Haciendo política a punta de eslóganes y sin poder dejar contento a nadie
27.12.2016
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27.12.2016
Mis amigos uruguayos continúan mofándose de Alexis Sánchez. Tras sus declaraciones luego de la victoria de Chile en el partido del infame “dedo de Jara” (dijo “no sentir las piernas” durante el primer tiempo), es visto en Uruguay como alguien que “no tiene lo que hay que tener” para jugar al fútbol. No importa cuántos goles convierta y cuán bien juegue, Alexis, sigue siendo visto así. En buena medida también porque el estúpido mito del Alexis “poco viril” coincide con la anacrónica percepción más generalizada en Uruguay de que Chile, en el fútbol, nació para perder partidos importantes. Subestimar a Alexis y al Chile bicampeón le ha costado caro a la celeste. Pero seguramente los uruguayos seguirán creyendo que Alexis no vale nada en la cancha y que Chile no es un equipo digno del mismo respeto que generan otras selecciones.
El caso uruguayo muestra que maximizar instrumentos como gratuidad, democracia, y carácter estatal, no necesariamente garantizan el logro de objetivos clave para todo sistema universitario: inclusión y equidad, constituir comunidades académicas plurales, libres y participativas
El último Chile-Uruguay yo lo viví en la tribuna Andes, junto a mi hijo chileno y en medio de la hinchada de la roja. Ni bien hubo una jugada disputada, varios de los que estaban cerca de mí comenzaron a pifiar al grito de “Uruguayos cochinos”. Como en el caso de Alexis, ese discurso fácil y aprendido durante años, sale casi automáticamente, sin tener en cuenta que, de acuerdo a la estadística oficial de la Conmebol, en esta eliminatoria (así como en la Copa América 2011 y en los sudamericanos sub-20 de 2011 y 2015), la celeste es la campeona del Fair Play.
De modo simétrico a la afición futbolística uruguaya, la de Chile sigue actuando como “campeón moral”. Esto, aún cuando ya ha sido dos veces campeón en serio, y aún cuando, el primer título se ganó con Jadue en la ANFP, con el hoy moralmente cuestionado Sampaoli en la banca, y con un jugador que estuvo en la cancha cuando debió estar procesado por poner en riesgo la integridad del prójimo al estrellar una Ferrari cuando manejaba borracho y a alta velocidad en el Acceso Sur.
Seguramente, al terminar de leer esta última frase usted piense que lo escribió un “uruguayo picado” (y seguramente cochino). No voy a gastar tinta en tratar de convencerlo que como padre de dos chilenos no puedo sino alegrarme de que crezcan viendo a una roja exitosa y ganadora. No importa lo que escriba, sé que probablemente no lo convenza. Y eso sucede por mecanismos de refuerzo cognitivo que son propios de cada sociedad y grupo humano.[1] De esos mecanismos, y de los sesgos que introducen al analizar y actuar sobre la realidad es que me interesa escribir en el resto de esta columna.
Más allá de la chanza, los anteriores son ejemplos de cómo las sociedades a veces se quedan fijadas a discursos hegemónicos engañosos. Esos discursos, que nos resultan cognitivamente confortables, distorsionan la realidad, o solo iluminan aspectos convenientes de ella. Y por eso, no constituyen una buena base para orientar el debate ni diseñar políticas públicas. Menos aún, cuando esas ideas fijas se transforman en eslóganes y se exige que las políticas públicas los reflejen.
Aunque esta situación es propia de sociedades en que abundan los ciudadanos mono-temáticos (ver columna Por qué usted puede estar ayudando a la crisis de nuestra democracia), su efecto distorsionador de la realidad se multiplica en contextos como el que hoy vive Chile en que el sistema político tiene problemas de legitimidad y es débil al canalizar y mediar las preferencias sociales. Cuando un sistema político pierde capacidad de mediación, no logra hacer conversar y negociar a quienes poseen intereses contrapuestos. Y sin ese diálogo y negociación, al igual que en las hinchadas futbolísticas, predominan el prejuicio y la trinchera.
En dicho contexto, eslóganes engañosos pueden terminar convertidos en preferencias irrenunciables que se trasforman en el molde donde deben encajar las políticas públicas: y toda reforma que no satisfaga a rajatabla el eslogan parecerá insuficiente a sus defensores. Mientras tanto, persiguiendo la ilusión de recuperar la legitimidad perdida, los gobernantes concederán más y más espacio al “eslogan”, avasallando otros ideales normativos igualmente relevantes que el que creen estar maximizando. La tenebrosa realidad que deben enfrentar hoy los científicos chilenos (especialmente los jóvenes) y la presencia de incentivos que premian la cantidad de papers más que la calidad de la investigación (ver columna Ciencia sin alma: la impronta neoliberal en la investigación científica chilena), tiene mucho que ver con la maximización de los ideales que inspiraron las reformas introducidas por la dictadura en el sistema universitario (estimular grados absurdos de competencia al asignar recursos en base a criterios cuantitativos –y bastante miopes– de productividad científica).
El devenir actual de la reforma educacional en Chile es, en mi opinión, un buen ejemplo de cómo un sistema político sin capacidad de articular la representación de distintos grupos sociales y de lograr, por tanto, una mediación legítima entre los intereses que movilizan a esos grupos, corre el riesgo de quedar preso del slogan. La transformación de algunos de esos eslóganes en objetivo no negociable para la política pública no deja a nadie contento. Por un lado, ningún slogan puede ser logrado completamente en una sociedad real. Por otro, al maximizar un único objetivo, usualmente se pasan a llevar otros igualmente relevantes.
Para el movimiento estudiantil chileno, Uruguay posee un sistema universitario público que se parece mucho a un modelo ideal: se trata de un sistema completamente estatal, es totalmente gratuito, y se gobierna mediante un régimen tri-estamental. La presencia de estos tres instrumentos se asocia a un sistema que se percibe como más equitativo, libre de lucro (y posiblemente por ello, de mayor calidad) y que garantiza la democracia universitaria.
El problema es que entre esos imaginarios y la realidad, hay un abismo. La profundidad de ese abismo sirve para ilustrar cómo, maximizando los instrumentos (gratuidad, tri-estamentalidad y propiedad estatal) se puede complicar (en lugar de facilitar) el logro de los objetivos que persigue el movimiento estudiantil chileno.
Solo a modo de ejemplo, en Uruguay, la matrícula educativa entre los 12 y 17 años alcanzaba en 2013 solamente al 87% de la población mientras en Chile ascendía al 95% (datos de SITEAL 2015). Este indicador refleja también los problemas de repitencia y rezago educativo que se generan en el tramo de educación primaria y que llevan a una deserción temprana en secundaria, lo que se traduce en un calamitoso porcentaje respecto a la población que logra culminar la educación secundaria (41% en Uruguay contra un 83% en Chile, también según datos de SITEAL 2015). Dicho más claramente, de cada 10 niños que entran en el sistema educativo, solo cuatro terminan la enseñanza media en Uruguay, mientras en Chile lo hacen ocho.
Cuando el sistema político pierde capacidad de mediación, no logra hacer conversar y negociar a quienes poseen intereses contrapuestos. Y sin ese diálogo y negociación, al igual que en las hinchadas futbolísticas, terminan predominando el prejuicio y la trinchera
Pero, ¿qué pasa con la equidad? Bueno, si analizamos el mismo dato según nivel socioeconómico, mientras el 60% de los jóvenes uruguayos de nivel socioeconómico alto culmina secundaria, solo lo hace un 24,4% de los jóvenes de nivel socioeconómico bajo. Aunque Chile también tiene un problema importante de equidad, la brecha entre niveles socioeconómicos es mucho menor (94,5% en el nivel alto, 75% en el nivel bajo). Y la tendencia en el tiempo es clara: mientras Chile logró entre 2000 y 2013 reducir en un 10% la brecha de matrícula entre segmentos socioeconómicos, Uruguay solo logró hacerlo en un 2%, al tiempo que la matrícula total solo se expandió 0,5%.
Seguramente usted se preguntará por la calidad, pues es sabido que la educación chilena lo hace muy mal en ese plano. Bueno, tampoco ahí los resultados son mejores en Uruguay, según el estudio PISA 2015 recientemente publicado. A su vez, al considerar las diferencias socioeconómicas respecto a la calidad, la brecha entre sectores socioeconómicos que presenta Uruguay, un país con menos desigualdad socioeconómica que Chile, es bastante mayor.
En resumen, a nivel de educación pre-básica, básica y media la situación uruguaya es calamitosa. La única comparación en que supera a Chile es en la tasa de cobertura de educación pre-básica, un área en la que Chile se ha quedado relativamente estancado a pesar de la evidencia disponible sobre los decisivos efectos que posee la estimulación temprana en el desempeño educativo futuro. Con todo, este retraso inicial chileno vuelve el caso uruguayo aún más grave pues partiendo desde condiciones mejores, todo se desbarata más adelante.
Para ser justos, los jóvenes universitarios chilenos no ven como un modelo a todo el sistema educativo uruguayo, sino esencialmente al sistema universitario, dentro del cual consideran a la Universidad de la República (Udelar) como un referente. El problema es que ese sistema universitario está operando, hace años, sobre un sistema de educación básica y media que produce altos grados de inequidad (tanto en sus tasas de deserción como aprendizaje), por lo que lógicamente no puede más que reproducir esa inequidad de base. Además, los resultados comparativos respecto al desempeño de la Udelar tampoco son tan positivos.
Si tomamos el QS World University Ranking de 2016, la Pontificia Universidad Católica (PUC) alcanza el puesto 147 a nivel mundial mientras que la Universidad de Chile se ubica 200; la Udelar aparece en el lugar 700 en una posición similar a la Universidad de Talca, la onceava universidad chilena, según el mismo ranking. A nivel latinoamericano la Udelar está en la posición 39. Una situación similar muestra el reciente estudio del The Center for World University Rankings. La Udelar se ubica en el puesto 845, mientras que algunas universidades chilenas rankean bastante mejor: PUC en el 381; U. de Chile en el 440.[2]
¿Por qué, siendo que Uruguay lleva ya más de diez años de gobierno de una coalición de centro izquierda como el Frente Amplio, todo intento de reforma estructural al sistema ha sido rápidamente desbaratado sin producir un atisbo de movilización estudiantil?[3] A pesar de los encendidos discursos públicos, ni los presidentes Tabaré Vázquez ni José Mujica ni nuevamente Vázquez han podido reformar el fallido modelo educativo uruguayo.[4] Han fracasado en parte por el enorme poder de veto que han ejercido los sindicatos de la educación sobre el liderazgo político del Frente Amplio.
Lo curioso es que pese a su mala calidad, la Udelar se ha convertido en un modelo a emular frecuentemente mencionado por algunos grupos de estudiantes chilenos. No importa cuanta desigualdad produzca el sistema educativo actual, el “marketing” del caso uruguayo a nivel internacional resiste[5].
Lo que interesa de la situación uruguaya no es su trayectoria en sí, sino más bien su contribución como contraejemplo para pensar el devenir de la reforma educativa en Chile. Con el trasfondo de las movilizaciones de 2011, el gobierno de la Presidenta Bachelet ha acometido una extensa serie de reformas intentando responder a las demandas del movimiento estudiantil. Más allá de cuestiones puntuales, y otras que exceden la temática de esta columna, las reformas tienen, en mi opinión, tres características relevantes.
Primero, la prioridad que se le ha dado a los distintos componentes de la reforma responde claramente a objetivos políticos (lo cual es por supuesto esperable). Esencialmente, se ha buscado apaciguar al movimiento social. Como se ha dicho, se ha priorizado la reforma universitaria antes que la universalización de la educación pre-escolar (los infantes no marchan), a contramano de todo lo que sabemos sobre el impacto de cada una en generar igualdad de oportunidades.
En contextos como el que hoy vive Chile, eslóganes engañosos pueden terminar convertidos en preferencias irrenunciables que se trasforman en el molde donde deben encajar las políticas públicas: y toda reforma que no satisfaga a rajatabla el eslogan parecerá insuficiente a sus defensores
Segundo, a pesar de su motivación política, las reformas no logran generar el apoyo y la legitimidad que sus autores ambicionan no importa qué se anuncie ni cuánto se prometa reformar. Para algunos las reformas son sumamente exageradas e ideológicas; para otros, son francamente insuficientes y conservadoras. Si bien siempre hay algo de esto en todos los casos, los problemas que enfrenta el sistema político chileno para encauzar la representación de distintos grupos, y la mediación entre intereses en conflicto, produce la incapacidad de legitimar las reformas (para un lado y para el otro). Sin poseer lazos orgánicos con el movimiento social, las elites políticas dan “palos de ciego”, intentando reconstituir la legitimidad perdida al tiempo que se administran y redistribuyen recursos francamente escasos, y se los orienta a satisfacer retóricamente las demandas (“los eslóganes”) del movimiento social. En otras palabras, el problema no es técnico, sino político.
Tercero, la reforma se ha disputado en torno a eslóganes centrados en instrumentos, más que en objetivos. Y se recurre a esos eslóganes como fetiche. De ellos tres son dominantes en el discurso sobre reforma universitaria: la “gratuidad”, la “democratización” y el carácter “estatal” de las instituciones a las que debe ir dirigido el gasto público. Aquellos eslóganes han pasado a ser fines en sí mismos, más que instrumentos para lograr objetivos socialmente valorables. Dicho de otro modo, son pensados como factores necesarios y suficientes (en conjunto) para lograr objetivos que personalmente me parecen irrenunciables: tender hacia la equidad de oportunidades en la sociedad, democratizar las comunidades universitarias, evitar el lucro y contravenir el principio de subsidiariedad del estado en la educación.
La Udelar es tal vez uno de los casos reales en que los tres instrumentos que se busca priorizar en Chile se encuentran simultáneamente más presentes. ¿Qué nos indica el ejemplo de la Udelar respecto a la capacidad de alcanzar los objetivos que abrazamos como ideal, a través de maximizar los tres eslóganes?
La Udelar no cobra matrícula a sus estudiantes, quienes tampoco deben rendir un examen de ingreso. La universidad es abierta y gratuita (si uno logra, eso sí, culminar el ciclo de educación media). Por esta razón, los cursos iniciales son sumamente masivos. A modo de ejemplo, la universidad ha debido recurrir en el pasado al arriendo de viejos cines, para poder acomodar a los estudiantes en sus cursos de primer año. Sin embargo, las generaciones se descreman rápido, y quienes terminan egresando titulados son una fracción relativamente menor de quienes alguna vez se inscribieron en una carrera. Y es probable que la deserción se encuentre muy estratificada en términos socioeconómicos, haciendo que los efectos de la gratuidad sobre el objetivo de la equiparación de oportunidades sean muy limitados.
Esto, porque aunque la universidad sea gratuita, el costo de realizar una carrera universitaria sin apoyo familiar es alto. Quienes pueden pagar el costo de oportunidad de hacer una carrera son en general aquellos que más tienen. Y las becas, aunque las hay, históricamente han cubierto a un porcentaje muy pequeño de estudiantes y sus montos no son suficientes para hacer frente a los costos de una vida universitaria. Esas becas, a su vez, son financiadas por el “Fondo de Solidaridad”, al que deben contribuir, según una paramétrica asociada a su remuneración, todos los egresados de la Udelar durante su período de vida activo (es decir, el sistema no es gratuito como se cree en Chile, sino que se paga al egreso y hasta jubilar). No obstante, el Fondo de Solidaridad no alcanza más que financiar de modo sumamente marginal el funcionamiento de la Udelar.
De este modo, toda la sociedad –a través del cargo al presupuesto nacional- paga por la educación universitaria de quienes tienen el privilegio de culminar educación media y pueden solventar sus gastos mientras van a la universidad. Seguramente, un sistema algo más selectivo a la entrada y con becas más masivas y generosas para aquellos que las necesiten, terminaría generando resultados mucho más equitativos que el sistema actual.
Segundo, la Udelar se gobierna de acuerdo a un sistema tri-estamental en que los tres órdenes (estudiantil, de egresados, y de académicos) comparten la toma de decisiones bajo una modalidad de participación democrática. Aunque este sistema tiene en principio muchas virtudes, su omnipresencia en la vida universitaria puede devenir en una serie de inconvenientes. Por un lado, en la práctica, la tri-estamentalidad vuelve muy difícil introducir cambios en el funcionamiento de la universidad. La incapacidad de cambiar rápido, para adaptarse a un contexto global en que los cambios son permanentes, es francamente inconveniente para una institución que debe jugar un rol fundamental como motor de cambio e innovación en cada sociedad.
Por otro lado, la tri-estamentalidad y la toma de decisiones “por mayoría” genera incentivos propicios al “populismo estudiantil”. Esto permite, por ejemplo, que las elecciones de autoridades terminen eventualmente siendo “mal” definidas por criterios políticos o por criterios de personalidad (empatía o no con el orden estudiantil o con el casi siempre conservador orden de egresados). Lo mismo podría decirse respecto al diseño de los planes de estudio, los que sin duda deben definirse con participación activa de los estudiantes, pero en que también debe preservarse la capacidad del cuerpo académico de definir contenidos y orientaciones básicas. En definitiva, como todo sistema con reglas mayoritarias, la democracia –ilimitada– introduce el riesgo de vulnerar los derechos de las minorías. Y esto en una comunidad universitaria es riesgoso.
Siendo extranjero y agnóstico, como académico de la PUC, valoro enormemente contar con lo que los académicos denominamos libertad de cátedra. Una comunidad universitaria plena no existe en ausencia de la libertad de pensar libremente e investigar sobre la temática que a uno le parezca relevante. En este sentido, el espacio universitario es, por definición, uno en que los diferentes pueden discutir sus puntos de vista de modo riguroso y civilizado, sin tener, necesariamente, que ponerse de acuerdo más que en el método y el respeto a reglas de juego elementales.
Una comunidad académica en que las horas docentes o los fondos de investigación se distribuyan de modo meramente “democrático” (es decir, por un voto de mayoría) corre el riesgo de vulnerar la libertad de cátedra de quienes se encuentran en una posición minoritaria. Y esa eventual vulneración de la libertad de cátedra termina empobreciendo a la propia comunidad que la propicia. La universidad es diversidad, no hegemonía. Y aunque hay otros mecanismos que pueden vulnerar el pluralismo universitario, la toma de decisiones mayoritaria como criterio absoluto también puede limitarlo seriamente.
Finalmente, la Udelar es de carácter completamente estatal y se encuentra inserta en un mercado universitario sumamente limitado ya que existen solamente otras tres universidades privadas, las que cuentan con un peso muy minoritario en cuanto a la matrícula. Adicionalmente, dichas universidades se encuentran, de hecho, regidas por parámetros que fija la Udelar. En otras palabras, la Udelar no tiene una competencia real, a excepción de algunas carreras muy puntuales. Aplicando una lógica lineal, el carácter estatal de la universidad (e implícitamente, de gran parte del sistema universitario uruguayo) debiese tender a generar más bienes públicos que otros que poseen mayor participación del sector privado.
Siendo extranjero y agnóstico, como académico de la PUC, valoro enormemente contar con lo que los académicos denominamos libertad de cátedra. Una comunidad universitaria plena no existe en ausencia de la libertad de pensar libremente e investigar sobre la temática que a uno le parezca relevante
Obviamente, la comparación es difícil porque los sistemas universitarios no operan en un vacío ni disociados de las características de las sociedades en las que se encuentran insertos. No obstante, a juzgar por parámetros de equidad en el egreso, así como por su productividad científica y tecnológica (patentes e innovación), la Udelar, en promedio, no parece destacar en el contexto regional por su capacidad de producir bienes públicos (más allá de las políticas de extensión al medio externo propias de toda universidad que se precie). Si se consideran las diferencias entre matrícula inicial y tasa de egreso (nótese el derroche que la masividad de la misma genera en los primeros años de cada generación), tampoco parece ser una institución destacada en términos de la eficiencia en el uso de los recursos públicos.
En síntesis, el caso uruguayo ilustra como la maximización de los objetivos de gratuidad, democracia y carácter estatal, no necesariamente garantizan el logro de objetivos clave para todo sistema universitario: lograr la inclusión y equidad; constituir comunidades académicas plurales, libres, y participativas; y producir bienes públicos como contrapartida de la asignación de los recursos que la sociedad invierte en la institución.Como todo en la vida, el demonio está en los detalles, y la gracia, en conciliar las tensiones que distintos instrumentos generan sobre objetivos que como sociedad nos parecen igualmente valorables.
La capacidad de administrar esas tensiones se pierde cuando la política se reduce al eslogan. Y más aún, cuando el eslogan se fundamenta en discursos que, aunque hegemónicos, son tan sesgados y engañosos como los que genera la rivalidad futbolística. Cuando no hay posibilidad de diálogo, se opera en base a eslóganes y prejuicios. Y hasta los fríos tecnócratas sucumben ante la necesidad de generar algo de apoyo para sus reformas.
En otras palabras, el problema que el sistema político chileno posee hoy para acometer la reforma educativa es tan técnico como político. Y en ese sentido, no solo refleja los problemas de la educación, sino los de una sociedad en que cada vez es más difícil gobernar y emprender reformas. Sin capacidad de articulación y mediación política real es imposible dejar de discutir eslóganes (desde una y otra trinchera) para avanzar en una discusión menos estridente y seguramente más aburrida, pero al mismo tiempo más profunda y necesaria para construir una reforma de mejor calidad y con más capacidad de institucionalizarse y lograr alcanzar los ambiciosos objetivos que a todos nos desvelan.
Para muchos, aquellos lógicamente hastiados de la “política de los consensos”, la necesidad de diálogo y negociación a la que aquí he referido puede sonar a una vuelta al juego político de la transición que el movimiento social ha contribuido a poner en jaque. Según Fernando Atria, por ejemplo, la “política de los consensos” contribuía a que siempre ganaran los mismos. Y eso es cierto (ver columna Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres). Pero en mi opinión, satanizar la negociación y negar así su rol esencial para la articulación de la representación de distintos intereses, es exagerar el punto.
La clave no está en patear el tablero, sino en asegurar condiciones para que todos puedan sentarse a negociar, en base a recursos de poder que no deriven única ni principalmente de su poder económico.
[1]Sobre este punto véase la profusa investigación iniciada por Tversky y Kanheman en los campos de la psicología cognitiva y la economía.
[2] Para que quede claro, estos rankings ponderan la productividad científica, cuya maximización, también genera problemas en el caso chileno. Véase Ciencia sin alma: la impronta neoliberal en la investigación científica chilena. Más allá de esto, la performance de las universidades chilenas es substantivamente mejor en la gran mayoría de las dimensiones que componen cada medición.
[3] Dos iniciativas presidenciales de Vázquez y Mujica respectivamente fueron implementadas en este período: el Plan Ceibal y la UTEC. No obstante, ambas iniciativas fueron exitosas porque evitaron “tocar” otros componentes del sistema, y se hicieron por fuera del sistema establecido (cómo apéndices). Mientras tanto, la institucionalmente autónoma Udelar. ha procesado una reforma interna importante y bienvenida, implementando nuevos planes de estudio que incorporan entre otros elementos el acortamiento de las carreras (interminables en el pasado) y de un sistema de créditos que permite mayor flexibilidad en los planes de estudio y mayor cooperación entre distintas disciplinas. No obstante, esta reforma ha avanzado muy lentamente y no sin conflictos relevantes en distintas facultades. La Udelar también ha expandido su alcance territorial, descentralizando su funcionamiento y desarrollando labores de extensión meritorias en todo el territorio nacional.
[4] Poco antes de asumir la presidencia, en 2009, Pepe Mujica declaró: “Vamos a invertir primero en educación, segundo en educación, tercero en educación, cuando tome posesión de mando del Uruguay. Un pueblo educado tiene las mejores opciones en la vida y es muy difícil que lo engañen los corruptos y mentirosos” (Discurso pronunciado en la cumbre Rio +20, 20 de junio de 2012). En 2014, Tabaré Vázquez declaró lo siguiente: “Debemos cambiar el ADN de la educación, especialmente el de la educación media. Lanzar un modelo educativo de excelencia e inclusión. Primaria y educación media básica son condiciones de ciudadanía” (Discurso pronunciado en Montevideo, el 14 de septiembre de 2014).
[5]Este imaginario cuadra muy bien con otra característica nacional que Pepe Mujica supo encarnar a destajo: privilegiar la “filosofía de boliche” por sobre saberes técnicos que siempre tienen “tufo” a “tecnocracia neoliberal”. Para ese imaginario todo intento de medición de rendimiento educativo es “neoliberal” y por tanto ilegítimo. Desde esa perspectiva, los datos presentados arriba seguramente sean leídos por los sectores aferrados a un pasado que ya no existe como un instrumento de manipulación por parte de quienes “se han vendido al modelo neoliberal” y quieren venderle a la sociedad modelos como el chileno. La exageración del peso de los indicadores introduce serios problemas como lo muestra la situación de la ciencia en el Chile contemporáneo. Pero los indicadores, aunque parciales, también reflejan aspectos relevantes de la realidad.