El Tribunal Constitucional ante el proceso constituyente
29.10.2015
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29.10.2015
El debate sobre la nueva Constitución ya se ha desatado. El anuncio presidencial con un itinerario constituyente y la descripción de las etapas han encauzado un debate sobre cuestiones cruciales, como educación cívica, procedimientos y contenidos para la nueva Carta Fundamental. En ese contexto, se han trazado las fases que contempla el proceso constituyente y cuál sería el rol de instituciones, como el Congreso Nacional, en la generación de una nueva Constitución.
Sin embargo, una pieza clave del engranaje constitucional ha sido poco discutida. Nos referimos al rol del Tribunal Constitucional ante el proceso constituyente y la nueva Constitución. La Presidenta de la República se reunió con los ministros de ese tribunal y su presidente, Carlos Carmona, declaró que el rol de esta magistratura debía ser neutral. Específicamente, sostuvo que “el Tribunal Constitucional, como tiene potestades que pueden incidir en el proceso constituyente, no puede participar activamente en el mismo, para mantener la neutralidad en el ejercicio de esas potestades”. En razón de lo anterior, bien cabe la pregunta: ¿qué función debe jugar este tribunal, si acaso le cabe alguna, en el proceso que estamos viviendo?
Dentro de la discusión reciente, el rol preventivo del Tribunal Constitucional ha sido fuertemente criticado por servir como un mecanismo contra-mayoritario que, junto a otros dispositivos, neutraliza la voluntad popular democrática. Es, en palabras de Fernando Atria, una de las “trampas” de la Constitución de 1980.
Y si bien esta crítica política es relevante, la preocupación por el Tribunal Constitucional es incluso más aguda de cara al proceso constituyente. Las discusiones políticas que estamos –y que seguiremos– teniendo sobre la necesidad de que el proceso sea “institucional” y de apegarse a las reglas de la Constitución vigente no pueden eludir analizar el rol del TC en él. Para efectos de ilustrar el punto, podemos analizar la fase del itinerario propuesto por la Presidenta que tendrá lugar en el Congreso.
Supongamos que –según lo anunciado– ella enviase un proyecto de reforma constitucional para incorporar cuatro posibles mecanismos que permitirían dictar una nueva Constitución y reemplazar la vigente. Hoy no existen reglas que permitan hacer esto. Como correctamente afirmó la Presidenta, “la actual Constitución no contempla mecanismos para elaborar una nueva Carta Fundamental”. Frente a esto surge una serie de preguntas: Para incorporar los posibles mecanismos, ¿debe hacerse una reforma al Capítulo XV de “Reforma a la Constitución” o hay que crear un capítulo nuevo? ¿O, en cambio, bastaría con una disposición transitoria? Más importante aún: ¿Cuál es el quórum que rige para esta modificación constitucional? ¿Basta la regla general de 3/5 de los diputados y senadores en ejercicio, o se aplica la regla excepcional de 2/3? Quizás, el resumen políticamente relevante de todas preguntas es uno sólo: ¿Quién decide (o resuelve), en último término, todas estas preguntas?
Formulada así la interrogante, se devela la importancia de todo esto y se asoma el Tribunal Constitucional. ¿Puede este órgano –custodio de la Constitución vigente– ser el custodio del proceso constituyente? ¿Tiene jurídicamente la competencia para ello? Desde una lectura genuinamente democrática, la respuesta no admite doble lectura: no. El Tribunal Constitucional no puede ser el último contralor de la decisión soberana por excelencia, la decisión constituyente.
Para explicar esto, volvamos al caso. La Presidenta decide enviar un proyecto de reforma constitucional para habilitar el reemplazo de la Constitución vigente. El proyecto de reforma enviado crearía un nuevo Capítulo XVI. Las cámaras acuerdan –correctamente,como hemos sostenido en otra parte– que esta modificación debe votarse con el quórum de 3/5 de los parlamentarios en ejercicio. Sin embargo, imaginemos, un grupo de ellos se opone. Son poco más de 1/3 de diputados o senadores en ejercicio, que creen que no hay que cambiar la Constitución 1980 y que cualquier reforma de este estilo debería ser aprobada por 2/3 (incluso más, bastaría con 1/4 de cada Cámara para desafiar la decisión en el Tribunal Constitucional). El proyecto, no obstante, es aprobado por el quórum de 3/5. Desafiando la voluntad manifestada por el Congreso, los opositores acuden al Tribunal Constitucional para declarar la inconstitucionalidad del mecanismo de reemplazo. ¿Quién debe resolver una pregunta tan trascendental como esta?
El Tribunal Constitucional no tiene competencia en esta materia. Si bien hay discusión sobre la competencia del Tribunal para declarar la inconstitucionalidad de reformas constitucionales, no se ha discutido sus atribuciones en el evento de la sustitución de una Constitución. El artículo 93 n.° 3 no faculta al Tribunal para resolver sobre el procedimiento adoptado para crear una nueva Constitución, muchos menos sobre su contenido. La pregunta planteada ante el Tribunal demuestra los límites de la jurisdicción. Los tribunales –incluso aquellos con competencias constitucionales– no puede avocarse la decisión de este tipo. Tal auto-arrogación de poder minaría las bases esenciales del Estado de Derecho.
El argumento no es más que una confirmación de algo que el mismo Tribunal Constitucional ha sostenido en su misma jurisprudencia. En el famoso y polémico caso, “Clodomiro Almeyda”, el Tribunal declaró que no podía juzgar la legitimidad o ilegitimidad de la Constitución ya que, en sus propias palabras, “hacerlo importaría arrogarse una facultad que no se le ha conferido y lo que es más grave situarse por sobre el Poder Constituyente originario”. Y esto, a la vez, debe ser evidente para los demócratas. El poder constituyente recae en el pueblo, titular único de la soberanía. Un tribunal no puede arbitrar el reemplazo de una nueva Constitución porque, de lo contrario, se arrogaría extraordinariamente la potestad constituyente. En otras palabras, usurparía la soberanía.