Por qué la elite política no puede entender lo que quiere la sociedad
21.10.2016
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21.10.2016
Vea la primera columna de esta serie: “Alcaldes para ricos y alcaldes para pobres”.
En el marco de la campaña electoral municipal, varios candidatos se han declarado sorprendidos por la vehemencia con que los ciudadanos rechazan recibir sus folletos en la vía pública o la negativa sistemática que encuentran al solicitar a las familias abrir la puerta de sus casas para escuchar sus propuestas. Quienes siguen las noticias políticas, mientras tanto, no dejan de sorprenderse por la falta de sintonía con la realidad de algunos príncipes de la política vernácula que insisten e insisten con que están disponibles para una candidatura presidencial, sin poder calibrar, parece, el tenor del rechazo que generan en la sociedad.
A estos príncipes, un texto de 1973 podría darles alguna pista de lo que ocurre. Es un párrafo del estudio «Modernization and Bureaucratic Authoritarianism: Studies in South American Politics” del politólogo Guillermo O’Donnell en que describe a los tecnócratas y su forma de pensar y procesar los problemas del país. El autor repara en un elemento interesante: no importa qué inclinación política posean, los tecnócratas se parecen entre ellos. Su formación los lleva a enfocar los problemas desde una aproximación “técnica”, según la cual “los problemas emocionales son un sinsentido: las ambigüedades de la negociación y la política son los obstáculos a las soluciones ‘racionales’”. Para los tecnócratas, escribe O’Donnell “el conflicto es por definición ‘disfuncional’. Sus ‘mapas’ subyacentes de la realidad social son similares. Aquello que es ‘eficiente’ es bueno, y los resultados eficientes son aquellos que se pueden medir sin rodeos; el resto es mero ruido que un tomador de decisiones ‘racional’ debe esforzarse por eliminar de sus premisas de decisión. La textura de la realidad social es radicalmente (y en algunos casos, uno se siente tentado a decir ‘brutalmente’) simplificada. Tal simplificación puede no ser negada, pero es vista como un requisito indispensable para poder manipular la realidad en la dirección de la ‘eficiencia’”[1].
Durante los 90 y 2000 la política perdió capacidad de representar y movilizar a la sociedad, perdiendo también su empatía tradicional con actores colectivos clave.
O’Donnell remarca que lo que le falta a los tecnócratas son vínculos con el resto de la sociedad. De existir vínculos, se produciría un “reconocimiento mutuo”, en que el tecnócrata podría entender qué es lo que quiere la sociedad y ésta, a su vez, podría otorgar legitimidad a las decisiones de política pública. Desde inicios de los 2000 vengo notando en mis investigaciones cómo los políticos chilenos han debilitado sus vínculos con la sociedad civil, profundizando los vínculos (y el reconocimiento mutuo) con los intereses empresariales, la tecnocracia y otros políticos. Los políticos se han “contagiado” de los tecnócratas descritos por O’Donell, desarraigándose de la sociedad y en este movimiento, han negado también la esencia de la política. El desarraigo social de la clase política y la conformación de una elite político-técnica-empresarial cohesionada y desconectada de la sociedad, explica la crisis que los actuales candidatos han sentido.
Para muchos investigadores resulta tentador caracterizar la crisis contemporánea de Chile como representativa de la “trampa del ingreso medio”, es decir, una crisis causada por un aumento desproporcionado de las expectativas debido al exitoso desarrollo del país. Para otros, la crisis fue disparada por los escándalos de corrupción. Aquí argumentaré que si bien las expectativas y los casos de corrupción han sido relevantes en catalizar el descalabro, la crisis tiene otras dos características. Por un lado es, en esencia, una crisis política (y no de expectativas económicas); y por otro, sus causas no son nuevas, tiene raíces de larga duración y solo en los últimos años esta crisis mutó hasta parecerse a “la trampa del ingreso medio”.
Debatir sobre el tipo de crisis que enfrenta Chile es fundamental para anticipar los problemas que se pueden enfrentar y para pensar en salidas posibles.
Hoy resulta bastante evidente que en la década de los 90 y de los 2000 los líderes políticos desmovilizaron a la sociedad al mismo tiempo que introducían reformas “en la medida de lo posible”. Si acaso los límites de dichas reformas fueron auto-impuestos, o si fueron inducidos por restricciones externas (por ejemplo, los enclaves autoritarios de la Constitución o la influencia de los intereses comerciales que amenazaban con frenar el crecimiento económico), no es relevante para la comprensión de la crisis, aunque los líderes de la vieja Concertación remitan a este punto una y otra vez. Lo que sí es relevante para entender la crisis son los límites establecidos por un sistema político que simplemente redujo la política a un gobierno eficaz y responsable que se ejerce desde arriba, y con la menor incidencia posible por parte de la ciudadanía.
Durante los 90 y 2000 los partidos se desarraigaron de la sociedad chilena, generando, en primera instancia, una “crisis de baja intensidad”. En dicho contexto, a medida que los índices de abstención y no inscripción electoral subían, se sostenía que “los jóvenes no estaban ni ahí”. No pocos explicaban dicho escenario como la consecuencia lógica y bienvenida de una política en que ya no se jugaba mucho (en referencia a un pasado de alta radicalización y politización, y su contraposición con un presente de prosperidad e individualización de las opciones de vida).
La clase política ha perdido su capacidad de empatía con vastos sectores sociales. Como resultado, se ha vuelto imposible para ella comprender, y mucho menos controlar, lo que está ocurriendo en la sociedad.
Al desarraigarse socialmente, la clase política (y especialmente la centro-izquierda) perdió presencia organizacional en las bases, lo cual se evidencia con claridad en el desalineamiento progresivo de federaciones estudiantiles y otros movimientos relevantes, como el ya debilitado sindicalismo o las organizaciones mapuche. Así, lo que Manuel Antonio Garretón llamó “la columna vertebral del sistema político chileno” se quebró, fracturando con ello el vínculo entre las élites políticas y la sociedad civil. La política perdió capacidad de representar y movilizar a la sociedad y también su empatía tradicional con actores colectivos clave, como los movimientos sociales. En el contexto de una sociedad altamente desigual y territorialmente segmentada (fenómeno descrito en la columna anterior), las élites sólo interactuaban con sus pares.
Mientras tanto, el desperfilamiento de los partidos como colectividades “con sentido” y la alienación política de los votantes llevaron a que la movilización electoral a nivel de base se sustentara crecientemente en estrategias personalistas. Durante los 2000, el “cosismo”, el personalismo y la extrema “descentralización” y localización de la competencia política por puestos legislativos y municipales, terminaron de convertir al electorado en un mero cliente ocasional y de barrio. Dicha movilización comenzó a depender también, cada vez más, de la capacidad de los candidatos (en su mayoría incumbentes) de obtener financiamiento por parte del sector privado. Los escándalos de 2014 y 2015 simplemente revelaron una práctica cuyo ejercicio ya se encontraba plenamente desarrollado a finales de los 90 y garantizaba los mecanismos que contribuían a perpetuar la influencia de las élites empresariales y su capacidad de mantener prácticas socialmente reconocidas, desde nuestro prisma contemporáneo, como de “abuso” y “lucro”.
Cuando la desigualdad se repolitizó en la sociedad, el «éxito» de los años 90 y 2000 cambió rápidamente su valoración social, haciendo que la crisis de “baja intensidad” mutará también hacia una crisis de legitimidad sistémica. Sebastián Piñera sufrió en carne propia esta transformación en la valoración social del éxito empresarial. Habiendo enfatizado en su campaña presidencial sus dotes de empresario exitoso, se encontró en 2011 con un escenario en que ser empresario equivalía, para un segmento importante de la ciudadanía, a ser un “abusador” contumaz.
Mientras tanto, la Nueva Mayoría se apoyó en un diagnóstico errado. El problema, en el nuevo contexto, no era la derecha, sino la clase política toda. Aunque la inequidad es una clave ineludible de la crisis que hoy vive Chile, la solución a la crisis no consistía solamente (ni principalmente) en acometer reformas estructurales. Era necesario también, y fundamentalmente, cambiar la forma de hacer política. Especialmente, debía cambiar la relación entre el Estado, los partidos, el sector privado y la sociedad. Y de eso, aún no hemos visto nada.
Otro error de diagnóstico similar se cometió respecto de los jóvenes y su súbita repolitización. El movimiento estudiantil fue tan exitoso a nivel social no por sus demandas puntuales y su agenda programática sobre el tema educativo (no obstante su importancia), sino más bien, porque reflejaba, más que un “giro a la izquierda”, un fuerte sentimiento “anti-establishment”.
En el escenario actual, persiste (agudizada) la desconexión entre la clase política y la sociedad civil que se configuró ya en la década de los 90. Tal desconexión tiene dos facetas y una consecuencia principal. Por un lado, la clase política ha perdido su capacidad de empatía con vastos sectores sociales, así como su capacidad de penetración organizacional de actores sociales clave como el sindicalismo o los movimientos sociales. Como resultado, se ha vuelto imposible para los políticos comprender, y mucho menos controlar, lo que está ocurriendo en la sociedad.
El ritualismo también pauta la acción de los ciudadanos. Los chilenos descreen del Congreso y los partidos, pero hasta ahora han elegido y reelegido a un elenco político relativamente estable.
Por otro lado, los ciudadanos se sienten traicionados y, por lo tanto, las movilizaciones cada vez más recurrentes, adquieren un carácter más radical (similar a un “que se vayan todos”). En el Chile actual la “clase política” es vista (y en varias arenas funciona) como una clase social distinta a la del común de la ciudadanía. Y la brecha entre la clase política y sus socios en la elite y la ciudadanía es percibida socialmente como la causa de que a algunos les vaya sistemáticamente mal en la vida, mientras que a otros la vida les sonríe, no importa lo que hagan.
Sin embargo, la sociedad civil está demasiado atomizada como para poder articular alternativas viables al sistema. El descontento carece de articulación política. Y quienes ingresan a la arena institucional, con el objetivo de intentar dicha articulación, corren el riesgo de volverse parte de “los políticos”.
La consecuencia principal de la crisis es una situación de anomia. La anomia se produce cuando las normas que rigen la acción social se rompen y los actores se quedan sin marcos de referencia, sin libreto. En contextos anómicos, los actores intentan controlar la situación recurriendo a repertorios de acción “desviados” y finalmente ineficaces. Así, en una desviación ritualista (hacer lo mismo de siempre, aunque ya no funcione), las élites políticas buscan arreglos institucionales (por ejemplo, las reformas electorales o la implementación de las recomendaciones de la Comisión Engel) como solución a una crisis que no es técnica, sino política.
La ilusión por una solución sencilla esconde la esperanza de ser capaces de controlar el proceso desde arriba. El proceso constituyente, tal como ha sido diseñado por el Poder Ejecutivo, así como la búsqueda anticipada de una nueva candidatura presidencial que logre “alinear” a cada coalición y dar un nuevo respiro al orden agonizante, son también, desviaciones ritualistas.
El ritualismo también pauta la acción de los ciudadanos. Los chilenos descreen del Congreso y los partidos, pero hasta ahora –en parte constreñidos por los efectos del viejo sistema binominal que dejará de regir en la práctica en la elección parlamentaria–, han elegido y reelegido a un elenco político relativamente estable. ¿Cómo es que las personas masivamente desprecian la política y sin embargo los que van a la reelección tienen siempre una buena chance de ganar? ¿Por qué los mismos que evalúan horrorosamente (en términos comparativos) la performance del Congreso, poseen una apreciación mucho más positiva de “su diputado/a”? En parte, eso se debe también a mecanismos desviados de respuesta a la crisis. En otra variante ritualista, los chilenos se abstienen masivamente de votar, acción que por defecto contribuye a reproducir el sistema contra el cual se supone están protestando. Por eso mismo, la crisis no ha tenido un desenlace ni claro ni unívoco. Pero que la hay, la hay.
El Chile actual ilustra, como pocos, el riesgo que corren las democracias desarraigadas, aún cuando aquellas funcionan en contextos de relativo éxito económico, facilitan la movilidad social, son técnicamente eficientes y ambientan –en términos comparativos—la presencia de niveles bajos de corrupción. Muchos sostienen que el gran riesgo es que esa anomia de paso a una “solución” populista, capaz de restituir la legitimidad y empatía perdida a costas de un deterioro de la calidad democrática. Sin necesariamente descartar dicha posibilidad, en una futura columna argumentaré que la obsesión por el riesgo populista nubla la capacidad de analizar otros mecanismos –tal vez más probables en Chile– a través de los cuales puede producirse –y ya se está produciendo, en mi opinión– un desborde institucional del sistema.
Entiendo por desborde institucional una situación en que las reglas de juego (las instituciones formales e informales que rigen la vida de una comunidad política, en múltiples arenas sociales) quedan sucesivamente en jaque, sin que necesariamente logren institucionalizarse nuevas reglas que las substituyan. Por ejemplo, quienes protestan, con razón, en contra del sistema de AFPs llamando a la “desobediencia civil” y al traspaso masivo hacia el “fondo E” pueden eventualmente generar el colapso de los fondos de pensión, sin necesariamente generar una alternativa que los reemplace.
Sin mediación político-institucional corremos dos riesgos paralelos. Por un lado, podríamos ajustar nuestra acción a nuestro interés personal (dejando que otros protesten mientras aseguramos nuestra posición). Como señala la teoría de la acción colectiva, en tiempos “normales” este tipo de estrategia es la que termina predominando, desgastando progresivamente a los que protestan y dándole aire, por defecto, al status quo. Por otro lado, podríamos protestar hasta colapsar el sistema: buscando mejores pensiones, nos quedaremos sin nada. Aunque improbable en contextos de normalidad, en un contexto de crisis como el chileno, en que las instituciones políticas han perdido la capacidad de empatizar con los ciudadanos y de mediar intereses, este tipo de resultado, en múltiples esferas de la vida social, se vuelve más probable. En otras palabras, el populismo es una condición suficiente para que se produzca un desborde institucional, pero no es la única que lo produce. Hay otros caminos hacia el desborde social de las instituciones que Chile ha comenzado a transitar hace ya un par de décadas.
[1] Página 81 de «Modernization and Bureaucratic Authoritarianism: Studies in South American Politics”. Berkeley, Institute of International Studies, University of California, 1973 , de Guillermo O’Donnell. Agradezco a Pierre Ostiguy recordarme este pasaje del texto de O’Donnell.