esta manifestación, discutiendo a puerta cerrada “políticas urbanas de inclusión”.
[1] Tapia, Ricardo (2011). Vivienda social en Santiago de Chile. Análisis de su comportamiento locacional, periodo 1980-2002. Revista INVI. Santiago.
[2] Dussaillant, Francisca (2012). Asistencia de niños a establecimientos preescolares: aproximándonos a la demanda a través de un análisis de las elecciones de cuidado y trabajo de los hogares. Centro de Estudios MINEDUC. Santiago.
[3] Las Mujeres en el trabajo, tendencias 2016. Organización Internacional del trabajo. 2016. Ginebra.
[4] Ducci, M. E. (2007). La política habitacional como instrumento de desintegración social. Efectos de una política exitosa. En M. J. Hidalgo, 1906/2006. Cien años de política de vivienda en Chile (págs. 107-123). Santiago: UNAB
[5] Intervención de Ximena Valdés en el contexto de los talleres de debate en torno a ciudades más seguras para tod@s: “Perspectiva de género para enfocar la violencia en los guetos de Santiago”. Programa Regional “Ciudades Seguras: Violencia contra las mujeres y políticas públicas”. Sur Corporación. 2007.
[6]Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional 2013. Ministerio de Desarrollo Social. 2015. Santiago.
[7] Noguera, María (2013). Planificación y gestión con perspectiva de género. Revista Planeo Nº 13. Santiago.
[8] Definida en el artículo 2.7.10 de la Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones sobre instalación de publicidad en la vía pública y respecto de las empresas que realizan actividad económica que podría ser vista u oída desde aquella.
Fernando Toro Cano es arquitecto, candidato a magister en Dirección y Administración de Proyectos Inmobiliarios de la Universidad de Chile, profesor instructor de Urbanismo en la UTEM, ayudante en asignaturas de Urbanismo en la Universidad de Chile, coordinador de la muestra Academia y Sector público XX Bienal de Arquitectura y Urbanismo 2017 e integrante de la comisión “Ciudades y Territorio” de Revolución Democrática.
Valentina Saavedra Meléndez es egresada de Arquitectura de la Universidad de Chile, estudiante de Magíster en Urbanismo en la Universidad de Chile, ex presidenta de la FECh (2014-2015) y miembro de la dirección de la Izquierda Autónoma.