La mano del gato
02.08.2016
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02.08.2016
Todos conocemos la fábula de «El cascabel y el gato». Reunidos en asamblea nocturna, los ratones debaten cómo protegerse del depredador gato de la casa. Surge una idea brillante: ponerle un cascabel al cuello, para que el ruido alerte de su presencia. Pero entonces uno de los ratones hace la pregunta incómoda: «¿Y quién le pone el cascabel al gato?». Todos se miran, nadie se ofrece como voluntario, y es el fin de la idea.
En su libro sobre la creación de las AFP, llamado precisamente «El cascabel al gato», José Piñera da un final alternativo a la fábula. En la nueva historia, un valiente grupo de ratoncitos logra ponerle el cascabel al gordo gato estatal, terminando el injusto sistema previsional antiguo y reemplazándolo por la capitalización individual.
(Claro que en la vida real los ratoncitos neoliberales entraron en acción sólo después de que la guarida del gato fue bombardeada con aviones Hawker Hunter; pero podemos entender esa omisión como una licencia narrativa).
Lo que verdaderamente falta en la metáfora es el protagonista clave. Porque si los ratones son los trabajadores, el cascabel el sistema de AFP, y el gordo gato ahora desprovisto de su comida es el Estado, la pregunta es dónde están en este cuento los verdaderos ganadores: los grandes grupos económicos.
La reforma previsional no fue sólo un cambio en el sistema de pensiones. Mucho antes que eso, fue el elemento clave para constituir una economía –y por lo tanto, una distribución del poder– dominada por un puñado de grupos.
Los Chicago Boys querían quitar de la economía chilena al que hasta entonces había sido su motor principal, el Estado, para reemplazarlo por motores privados. Pero la inversión extranjera estaba frenada, y los grupos económicos nacionales eran aún precarios. De hecho, los más importantes, el Cruzat-Larraín y el BHC, estaban a punto de desaparecer en la crisis que se desataría en 1982.
Por lo tanto, el primer objetivo de la reforma era generar un mercado de capitales. Permitir que la plata de las pensiones, descontada obligatoriamente a los trabajadores chilenos, fuera el combustible de estos nuevos motores.
Y en eso, el éxito fue total. Las AFP son «uno de los pilares estructurales de nuestro modelo de desarrollo», dice el ex ministro de Economía Juan Andrés Fontaine.
El Mercurio las califica de «viga maestra del desarrollo», y el propio Piñera advierte que su fin sería «una bomba atómica».
¿Estamos hablando de jubilaciones? No. Estamos hablando de capitales y de poder. Y quien lo tuvo perfectamente claro, hace 35 años, fue Augusto Pinochet. La revisión de las actas en que la Junta Militar dio luz verde a la reforma a las pensiones evidencia que Pinochet, como buen militar, entendía el juego de poder en curso.
En la discusión, al general no le preocupaban los montos de las jubilaciones o la rentabilidad de los fondos. Cada vez que intervino en el debate volvió al mismo punto: el poder que se entregaba a los privados, y cómo controlarlo.
«Aquí van a aparecer dos o seis imperios del dinero, que lo manejarán ellos», predijo Pinochet. «Por consiguiente, a la larga (…) controlarán el Estado. Eso es lo peligroso. No será ahora, sino que con el tiempo (…) En ocho o diez años tendrán al país en sus manos» (pp. 46-47).
Una visión parecida tuvo el general director de Carabineros, César Mendoza: «Todo tiende a pasar a manos privadas, particulares (…) Resulta que llegará un momento en que los particulares podrán decirle al Primer Mandatario(…): «Presidente, quédese en su despacho tranquilito, porque quienes manejamos el negocio somos nosotros»».
Continúa Mendoza: «Podrían presentarse serios problemas, y el Gobierno mismo quedaría entonces en una posición en que solamente tendrá que representar la parte represiva, pues cada vez que se suscite alguna protesta sobre el manejo o la marcha de los sistemas mismos, de cómo están funcionando, los empresarios exigirán de parte del Gobierno la represión de determinados brotes de protesta» (pp.43-44).
«Soy bastante escéptico» de la idea de las AFP, recalcó Pinochet. Y propuso su alternativa: «La capitalización la puede sostener el Estado. Pongo el caso de que la maneje la Corporación de Fomento de la Producción (…) podría ser por ejemplo la CORFO, el Banco del Estado y también interviene el Banco Central» (p.45).
El ministro Piñera contó con el firme apoyo de la FACh, a través del general Fernando Matthei, y de la Armada, con el almirante José Toribio Merino. Ellos rebatieron también desde el argumento del poder: «No sabemos en manos de quién va a estar el Estado en veinte años más», dijo Matthei. «Mañana pasa a manos de la Democracia Cristiana y van a tener ahí una tremenda caja electoral» (p. 48). En el debate, también se descartó que los sindicatos «politizados» puedan formar administradoras (p. 62).
Releer este debate 35 años después es fascinante, por lo actual de los argumentos. Cómo no encontrar cierta razón a Matthei a la luz de los «jubilazos» de Gendarmería.
Y cómo no sorprenderse de que la única propuesta de reforma de un gobierno socialista en 2016 sea una versión mucho más tímida de lo que proponía el dictador en 1981. Pinochet quería que todos los fondos fueran administrados por el Banco del Estado u otro ente fiscal; Bachelet apenas propone que haya, junto a las demás AFP, una estatal.
Pero lo más interesante es darse cuenta de que Pinochet entendió perfectamente que estaba entregando a los grandes empresarios mucho más que la administración de un sistema previsional. En sus propias palabras, él consideraba que al firmar la ley les estaba entregando «el país en sus manos».
Más que ponerle el cascabel al gato, el dictador parece haber entendido que el poder económico estaba sacando las castañas con la mano del gato.
Y que el gato era él.