Selección escolar: la invisible libertad de los niños
09.12.2014
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09.12.2014
La idea de eliminar la selección escolar ha generado un interesante debate en las últimas semanas. Arturo Fontaine y Sergio Urzúa –ex investigadores del CEP- han puesto énfasis en la restricción que ésta supone a la libertad de enseñanza, pues dificultaría la armonización entre colegio y familia. Textualmente: “El niño requiere cierta coherencia entre la casa y el colegio. Cuando eso no ocurre -cualquier profesor lo sabe- la tarea se hace muy ardua” (ver columna en EL Mercurio).
Por otro lado, Alejandro Carrasco y Alfonso Donoso -profesores de la PUC-, y posteriormente Gragory Elacqua -investigador de la UDP-, remarcan que el fin de la selección no restringe la libertad de los particulares de recibir u otorgar educación, y que además tiene importantes ventajas para el interés común. Carrasco y Donoso dicen textual: “Estas prácticas, agudizadas en esquemas de mercado, permiten que intereses privados constriñan las exigencias de justicia” (ver carta en El Mercurio).
Puesto así, este parece ser el debate clásico de liberales y socialdemócratas respecto de la educación: los primeros defendiendo las libertades de los ciudadanos, los segundos el bien común.
Quisiéramos protestar contra este doble error.
El argumento de Fontaine y Urzúa no es liberal, es conservador. Otorgar la responsabilidad de la educación de los niños a la sociedad antes que a la familia es precisamente la base del pensamiento liberal. Este es el punto de inicio de la educación pública, una antigua -y olvidada- bandera liberal.
La libertad de las familias y las comunidades que defienden Fontaine y Urzúa puede ser reclamada, sin duda, pero no se trata de una causa liberal. Como ellos mismos indican en sus ejemplos, aluden a vínculos sanguíneos, de lengua o religiosos. Su argumento es exactamente el de los conservadores del siglo XIX, poniendo a la lengua, la consanguinidad o la religión por encima de la sociedad.
La respuesta de Carrasco, Donoso y Elacqua intenta volver compatible la prohibición de la selección con la libertad de enseñanza. Desafortunadamente, su reflexión parte de la libertad de las familias y las comunidades como entes privados, no de la libertad de los niños a socializarse en las instituciones públicas, ni de la sociedad de auto-determinarse a través de la educación.
La libertad de enseñanza, intentan argumentar, no puede ser libertad de segregación. Pero aquí Fontaine y Urzúa tienen un buen punto: si la libertad de enseñanza no garantiza la libertad de segregación en virtud dela religión, la lengua o un vínculo comunitario, más bien parece una libertad de mercado, y no educativa.
Tienen razón: la bandera conservadora que levantan es trastocada con el fin a la selección. Pero sus contradictores también la tienen: la libertad secular de los privados no se anula con la medida propuesta, siempre y cuando haya un voucher universal y no exista copago. Incluso, sin trabas selectivas, la competencia entre las instituciones -tal como decían los economistas neoclásicos en su defensa de la moderna propiedad privada- puede traer beneficios comunes.
En síntesis, no debatimos entre lo público y lo privado, sino entre el antiguo régimen y la moderna propiedad privada. Conservadores se visten de liberales, y neoliberales de progresistas.Cualquier semejanza con la política chilena de las últimas décadas no es mera coincidencia.
En este debate lo público es invisible. Sin ser ni un mercado racional y ni un espacio de libertad para las familias y comunidades -salvo las de la élite-, la educación chilena terminó siendo un nicho rentista de subsidios públicos para los privados. Esto explica la desmodernización educativa de los últimos años y la crisis de sentido de la educación pública. Evidencia de esto sobra.
Desde una perspectiva moderna, el problema de la selección y la libertad no está en cuánto afecte a religiones, familias o comunidades. Tampoco en su impacto en el capital humano o la igualdad de oportunidades.
Está en la libertad de los niños de socializarse en un ambiente libre, laico y democrático.Y en la libertad de la sociedad de auto-determinarse secularmente en un sentido cultural y cognitivo. La respuesta en ambos casos se llama educación pública. El sentido de las repúblicas es que podamos ser libres en esta perspectiva secular y ciudadana. Esta es la verdadera libertad de enseñanza. La que se nos ha negado desde hace décadas.
Esto no implica que las libertades privadas, y la misma educación privada, desaparezcan. Menos la familia en sí. El discurso hipócrita de su defensa esconde el hecho de que han sido los neoconservadores y los neoliberales los que la erosionan, con una legislación laboral que no da tiempo a los trabajadores para la vida íntima y el cuidado de sus hijos, y también con la oposición conservadora a formas más amplias de amor y procreación.
El punto es que las instituciones públicas no pueden reducirsea simple financiamiento y regulación subsidiaria de los privados, ni la discusión sobre las condiciones de tal arreglo subsumir todo el debate público.El Estado subsidiario no es siquiera neoliberal, es pre-republicano.
En el siglo XXI la educación pública debe ser democrática, realizando su promesa históricamente incumplida de igualdad y libertad.Debe ser diversa, expresando la riqueza de las orientaciones ciudadanas, y no sólo las de las comunidades y las familias. Y debe ser de calidad, utilizando el potencial creativo y colaborativo de los ciudadanos hoy despilfarrado en la competencia de mercado.
Una vez llegado a este punto, el problema de la selección deja de ser la cáscara de los reclamos pre-republicanos de las élites contra los defensores racionales del mercado, y se puede abordar poniendo como prioridad la olvidada libertad de la sociedad y de los niños.
Por lo visto, la lucha por conquistar nuestras libertades públicas, la lucha de Andrés Bello, Valentín Letelier, del movimiento social de 2006 y 2011, y de los profesores hoy, sigue siendo necesaria y está más vigente que nunca.