La Nueva Mayoría y el espíritu de las reformas
26.05.2015
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26.05.2015
Este año la cuenta pública presidencial se da en un ambiente enrarecido por los casos de financiamiento ilegal de campañas políticas, que han involucrado a importantes miembros de los poderes legislativo y ejecutivo [1]. Los casos Caval, Penta y SQM han afectado la evaluación de casi todas las instituciones y en tres meses han llevado la desaprobación del gobierno de un 54% a un 70%, nivel equivalente al del gobierno de Piñera “durante el clímax de las manifestaciones estudiantiles” [2]. Pese a que la comparsa entre los negocios y la política es bien conocida en nuestro país y que durante las últimas décadas hemos visto el contorno de casos similares bajo la alfombra de la política de los acuerdos, estas investigaciones han generado un mayor impacto en la “opinión pública”, tanto por la iniciativa del poder judicial, como porque llegan en una coyuntura distinta en relación a las identidades sociales o “representaciones colectivas”.
Una de las consecuencias más relevantes de las movilizaciones de 2011 es que por primera vez desde el retorno a la democracia vastos segmentos de la sociedad perciben que problemas significativos de su vida personal y familiar son causados por aspectos que van más allá de lo individual (son estructurales). Pero no sólo esto, con distintos niveles de claridad, dependiendo de la coyuntura, se ha instalado en el sentido común que estas causas estructurales se relacionan con el abuso empresarial y la permisividad de la política con los negocios. No es casual que el movimiento estudiantil de entonces cambiara las acostumbradas consignas de los 90 (contra el desmantelamiento y descuido de las universidades públicas) por un enfrentamiento directo contra el lucro en la educación privada.
La expansión desregulada de instituciones y mecanismos de financiamiento como el CAE permitieron cumplir la promesa de acceso a la enseñanza superior mediante el abuso desaforado de los mercaderes de la educación sobre algunos de los sectores más vulnerables económicamente, con tasas de interés del 6%, los aranceles relativos más altos del mundo y una oscura relación entre proyectos ideológicos, inmobiliarias e instituciones de educación superior [3]. Para empeorar las cosas, las altas tasas de deserción y el cierre de instituciones han dejado a miles de estudiantes en el camino, con una mochila llena de deudas.
La discusión política actual se ha visto arrastrada por este sentir colectivo respecto a la necesidad de transformaciones significativas y se ha orientado en mayor o menor medida a satisfacer o contener esta demanda. Toda la arquitectura discursiva que permitió la articulación y el triunfo de la Nueva Mayoría descansa sobre este horizonte de sentido. Por ello, en el segundo año de gobierno y con una serie de reformas en curso, este 21 de mayo aparece como una coyuntura relevante para discutir respecto a la capacidad de realizar transformaciones significativas en el rumbo que ha seguido la sociedad chilena desde el retorno a la democracia.
Como la memoria es frágil, conviene recordar que no es primera vez que la Concertación se debate entre el “espíritu” de las reformas y sus resultados. A inicios de los 90, el gobierno de Patricio Aylwin empujó una reforma tributaria que en el curso de las negociaciones con la oposición terminó aumentando el regresivo Impuesto al Valor Agregado (IVA) y descartando los cambios que se había anunciado en el programa sobre el aumento de impuestos directos a la renta. Durante el gobierno de Frei, la promesa de una modernización del Estado no revirtió el congelamiento de plantas funcionarias propiciando la expansión de los convenios a honorarios y la externalización, al punto que actualmente un tercio de los trabajadores del sector público son trabajadores externos [4].
En el gobierno de Lagos, el acuerdo político que permitió la reforma de Salud (AUGE) dejó fuera la propuesta de un Fondo Solidario y las medidas compensatorias contra la discriminación en el sistema, manteniendo su lógica de financiamiento. En el primer gobierno de Bachelet, se respondía al movimiento pingüino con una Ley General de Educación que modificó escasamente las directrices del sistema educativo, introduciendo cambios muy menores en relación a lo que se discute en la actual reforma. Ni que hablar de la reforma previsional, que lejos de resolver el problema estructural del sistema de pensiones chileno, reconoció la validez de la capitalización individual y optó por parchar con recursos públicos los déficit en las pensiones que pagan las AFP [5].
En lo que va de gobierno también se ha podido observar cierta ambivalencia entre el espíritu y el cuerpo de los proyectos de ley. Esto se manifiesta en una reforma tributaria que termina enredándose en la cocina, sin alcanzar el prometido fin al FUT [6]; una reforma educacional que avanza dando tumbos entre el rechazo de los docentes y un movimiento estudiantil que vuelve a aparecer; y una reforma laboral que promete fortalecer la acción sindical, pero se niega a reconocer plenamente el derecho a huelga (normada solo en los procesos de negociación colectiva) y a entrar en la discusión sobre negociación colectiva más allá de la empresa [7].
Para explicar esta ambivalencia en los procesos de reforma empujados tanto por la Nueva Mayoría como por la Concertación se han planteado posturas encontradas, al enfatizar o desconocer la existencia de diferencias ideológicas o programáticas sustantivas. De acuerdo a las tesis que postulan la unidad ideológica de la coalición, los resultados ambivalentes de las reformas empujadas o son consecuencia de la ausencia de condiciones políticas y económicas propicias para implementar un programa progresista o, al contrario, el ir y venir de las reformas y su resultado final es parte de una estrategia consciente, orquestada para profundizar el neoliberalismo.
El sociólogo Manuel Antonio Garretón plantea que este tipo de perspectivas desconoce las contradicciones internas que acabaron truncando la realización del “proyecto histórico de la Concertación”, dejándola entre un “progresismo limitado” y un “neoliberalismo corregido”. Entre estas contradicciones destaca: un clima ideológico en que predomina la idea de que no existe alternativa posible al capitalismo; la tensa convivencia entre una visión de derecha (cercana a los principios neoliberales), una visión pragmática (tecnocrática y economicista) y una visión progresista cuyo horizonte es el “crecimiento con igualdad”; y, como expresión de lo anterior, el choque entre un discurso de corte socialdemócrata y una dirección económica de corte liberal que se traduce en el predominio del Ministerio de Hacienda dentro de los sucesivos gobiernos.
Para explicar el vector resultante de estas contradicciones, Garretón destaca además la oposición de la derecha a todo cambio sustancial del modelo socioeconómico y la precariedad en la constitución de los actores afines a esta transformación [8].
Las discusiones que han agitado el escenario político reciente no plantean gran novedad en estos términos, aunque persistan opiniones que plantean distinciones entre la Concertación y la Nueva Mayoría [9]. Basta considerar, por ejemplo, las discusiones respecto al cambio de gabinete y los acostumbrados cambios de luces entre Hacienda y los empresarios. Una vez más, el refrito de las disputas entre “autoflagelantes” y “autocomplacientes” da para varios titulares. La receta de la Nueva Mayoría para despejar temores respecto a su convicción (ahora sí que sí) de realizar cambios sustantivos ha salido al ruedo en los últimos meses bajo la figura de una nueva Constitución. ¿Será este el broche de oro de los 25 años de reformas de la ex Concertación, hoy Nueva Mayoría?
El papel que ha jugado el empresariado en la discusión sobre las reformas y las respuestas que ha recibido desde el gobierno y la oposición, muestran una arista relevante en la discusión sobre la capacidad de empujar cambios significativos a las herencias dictatoriales que han configurado el Chile actual. Esta arista obliga a sustraerse de la arena de los partidos, para observar el carácter del Estado.
En particular, en la discusión y tramitación de las reformas tributaria y laboral, el gran empresariado no tardó en sacar a relucir su comportamiento frondista [10], poniendo el grito en el cielo por transformaciones que, si se observa el panorama institucional del país y la experiencia comparada, no revisten mayor radicalidad. Estamos hablando de una reforma laboral que pretende garantizar derechos que los mismos empresarios opositores deben respetar en otros países donde invierten capital y una reforma tributaria que busca reducir la evasión mediante la acumulación libre e indiscriminada de una zona franca sin impuestos para el empresariado. Esta “campaña del terror” entrega un mensaje bastante claro: desde sus instituciones gremiales y centros de pensamiento, el empresariado defenderá la invariabilidad de la actual institucionalidad.
Con los partidos de derecha desarticulados y la crisis transversal de la política, quedó claro que la oposición real a cualquier iniciativa de cambio está en los directorios, esos mismos que aprueban donaciones regulares e irregulares para financiar la política. La otra cara de la moneda es el desprestigio de la política, los crecientes niveles de abstención electoral, la incredulidad en el empresariado, etc.
El contraste entre la obsecuencia del empresariado y la incredulidad de la ciudadanía se explica por los resultados económicos de las últimas décadas, caracterizado por el aumento de la concentración económica y la desigualdad. Recordemos que de acuerdo a los datos de Casen 2013 un 50% de los trabajadores gana menos de $260.000, que el 58,9% de los “emprendedores” chilenos gana mensualmente $375.000 o menos (de acuerdo a la tercera Encuesta de Microemprendimiento de 2013) y que, mientras tanto, el 1% más rico concentra el 30,5% de los ingresos del país [11].
Por lo demás, con todo lo que se ha hablado respecto a la desaceleración económica, las ganancias de la banca y la gran empresa parecen no acusar recibo del golpe. El colmo, para quienes apuntan al modelo neoliberal como causante de estos contrastes, es que estos resultados no se han logrado por el libre juego del mercado: el rol del Estado ha sido fundamental para garantizar las ganancias de la gran empresa, como apuntan en una reciente publicación Boccardo y Ruiz [12].
La muestra más extrema de los procesos de acumulación por desposesión que garantiza el Estado es el sistema de AFP, que como ha señalado el mismo José Piñera, ha contribuido a la expansión de los negocios mediante la inyección de capitales frescos a la gran empresa y la banca [13]. Mientras diez bancos y empresas IPSA reciben capitales mayores a los US$ 40.000 millones provenientes de fondos administrados por las AFP, nueve de cada diez pensiones de vejez que paga el sistema son inferiores a $148.000 [14]. La proliferación de negocios subvencionados por el Estado para la provisión de servicios sociales abarca otra gran dimensión de esta garantía estatal a la acumulación privada.
¿Qué tiene que ver esto? Norbert Lechner señala que una de las dificultades habituales en el estudio del Estado es abordar su análisis con una visión cosificada del poder, “que visualiza el carácter clasista del Estado como un contenido intercambiable dentro de una forma neutral” [15]. Para Lechner, el Estado se constituye como la organización de un “sentido del orden” que mediatiza las acciones de los agentes (individuales y colectivos) y permite su coordinación en términos normativos.
Desde este punto de vista el curso de las reformas se ha mantenido en la discusión respecto a las transformaciones del Estado como aparato, sin cuestionar o problematizar la distribución del poder que se materializa en su carácter profundamente empresarial. Esto no es casual, pues una de las características más relevantes de los Estados burocrático-autoritarios del cono sur (incluyendo la dictadura chilena) fue la desmovilización de las clases sociales que empujaron la consolidación del Estado Nacional Popular (en sus variantes de matriz populista o de frentes populares) [16].
De esta manera, con la vuelta de la democracia no solo se mantienen algunos “enclaves autoritarios” institucionales, además se mantiene el carácter de un Estado que apuntó a la desmovilización social y privilegió la integración de una nueva clase empresarial que fue creciendo al alero del aparato estatal. Así, fue consolidándose como la clase hegemónica, que no solo financia la política, sino que impone el criterio de racionalidad que establece los límites de las reformas.
El pasado 19 de mayo Tironi destacaba en El Mercurio “el hecho histórico” de que los chilenos piensen que la empresa y el capitalismo son una herencia de la revolución dictatorial, argumentando que con una nueva Constitución será posible remarcar que la justificación del capitalismo y la gran empresa (que ha traído grandes beneficios para el país, señala) está en el futuro y no en el pasado. Posiblemente una nueva Constitución permita cambios relevantes en el aparato estatal y otras esferas de la vida nacional, sin embargo, difícilmente despejará la herencia dictatorial que determina el carácter empresarial del Estado y las consecuencias económicas de esta hegemonía empresarial. Sus efectos se manifiestan de manera cotidiana y sus consecuencias inciden directamente en el bienestar material de los ciudadanos.
Lo positivo del “hecho histórico” está en los cambios que se están produciendo en las identidades sociales y representaciones colectivas. El desafío para la ciudadanía radica en el proceso que traduce esta conciencia en formas de acción colectiva que puedan ir a contracorriente del “sentido del orden” en que se agitan las reformas.