La voz de la radio está llamando
10.06.2016
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10.06.2016
Las nubes cubrían el cielo esa madrugada. El viento gélido de septiembre, que estremecía las hojas de los árboles y golpeaba mi rostro, me hacía recordar que todavía estábamos en invierno. Al traspasar la puerta de radio Corporación, la misma que había cruzado por primera vez hacía tres años, miré el reloj y este marcaba la una en punto. Me habían llamado para que me presentara porque el intento de golpe militar, que hasta ese momento solo había sido un rumor, era una realidad.
A esa misma hora, el presidente Salvador Allende había hecho el último intento frustrado de contactarse con el comandante en jefe del Ejército, general Augusto Pinochet, a quien había designado en el cargo el 23 de agosto de ese año. Cuando llegué a la radio me estremecí. No era el frío de la noche cerrada sino que mi instinto, al que a mis veinticuatro años le hacía poco caso, el que me avisaba que en pocas horas más presenciaría uno de los hechos más feroces de la historia de Chile. Al mirar por la ventana, esa misma a través de la cual veía a veces el azul sereno del cielo, sería testigo del horrendo bombardeo a La Moneda y del término abrupto y sangriento del gobierno de un mandatario constitucional.
Los estudios de CB 114 AM, que habían sido adquiridos en 1970 por el Partido Socialista, se ubicaban en Morandé 25, a un costado del edificio del Banco del Estado, frente a lo que es hoy la Plaza de la Constitución. Esa mañana del 11 de septiembre se respiraba una atmósfera nerviosa en la oficina. Yo estaba, entre otros, con Miguel Angel San Martín, director de prensa, y Julio Videla, locutor, que había cumplido el turno de noche.
El senador socialista Erich Schnake, que era miembro del directorio de la radio, había salido muy temprano de su casa, en la calle Sánchez Fontecilla, y cuando se asomó a la sala de redacción, sus ojeras hundidas delataron un largo desvelo. Se había estado contactando en las últimas horas con el secretario general del partido, Carlos Altamirano, y con algunas personas que estaban en la residencia de Allende, en Tomás Moro.
El sonido del teléfono nos sobresaltó. Al otro lado de la línea una persona avisaba que nuestra emisora asociada en Valparaíso, CB 134 radio Porteña AM, había sido tomada por oficiales de la Marina. Schnake palideció y tomó el mando del equipo. Más tarde transmitiría mensajes de defensa del Gobierno. Sabíamos que se anticipaba una jornada larga, quizás una de las más duras de nuestras vidas, y que debíamos entregarnos por entero en esas transmisiones. Al igual que los condenados a muerte, que hasta el final abrigan esperanzas de salvarse, confiábamos en que los golpistas no lograrían su cometido.
Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando sonó el citófono que nos conectaba con La Moneda. Era Allende, que pedía hablar con Schnake. Pudimos escuchar el diálogo, porque el control accionó los equipos: «Les llamo para informarles que la situación es grave. Se ha sublevado la Armada en Valparaíso, hay movimiento de tropas en Santiago y me dicen que también en Los Andes». Schnake fijó la vista en el ventanal y contestó con voz firme: «Presidente, estamos a su disposición».
Allende nos pidió que nos quedáramos en la radio, que no nos expusiéramos. Como hombre visionario proyectó que la situación se tornaría difícil, que sin duda nos avasallarían. Fue el único capaz de advertir lo que ocurriría en el país y lo anticipó en su discurso: «Seguro muchos chilenos serán masacrados». Nos comunicó que les solicitaría a los funcionarios que se encontraban en La Moneda que salieran del edificio, en especial a las mujeres y personas mayores.
Cuando terminó la conversación con el senador, el mandatario habló a la ciudadanía remarcando que esperaba una respuesta positiva de los militares: Tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación.
Serían tres las intervenciones del presidente esa fría mañana. Nos bombardearon la planta transmisora que estaba en una parcela de avenida La Florida. No nos amilanamos y seguimos transmitiendo por FM, aunque con muy baja cobertura.
Muy temprano habían despegado del aeropuerto Carriel Sur de Concepción cuatro aviones caza Hawker Hunter con la misión de silenciar las emisoras de Santiago que rechazaban el golpe militar. Estas eran Corporación, Portales, Nacional, Luis Emilio Recabarren, Candelaria y Magallanes, que formaban parte de la cadena La Voz de la Patria.
Enrique Gutiérrez, subdirector de radio Corporación, comenzó a informar a los auditores que habían intentado acallar la emisora:
Aviones de la Fuerza Aérea de Chile han atacado la planta transmisora de radio Corporación. Esto está indicando que todas las fábricas deben ponerse en pie de combate. Esto está indicando que todos los sindicatos deben ponerse en contacto por los cordones industriales con la Central Única de Trabajadores y prepararse para lo que venga.
Lo importante en estos momentos, camaradas, es que pase lo que pase, el pueblo debe estar unido. Cada fábrica, cada fundo, cada población deben convertirse en baluartes del pueblo. Hay que guardar la calma y serenidad, pero eso no quita que se esté preparado para lo que venga. Hay que mantener la cabeza muy fría y el corazón ardiente. Esta es una transmisión especial para todo Chile, la planta transmisora de radio Corporación ha sido atacada por un avión de combate. Este avión de combate disparó ráfagas de ametralladora en contra de nuestras antenas con la intención de acallar nuestra voz. Esto no fue posible (…)
El primer mensaje de Allende lo repetimos varias veces. Le pedíamos a la gente que lo escuchara. En una transmisión de unos cuarenta y cinco minutos hicimos hincapié en que el Gobierno era legítimo, que había sido elegido por el pueblo. Mi voz sonó fuerte a través del micrófono:
Llamamos a todos los soldados, clases y suboficiales a rebelarse en contra de las órdenes que sean al margen de la Constitución y la ley, entregadas por oficiales golpistas, sediciosos y reaccionarios. Hay un Gobierno constitucionalmente elegido, presidente de ese gobierno es el doctor Salvador Allende. Él es el presidente de los chilenos, la máxima autoridad de nuestro país. Los trabajadores lo dijeron una vez… Paremos el golpe, ¡el pueblo unido jamás será vencido!
Horas más tarde, antes de que nos silenciaran las transmisiones FM, dimos lectura a las instrucciones que había entregado la Junta Militar en orden a que «todas las estaciones de radiodifusión de la provincia de Santiago deben de inmediato silenciar hasta nuevo aviso la totalidad de sus transmisiones en onda larga, en onda corta y frecuencia modulada». Se indicaba que «el país continuará siendo informado exclusivamente a través de red de radiodifusión de las Fuerzas Armadas, las que permanecerán transmitiendo en forma continuada hasta nuevo aviso».
Desde los ventanales de la radio, en el segundo piso, teníamos una vista privilegiada de La Moneda. Desde temprano sentimos el ruido sordo de los aviones de combate que sobrevolaban Santiago. Durante la mañana los tanques fueron copando los alrededores del Palacio de Gobierno. Jóvenes que integraban el Grupo de Amigos del Presidente (GAP) se encontraban apostados en los balcones defendiendo el símbolo de la democracia. Poco antes del bombardeo, vimos salir a un grupo de personas con los brazos en alto hacia la calle Morandé.
Pasadas las once de la mañana pudimos observar cómo cambiaba la historia. Dos aviones de guerra lanzaron cohetes Sura P-3 a La Moneda. El bombardeo fue espantoso, recuerdo que me estremeció las entrañas. Nunca más he vuelto a sentir ese desorden en el corazón. La emisora estaba inserta en el edificio del Banco del Estado y cerca de ahí algunos grupos de personas resistían. Los soldados disparaban a diestra y siniestra. En las ventanas de la radio, como silenciosos vestigios, quedaron incrustadas balas de guerra.
En situaciones límite el hombre saca fuerzas que desconoce. Estábamos desgarrados, pero continuábamos transmitiendo por frecuencia modulada. No sabíamos qué había pasado con Allende, con los dirigentes de la Unidad Popular (UP).
Veíamos pasar soldados con pañuelos naranjas y amarillos en el cuello. Desconocíamos cuáles eran leales al presidente. Al final del día comprendimos que todos eran golpistas.
No podíamos anticipar cuánto tiempo estaríamos encerrados en la radio y, atendiendo a que nuestro estómago ya daba señales de no haber recibido alimento alguno, nos pusimos a hurgar para ver si teníamos comida. Descubrimos una bolsa de porotos que se transformó en la más sabrosa de las meriendas. Ese plato fue un bálsamo en medio de tanto dolor. En los cajones de mi escritorio tenía guardado íntegro mi sueldo y encima, todo desordenado, había libros, discos y audios de Cuba que me habían enviado para algunos programas. Ese material era muy comprometedor, pero era lo que menos me preocupaba en esos momentos.
A las cinco de la tarde derribaron la antena FM que estaba ubicada sobre el techo del edificio. Erich Schnake nos pidió que saliéramos. Lo hicimos en grupos de a dos o tres. Yo salí con Miguel Ángel San Martín y comprobamos que la reja de la galería Antonio Varas, que daba hacia Morandé, estaba cerrada.
—¡Salgan de ahí! Váyanse de inmediato a la otra puerta del banco —gritaron unos oficiales.
El acceso al que aludían estaba por calle Bandera. Al otro lado de esa puerta giratoria, había cerca de trecientas personas. Los militares los tenían formados en fila. Cuando llegamos nos pidieron el carné de identidad y nos olieron las manos y brazos, en un intento de verificar si teníamos rastros de pólvora. Como no descubrieron nada anómalo nos dejaron entrar y nos pidieron que integráramos la columna. Un poco más adelante estaba Gabriel Concha, locutor de la radio. Nos dirigimos una mirada cómplice.
Miré el reloj, eran las 18.30. Un uniformado avisó que nos podíamos ir, pero que tardaría un poco la entrega de salvoconductos, porque los estaban imprimiendo a mimeógrafo. Convencí a San Martín de que nos fuéramos, porque no tenía ningún sentido esperar ese documento. Gabriel Concha se quedó. Algún tiempo después supimos que fue arrestado y trasladado al Estadio Nacional.
Schnake fue el último en salir de la emisora. Cuando pasó por el lugar donde ocurría el allanamiento, se le acercó un coronel de Ejército con una pistola en la mano. «¿Usted es el senador Schnake? ¡Acompáñeme!», le dijo. Luego nos enteraríamos de que se lo llevaron al Ministerio de Defensa y quedó detenido de inmediato.
Cuando dejamos atrás el edificio del banco junto a Miguel Ángel San Martín, todavía se escuchaban disparos a lo lejos. En medio de ese ambiente de guerra alcé mi mirada hacia el cielo, intentando imaginar que lo que estaba viviendo era solo una terrible pesadilla. Grandes nubarrones amenazaban la ciudad y los primeros goterones ya empezaban a caer. Caminamos por la Alameda en dirección a la cordillera. No recuerdo haber andado otra vez tan de prisa. No podíamos correr, porque no teníamos salvoconducto. Enfilamos por Diagonal Paraguay y llegamos a la avenida Manuel Montt. Recordamos que en ese barrio vivía Sergio Neri, que era locutor de la radio y se encontraba con licencia.
Sin pensarlo mucho nos refugiamos en su casa. El café caliente que nos sirvió su mujer nos devolvió las energías y también las esperanzas. Nadie tenía información sobre Allende y su círculo político. Hice varias llamadas telefónicas que solo lograron confundirme más: parece que el presidente murió, dicen que está vivo, algunos vieron que lo sacaron en una ambulancia de La Moneda…
Esa noche vimos por cadena nacional de televisión la intervención que hicieron desde la Escuela Militar los integrantes de la Junta. La frase del general Gustavo Leigh «Vamos a extirpar el cáncer marxista» sonó escalofriante. Se me grabó con fuego la imagen del dictador con sus grandes lentes oscuros que, con los años, se transformó en un ícono. Estábamos presenciando el inicio del capítulo más devastador de la historia del país.