Cannabis III: Un problema de deliberación democrática
17.08.2015
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17.08.2015
A mediados del siglo XIX, el poeta Charles Baudelaire afirmaba que “los vicios humanos contienen la prueba de nuestro amor por el infinito”. Las drogas –decía Baudelaire– son “paraísos artificiales” que se entretejen a nuestra experiencia del mundo. Tal vez ello explique las pasiones que despierta hoy el debate en torno al cannabis: a nadie le gusta que le prohíban un pedazo de infinito.
La primera columna de esta serie ofreció una pequeña cartografía de las principales posiciones y argumentos que participan del debate chileno acerca de la despenalización del cannabis. En la segunda columna, algunos de esos argumentos fueron comentados a la luz de investigaciones disponibles en la literatura científica internacional. El desarrollo de esta serie se ha sostenido en una idea simple: para entender la complejidad del problema es necesario asumir la posición del agnóstico, salir de la dicotomía prohibicionista/anti-prohibicionista y analizar la información disponible, y ante todo comprender que esta discusión implica un proceso abierto de deliberación democrática. El telón de fondo de esta discusión ha sido la reciente aprobación del proyecto de reforma a la ley de drogas. Dado este escenario, en esta tercera y última columna intentaré mostrar a grandes rasgos algunas alternativas de diseño en el camino hacia una política de despenalización y regulación del cannabis.
Comencemos por reconocer una realidad: Chile necesita avanzar hacia una nueva política de drogas. Hasta hoy hemos decidido prevenir el consumo de sustancias psicoactivas ilícitas mediante políticas de prohibición y penalización. Estas políticas y sus campañas comunicacionales han fracasado, no sólo desde un punto de vista sanitario, sino también económico y social. El enfoque policial de detenciones ha sido un mecanismo ineficaz para reducir el tráfico, afectando principalmente a usuarios y micro-vendedores. Como resultado de este enfoque, el consumidor queda atrapado en el rótulo del estigma: enfermo o delincuente.
Chile necesita avanzar hacia una nueva institucionalidad y política de drogas. Instituciones como el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (SENDA, ex CONACE) requieren adaptarse a la realidad del Chile de hoy. Es incomprensible que esta institución dependa del Ministerio del Interior y no del Ministerio de Salud. Esta discusión debe fundarse en un análisis social y político global, donde conceptos como “prevención”, “tratamiento”, “rehabilitación”, “prácticas de sustitución”, “reducción de daños”, etc., sean acompañados por objetivos, prioridades y estrategias precisas. Lamentablemente, en la discusión actual se ha escuchado muy poco de esto.
El diseño de la política y su marco político-legal es muy importante. De hecho, este diseño puede determinar muchos resultados epidemiológico-sanitarios. No es lo mismo priorizar la reducción de la prevalencia (como es el caso en Estados Unidos) que la reducción del número de dosis o del daño asociado a cada dosis (como es el caso en algunos países europeos).
Dicho esto, vale la pena plantearse una pregunta: ¿el diseño previsto en la actual propuesta de reforma a la ley de drogas es el más adecuado para la realidad de nuestro país?
El objetivo de la política de despenalización debiera ser, por un lado, asegurar un consumo altamente regulado y asegurar la ayuda necesaria a quienes presentan problemas asociados al uso del cannabis; por otro lado, regular que su uso terapéutico responda a criterios farmacológicos (protocolos de prescripción, receta retenida, etc.) que aseguren la efectividad de las dosis.
¿Cuál es la mejor fórmula para lograr este objetivo? ¿Cómo asegurar el mejor diseño para evitar el libre acceso a los menores de edad? ¿Auto-cultivo, un mercado fuertemente regulado, cooperativas sin fines de lucro, monopolio estatal? ¿Cómo asegurar calidad de la sustancia? ¿Es importante estar previamente inscrito para realizar auto-cultivo? ¿Es necesario gravar con impuestos específicos el consumo de cannabis? ¿Cuán privado tendría que ser el consumo? ¿Será tolerado consumir en la vía pública o en presencia de menores de edad? ¿Habrá “marihuana-test” para los conductores? ¿Quién estará a cargo de regular las 6 plantas por hogar? Y lo que puede ser más importante: ¿será necesario regular los niveles de THC por planta?
Dicho de otro modo, ¿cómo resolver la ecuación para encontrar el equilibrio entre derechos individuales, salud y seguridad pública? La respuesta no es sencilla. En este escenario, vale la pena observar lo que ocurre en el contexto internacional. Detengámonos un momento en tres casos: Holanda, Estados Unidos y Uruguay.
* Sobre el marco legal particular de los distintos Estados en E.E.U.U., ver aquí
Quienes están a favor de la despenalización del cannabis nos han acostumbrado a escuchar historias del caso holandés, presentándolo como un paradigma de libertad y civilización. Sin embargo, muchas de estas historias vienen acompañadas de un profundo desconocimiento. Holanda es un país que frente al problema del cannabis ha preferido desviar la mirada. Si bien impulsó desde 1976 una “política de tolerancia” y legalizó el uso terapéutico del cannabis, su cultivo, porte y comercialización personal es ilegal (aunque es tolerado el cultivo de 5 plantas para uso personal y la posesión de no más de 5 gramos). La venta de cannabis sólo es permitida al interior de los Coffee Shops en un máximo de 5 gramos por persona mayor de edad. Pero si el cultivo no es legal, ¿de dónde obtiene un Coffee Shops la marihuana que comercializa? La única respuesta posible es que la obtiene de plantaciones ilegales (es decir, del narcotráfico). En otras palabras, la legislación holandesa está llena de contradicciones y vacíos legales. Por otro lado, la venta no hace distinción entre ciudadanos holandeses y no holandeses, lo que ha producido un verdadero “turismo de la droga”. De ahí que Ámsterdam y sobre todo las ciudades de frontera estén comenzando a aplicar mayores regulaciones a los Coffee Shops.
Por otro lado, la progresiva legalización de la marihuana en algunos Estados de Estados Unidos no ha estado exenta de problemas. En aquellos Estados donde se ha aprobado el uso recreativo (por ejemplo, desde 2012 en Colorado para adultos mayores de 21 años), así como la creación de un mercado con participación de privados, la industria de la marihuana muestra un rápido crecimiento a través de la participación de grandes fondos de inversión. Este modelo presenta algunos dilemas éticos: movilizados por el fin de lucro, los comerciantes privados podrían tener grandes incentivos para crear dependencia en los usuarios y los carteles de narcotráfico ilegales podrían perfectamente ser remplazados por inversionistas de Wall Street. Gran parte de los argumentos a favor del auto-cultivo apuntan precisamente a este problema.
Observemos ahora un caso más cercano. En mayo de 2014, Uruguay decidió avanzar hacia una política de despenalización y regulación del cannabis como herramienta para combatir el narcotráfico. En este contexto se creó el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (IRCCA), cuya misión es “regular la plantación, cultivo, cosecha, producción, elaboración, acopio, distribución y dispensación de cannabis. Asimismo […] promover y proponer acciones tendientes a reducir los riesgos y daños asociados al uso problemático de esta sustancia, fiscalizando el cumplimiento de las disposiciones contenidas en la ley”. El IRCCA tiene la facultad de entregar licencias a personas naturales o jurídicas para realizar el cultivo y distribución de cannabis. La producción doméstica para uso individual no puede ser superior a 6 plantas por hogar y 480 gramos anuales, y existe también la posibilidad de una producción colectiva a través de “clubes de membresía” con un máximo de 99 plantas y 480 gramos anuales por socio. Asimismo, las personas pueden comprar cannabis en farmacias certificadas, quedando prohibida su comercialización en lugares no autorizados. Para ser titular de cultivo doméstico, formar parte de los clubes de membresía o adquirir cannabis en farmacias autorizadas, se debe ser ciudadano uruguayo o acreditar residencia permanente el país, ser mayor de 18 años y estar previamente inscrito.
Por lo tanto, los uruguayos optaron por un marco institucional caracterizado por una fuerte regulación. Si bien los resultados de este modelo aún no pueden ser evaluados, existe un argumento a favor: por el hecho de que el cannabis se inscribe en un mercado de producción y venta fuertemente regulados, un uruguayo que presente consumo problemático tiene más probabilidades de estar en tratamiento que un usuario que consuma en un marco de ilegalidad o de auto-cultivo que no esté suficientemente regulado.
¿Cuál es el mejor modelo? La discusión está abierta y debe ser objeto de deliberación democrática.
Sea cual sea nuestra conclusión, debemos comenzar por disolver la falsa imagen de “amenaza social/patología mental” asociada al cannabis y reconocer que el consumo de sustancias que alteran los estados de conciencia y las percepciones -esos “medios de multiplicación de la individualidad” de los que hablaba Baudelaire- es un hecho social, histórico, antropológico. En otras palabras, debemos partir por reconocer que el consumo de drogas es un acto humano… demasiado humano.