Cannabis II: ¿Qué tan evidente es la evidencia?
12.08.2015
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12.08.2015
La columna anterior ofreció una cartografía de las principales posiciones y argumentos que participan en el actual debate acerca de la despenalización del cannabis. Este debate ubica como corazón del problema la pregunta acerca de los efectos de la despenalización sobre las tasas de consumo, particularmente para el caso de los adolescentes: ¿el cambio del estatuto legal del cannabis puede producir un aumento del consumo en adolescentes? Así llegamos a la siguiente ecuación, sostenida principalmente por SENDA y las sociedades médicas:
liberalización = aumento de la oferta = disminución de la percepción de riesgo= aumento del consumo = aumento de la adicción
Frente a este problema, alguien podría decir: ¿acaso el alcohol y el tabaco no son las sustancias más consumidas por los adolescentes, a pesar de que ellos no tienen -en principio- acceso su compra? Probablemente esa no sea la mejor alternativa de argumentación. Sin duda el cambio en el estatus legal de una droga tiene consecuencias simbólicas importantes, pudiendo llegar a modificar percepciones, actitudes, usos, etc. La cuestión es si la pregunta por la prevalencia es la más importante.
Asumamos por ahora que el foco en la prevalencia sí es lo más importante. ¿Cómo responder a la pregunta por la asociación entre despenalización y prevalencia del consumo en adolescentes? A pesar de lo que hemos escuchado durante estos días, la respuesta no es tan evidente, puesto que no existen muchos estudios que examinen los efectos de la despenalización sobre el consumo de los adolescentes. Sin embargo, los miembros de las sociedades médicas exigen información “basada en evidencia científica”. Bajo estas condiciones, ¿qué es posible decir?
(1) Algunos estudios señalan que la despenalización de la marihuana aumenta la prevalencia del consumo (aumento del número de nuevos usuarios, de usuarios regulares y de la duración promedio de consumo), tanto en adultos como en adolescentes, fundamentalmente porque disminuye la percepción de riesgo, disminuye el precio del cannabis y aumenta la exposición a la droga. Además, el uso parental del cannabis ejercería una importante influencia en el potencial uso de los adolescentes.
(2) Sin embargo, otros estudios llegan a resultados distintos. Por ejemplo, un estudio recientemente publicado en la revista The Lancet(Julio 2015) concluye que la legalización de la marihuana para usos terapéuticos no aumentó el consumo de los adolescentes en Estados Unidos entre 1991 y 2014. ¿Será porque la legalización produce que los padres estén más vigilantes frente a un potencial consumo de sus hijos? Por cierto, se trata de un estudio que sólo considera los efectos de la legalización del cannabis para usos terapéuticos, y no para usos recreativos. Ahora bien, este artículo apunta a un problema fundamental: el hecho de que –eventualmente– pueda haber un aumento en la prevalencia del uso de cannabis no se explicaría necesariamente por su legalización, puesto que en el fenómeno influyen múltiples variables.
(3) Revisiones sistemáticas de la literatura actual sugieren que falta suficiente “evidencia” para concluir que la despenalización del cannabis por sí sola puede ser responsable de un aumento del consumo en los adolescentes. Dicho de otro modo, aún sabemos muy poco respecto a las relaciones entre factores macro-sociales, normas comunitarias, aspectos legales y uso, abuso o dependencia de la marihuana. Esto se debe a que la despenalización del cannabis es un fenómeno relativamente reciente.
Por otro lado, es importante subrayar que estas investigaciones no indican un efecto causal entre despenalización-percepción-uso-abuso-dependencia. No pueden hacerlo por una cuestión de diseño: el problema es multi-causal y existen muchos factores de riesgo que podrían estar asociados a la prevalencia. Asimismo, gran parte de estos estudios utilizan como perspectiva de análisis para asociar despenalización y uso la teoría económica de la “acción racional”: los individuos toman decisiones en función de la disponibilidad u oferta, o en función del efecto disuasivo del precio o la penalización. Una aproximación de este tipo reduce la complejidad del problema y no considera uno de los aspectos centrales de la droga: su consumo puede ser muchas cosas, menos racional… de hecho, no es evidente que la demanda sea demasiado sensible al precio.
Pero partamos del escenario hipotético en donde la despenalización del cannabis efectivamente aumenta el consumo. ¿Todo se reduciría entonces al problema de la prevalencia? No, puesto que también es probable que las consecuencias adversas o el daño producido por la sustancia sean menores en un contexto de uso legal. ¿Por qué? Porque bajo un marco de ilegalidad se produce mayor daño y sobredosis por unidad consumida debido a la menor calidad de la sustancia (sobre todo en el caso de los consumidores pertenecientes a los sectores más vulnerables). Como ya habíamos señalado, el problema del estatus legal del cannabis pone de relieve un dilema fundamental de toda política de drogas: cómo equilibrar la ecuación prevalencia-intensidad-daños.
Concentrémonos un momento en la cuestión del daño. Constantemente hemos escuchado de quienes se oponen a la despenalización del cannabis un argumento que se conoce como “hipótesis de la puerta de entrada”: el consumo de marihuana produce un incremento de la vulnerabilidad o del riesgo subsecuente de uso/abuso/dependencia a drogas más duras. Esta es una hipótesis que se encuentra en el corazón de distintos enfoques prohibicionistas en política de drogas. Sin embargo, es necesario hacer dos observaciones: (1) la mayoría de las personas que consume marihuana no consume otro tipo de droga más dura, y (2) distintos estudios muestran que la relación entre cannabis y drogas duras no es causal, sino que depende más bien de las características individuales del consumidor (rasgos de personalidad, circunstancias familiares, contexto social, etc.). Dicho de otro modo, el consumo de marihuana no constituye per se un riesgo de uso de drogas más duras.
Una alternativa a la hipótesis de la puerta de entrada es que las personas que son más propensas a consumir drogas tienen simplemente mayor probabilidad de comenzar con sustancias fácilmente disponibles como el tabaco, el alcohol o la marihuana, y sus posteriores interacciones sociales con otros usuarios de drogas aumenta sus posibilidades de consumir otro tipo de drogas. Si esta segunda hipótesis tiene mayor plausibilidad, entonces nos vemos obligados a repensar el foco de las políticas.
Esto no significa, por supuesto, que las sociedades médicas no tengan razón de preocuparse por los efectos sobre la salud pública que la despenalización pudiera tener. De hecho, tienen el deber de informarnos sobre los potenciales problemas (recordemos que una de cada diez personas que consume marihuana se vuelve adicta). La cuestión pasa más bien por reconocer que estamos frente a un problema sociológico y político complejo que desborda lo estrictamente médico-sanitario.
Concentrémonos ahora en un argumento de tipo social-securitario que se esgrime en contra de la despenalización de la marihuana: la despenalización aumentaría la delincuencia y la violencia en la sociedad, además de ser un buen negocio para los narcotraficantes. Sin embargo, nuevamente la “evidencia” indica que la despenalización de la marihuana no produce un aumento de la delincuencia, y que no existe información suficiente para afirmar que ello aumentaría o disminuiría el narcotráfico, aunque algunos estudios sugieren que la despenalización podría efectivamente producir al largo plazo una disminución de este problema. Todo dependería del tipo de diseño de la política.
Teniendo en mente este panorama, ¿cómo (re)pensar el objeto “droga”? Es aquí cuando se vuelve necesario prestar mayor atención al consumo de drogas en tanto fenómeno sociológico, desde el punto de vista de su distribución en la sociedad, sus representaciones y usos sociales.
En primer lugar, debemos partir por reconocer un hecho social: el consumo de drogas como la marihuana, cocaína y heroína está más extendido en las sociedades más desiguales. ¿Por qué? Porque la desigualdad no es sólo una cuestión de diferencias de ingreso, ella produce efectos psicosociales (ansiedades, brechas de expectativas, frustraciones) que lleva a las personas a tener mayor predisposición a consumir drogas como medios de compensación. De hecho, en psicopatología existe un relativo consenso en acerca de que en muchos casos el consumo de drogas constituye un verdadero intento de automedicación, en el sentido de que apunta a aliviar síntomas depresivos o evitar experiencias angustiantes que emergen en un contexto social y trayectoria de vida determinados.
En segundo lugar, si las percepciones importan, no son menos importantes las representaciones, imaginarios y significaciones sociales. Ellos son factores decisivos en la elaboración de fronteras entre el uso lícito e ilícito de una sustancia. Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede con el alcohol. El mismo estudio de SENDA que comentamos en la primera columna muestra que casi la mitad de los chilenos declaran haber consumido alcohol en el último mes, y dos de cada cinco señala haber tenido a lo menos un episodio de embriaguez en los últimos 30 días. De hecho, en América Latina y en Chile el primer problema de uso abusivo en adolescentes está asociado al alcohol. ¿Esto significa que prohibiremos su consumo? Por supuesto que no. Pero ¿por qué el abuso de alcohol no produce tantos problemas en la opinión pública? Precisamente por una cuestión de representaciones colectivas. El alcohol se inscribe en un imaginario de intercambio social, aparece como un factor de sociabilidad, mientras que la marihuana representaría más bien un repliegue sobre sí y un rechazo de la sociedad. En este sentido, el fumador de “pito” sería por definición antisocial. Fumar marihuana sería un mal en sí, un “flagelo social”, mientras que beber alcohol puede llegar a ser objeto de cultura y refinamiento. El problema con el alcohol comenzaría sólo cuando comenzamos a beber solos, es decir, cuando no inscribimos su consumo en ritos colectivos. Por lo tanto, en el caso del alcohol el problema no es tanto la desmesura, sino la relación social en la que se inscribe.
En otras palabras, (1) muchas veces las drogas tienen menos que ver con un problema de toxicidad que de institución (el alcohol, a diferencia de la marihuana, tiene un lugar en el espacio público); (2) algunas veces lo que conduce a establecer las fronteras entre lo lícito/ilícito se asocia menos al tipo de sustancia que al tipo de usuario. Dicho de otro modo, algunas drogas son prohibidas menos en función de su peligrosidad que en relación a los miedos y fantasmas que despiertan socialmente. De hecho, algunos estudios sugieren que utilizando un criterio de clasificación de daño más estricto que el habitual, el cannabis es menos dañino que otras sustancias legales, como el alcohol y el tabaco. No se trata, por supuesto, de minimizar o banalizar los efectos de la marihuana. Se trata más bien de insistir en la idea de que las fronteras entre lo prohibido/permitido y lo normal/patológico no son naturales.
En tercer lugar, es importante notar que en Chile tenemos un profundo desconocimiento de la realidad cotidiana de la droga, de sus usos y los modos de vida cotidianos de los consumidores. Cada droga tiene su propia gramática, es decir, sus reglas de uso. Las correlaciones estadísticas y los estudios de opinión dicen muy poco acerca de las relaciones y significaciones que los consumidores mantienen con la drogas. En este plano tenemos mucho que aprender. La experiencia de investigación desde las ciencias sociales (estudios etnográficos, historias de vida, seguimientos a largo plazo) en Holanda, Francia o Reino Unido muestra que la estigmatización del consumo –ya sea por el lado de la patologización o de la penalización– puede producir efectos paradójicos, pues contribuye a la no-integración social de los adictos y, lejos de disuadir, refuerza muchas veces la fascinación por la droga y los modos de vida marginales. Por lo tanto, una política pública que no tome en serio la vida cotidiana de las personas no puede sino estar condenada al fracaso.
Menciono todo esto para enfatizar que necesitamos abrir la discusión sobre las drogas. Ojo: abrir la discusión significa no pueden participar sólo los “expertos”. Todos estos antecedentes son necesarios para presentar argumentos y tomar decisiones informadas, pero las decisiones políticas no tienen por qué ser necesariamente “evidence-based”. La política es el espacio donde la ciudadanía delibera acerca de los asuntos comunes, acerca de la sociedad en la que queremos vivir, y esa discusión no se puede hacer a punta de papers ni puede estar supeditada a la autoridad de los expertos.
En un escenario de deliberación democrática, ¿cómo pensar una nueva política de drogas? ¿Cuáles son las alternativas posibles? ¿De qué experiencias podemos aprender? Ese será el objeto de la próxima columna.
Vea la primera parte de esta serie: Cannabis I: Cartografía de un debate
Vea aquí la tercera parte de esta serie: Cannabis III: Un problema de deliberación democrática