Crisis del Sename: Ni un niño (a) menos
14.11.2016
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14.11.2016
Vea los artículos de CIPER sobre el trabajo de la “comisión Jeldres”:
– Niños protegidos por el Estado: los estremecedores informes que el Poder Judicial mantiene ocultos
– Niños protegidos por el Estado II: la falta endémica de recursos que los deja sin la mínima asistencia
Conocí a Yancarla de manera indirecta. Aun así, cada cierto tiempo ella vuelve a aparecer en mis pensamientos recordándome todo lo que está pendiente en nuestro sistema de protección de la infancia.
Yancarla ingresó a un hogar de la red Sename cuando tenía 11 años y un cuadro de vulneración más bien moderado, pero con el pasar de los años su diagnóstico se fue agudizando hasta convertirse en crónico, a la par que los organismos encargados de protegerla no lograban encontrar solución a sus problemas. Fue separada de su familia, desarraigada de su lugar de nacimiento, pues eso es lo que nuestro sistema estimó más conveniente. Le hicieron tres trasplantes de hígado y nunca pudo ser reinsertada en una familia que le brindara afecto. Era de Purén y debió haber tenido una vida tranquila; a los 16 años, después de cinco años de deambular de un centro a otro, “egresó”, es decir, se estimó que podía volver con su familia. Yancarla falleció en su tierra natal pocos días después.
En su caso todo falló. Si la recuerdo en esta columna es porque creo que ella resume la historia de tantos niños a quienes el Estado no ha sido -y no es- capaz de brindar protección real. Los niños que han muerto mientras estaban al cuidado del Estado y que han espantado e indignado a Chile, son la parte más extrema de un sistema que falla en muchos otros aspectos. El horror de esas muertes ha obligado a nuestra sociedad a mirar una realidad que usualmente es invisible. Pero si nos quedamos sólo en el espanto, si no entendemos los motivos estructurales que generan este resultado, condenamos a que los niños que necesiten protección en el futuro sigan el terrible camino de Yancarla.
Soy jueza de familia y escribo desde esa experiencia. Con estas columnas no pretendo decir la última palabra sobre este tema; me gustaría más bien abrir una discusión sobre un asunto que si no nos logra involucrar como sociedad, no tendrá jamás una solución satisfactoria. Pero también me gustaría transmitir que esa discusión es urgente. Hoy Chile está incumpliendo sus deberes con la protección de los derechos humanos de los niños y niñas que están en este sistema. Y eso pone en riesgo y somete a sufrimiento a muchos menores de edad en este momento.
En ese sentido concuerdo plenamente con lo expresado por el presidente de la Excma. Corte Suprema este fin de semana, cuando se le preguntó qué ocurriría si Chile fuera llevado a juicio a la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la falta de servicio en el tema de menores: “Tal como estamos, perderíamos en cualquier juicio. Creo que falta mucho, es una gran falla que tenemos”, dijo.
Quienes formamos parte del sistema de protección nos enfrentamos a menudo con niños que requieren un tipo de atención especializada que el aparato público no provee, y que sí se encuentra en el sistema privado. Pensemos por ejemplo, en atenciones de salud urgentes que por la lista de espera de los servicios públicos ponen en riesgo la vida del niño o una intervención psiquiátrica especializada en niños con perfil complejo cuando hay consumo de drogas y algún trastorno mental de base que exige internación especializada cuya oferta no existe. ¿Pueden los operadores exigir al Estado que brinde esa oferta aunque no pueda ser proporcionada por los entes públicos? ¿Hay herramientas para ordenar la prestación en el ámbito privado o que se cree la oferta inexistente? ¿A quién debe exigirse la atención necesaria para esa niña o niño?
Normalmente los operadores del sistema asumen que solo cabe usar los recursos que hay. El resultado es que muchas veces el sistema ofrece una actuación a medias, una actuación por cumplir, una “ilusión de protección”, como la define Francisco Estrada, ex director del Sename.
Los niños que han muerto mientras estaban al cuidado del Estado son la parte más extrema de un sistema que falla en muchos otros aspectos
Pero los jueces no podemos ofrecer una “ilusión de protección”. Nuestro rol es hacer que los derechos de los niños se cumplan efectivamente. Eso espera el sistema de protección de derechos de nosotros. Y eso corre tanto para niños y niñas que cuentan con familias que los cuidan y con mayor motivo cuando hablamos de aquellos que no tienen a nadie que haga exigibles sus derechos. Si eso es así, ¿estamos los jueces no solo autorizados sino obligados a exigir que los niños reciban la atención que necesitan?
Este dilema está permanentemente presente en el trabajo de todos los operadores del sistema. Lo constaté en 2012, cuando junto a otras juezas recorrí Chile haciendo un diagnóstico sobre los niños en el sistema residencial y me reuní en mesas de trabajo con actores relevantes en materia de protección de la infancia. Hoy lo sigo viendo en mis reuniones con colegas. Este dilema es clave porque constituye un punto de inflexión donde se define la forma en que los jueces asumimos nuestro rol.
Quienes creen que el juez no debe ir más allá de la oferta existente, estiman que éste carece de facultades expresas para hacerlo. Sus atribuciones se limitarían, sostiene esta mirada, a las que aparecen en el art. 80 bis de la Ley 19.968 y que establece que el juez puede comunicarle al director nacional de Sename la falta de oferta para que éste disponga de las medidas tendientes a generarla. Eso es todo. En los hechos, esta facultad carece de desarrollo en cuanto a establecer un procedimiento claro para forzar la creación de una oferta, lo que en la práctica se puede traducir en que mes tras mes el juez constate, por ejemplo, que no hay siquiatras en una región, sin que eso genere un cambio. Estas facultades tampoco hacen referencia a la falta de oferta a nivel nacional, situación que es vista como un impedimento para exigir a la autoridad central.
Sin embargo, este argumento parece débil cuando se toman en cuenta los deberes de prestación que tiene el Estado, y que se derivan de los compromisos que adquirió Chile al ratificar instrumentos de protección internacional. La Convención de los Derechos del Niño, por ejemplo, impone a todos los órganos del Estado el deber de dar efectividad a los derechos, entre los que están el aseguramiento de todas las atenciones necesarias para el adecuado desarrollo, hasta el máximo de los recursos, obligando incluso al Estado a requerir ayuda internacional cuando no sea capaz de asegurar los derechos.
Hoy Chile está incumpliendo sus deberes con la protección de los derechos humanos de los niños y niñas que están en este sistema. Y eso pone en riesgo y somete a sufrimiento a muchos menores de edad en este momento
En esa misma línea, la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos viene recalcando desde hace tiempo y a través de casos emblemáticos que los Estados tienen deberes concretos para con los niños que se encuentran a su cuidado y ha venido desarrollando el contenido cada vez más extenso del derecho a la protección especial que tienen los niños, el derecho a la vida, el derecho a las prestaciones necesarias para el desarrollo, entre muchos otros. Los jueces, desde esta perspectiva, tenemos la potestad de hacer cumplir nuestras resoluciones, incluso utilizando para ello el uso de medidas coercitivas en contra de quien niegue o retarde el cumplimiento de una resolución que imponga prestaciones a favor de un niño cuando la falta de atención puede poner en peligro su vida.
Excepcionalmente he conocido casos en que se ha decretado el arresto en contra de algún director de servicio por no cumplir con la creación de oferta específica. ¿Es necesario llegar a ese extremo? Estimo que esa debe ser una solución de último recurso y que el foco debe ponerse en extender la convicción de que los recursos se tienen que proveer en la cantidad adecuada. Pero los jueces no deben renunciar a priori a esa posibilidad pues lo que el sistema normativo nos señala es que la falta de oferta o de recursos no es una excusa válida para desatender a los niños.
Normalmente los operadores del sistema asumen que solo cabe usar los recursos que hay. El resultado es que muchas veces el sistema ofrece una actuación a medias, una ilusión de protección
Este razonamiento no es solo válido para casos en que la vida de los niños está en riesgo, pues los principios que guían la Convención de los Derechos del Niño y los derechos garantizados en la Constitución y en la Convención Americana de Derechos Humanos, entre otras normas, obligan a adoptar las medidas necesarias para asegurar “una vida digna de ser vivida”, como ya señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su influyente fallo sobre el caso Villagrán Morales.
Este deber de protección especial aparece integrado también en el artículo 5° de la Constitución, cuando dispone que “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”. En casos en que ha peligrado la vida de una persona, se ha recurrido a este artículo para forzar a entes de salud privados a otorgar prestaciones -aunque el plan del afectado no lo contemplaba- como en casos de VIH/SIDA y otros.
Excepcionalmente he conocido casos en que se ha decretado el arresto en contra de algún director de servicio por no cumplir con la creación de oferta específica… Estimo que esa debe ser una solución de último recurso. Pero los jueces no deben renunciar a priori a esa posibilidad
En el caso de Yancarla, ella debía estar en una residencia en que se le entregara atención psiquiátrica, psicológica, que se atendiera su recuperación tras los sucesivos trasplantes porque requería de cuidados estrictos; también necesitaba que su familia fuera incorporada a la intervención con el objeto de habilitarlos para recibir a su hija nuevamente. Es decir, un conjunto de prestaciones que el sistema público no brinda ni asegura. Aunque la cantidad de niños que tienen los problemas de Yancarla han ido en aumento, aún no se destinan los recursos necesarios para atenderlos y esa falta de protección agrava la situación de ellos.
Hoy sabemos a qué final conduce el conformarnos con los recursos que hay. La alta cifra de niños muertos ha develado las graves falencias de este sistema, descorazona porque lleva implícita la misma pregunta: ¿Se habrían salvado vidas de haber actuado, todos los operadores, ejerciendo un rol activo en la defensa de los derechos de los niños y exigiendo que el Estado cumpla su deber de prestación y cuidado?
La Convención de los Derechos del Niño impone al Estado el deber de dar efectividad a los derechos, e incluso lo obliga a requerir ayuda internacional cuando no sea capaz de asegurar los derechos
No podemos saberlo. Pero lo que sí sabemos, no es irrelevante desde el punto de vista de las políticas públicas: sabemos que no hicimos todo lo que podríamos haber hecho, y que lo que los estándares internacionales nos exigen. Sabemos también, que tenemos compromisos en pos del cuidado de los niños que han sido separados de su medio familiar, y estos objetivos se logran poniendo en práctica y exigiendo que se cumplan los estándares de atención a los que adherimos cuando ratificamos la Convención de los Derechos del Niño. Los niños separados de sus familias deben tener el mejor cuidado porque están bajo la tutela del Estado. Esto implica no solo condiciones materiales y de infraestructura adecuada, sino que también acceso efectivo a una educación de calidad, a atenciones médicas oportunas, cuidados en la salud mental que tiendan a reparar, a que sus familias sean realmente habilitadas para recuperar a sus hijos mediante un trabajo de intervención más personalizado, que los funcionarios que se desempeñen en los hogares sean idóneos y tengan la debida preparación, entre muchos otros.
Para cambiar esta situación es necesario, por supuesto, más recursos. Pero el énfasis que quiero hacer es que se requiere también asumir una decisión política clara en cuanto a la protección de los derechos de la infancia. Poner los derechos de los niños como un principio que ordene la distribución de recursos es central para llevar adelante una gestión de política integral que permita respuestas efectivas ante casos complejos y que permita hacer realidad los compromisos que Chile ha asumido al ratificar los diversos instrumentos internacionales de derechos.
¿Se habrían salvado vidas de haber actuado ejerciendo un rol activo en la defensa de los derechos de los niños? No podemos saberlo. Pero lo que sí sabemos es que no hicimos todo lo que podríamos haber hecho, y que lo que los estándares internacionales nos exigen
Esa mirada debió estar presente en el proyecto de ley que establece las garantías de la infancia, por el que hemos esperado años. Pero no está. Uno de los problemas de esa normativa -y que lo he explicado cuando concurrí a las sesiones iniciales de la comisión respectiva en la Cámara de Diputados a dar mi opinión sobre este proyecto-, es que en más de diez ocasiones, con distintas redacciones, se expresa una fuerte limitación presupuestaria como límite para el aseguramiento de los derechos que esa futura norma quiere consagrar.
Es decir, se trata de un proyecto que sólo tiene la apariencia de un estatuto de protección de derechos porque hace ilusoria toda garantía para hacerlos exigibles, al señalar que tal o cual derecho solo es reclamable en la medida que la disponibilidad presupuestaria lo permita. Esto va en contra de las más elementales exigencias de una ley de protección integral de derechos, según los estándares que plantean los organismos especializados en la materia, limitación que entiendo pretende ser corregida a través de indicaciones.
Tengo la convicción que si los derechos de los niños no tienen la prioridad que demanda su satisfacción inmediata, seguiremos ofreciendo una “ilusión de protección”.