Educación Superior Técnico Profesional: ¿El “pariente pobre” de la enseñanza universitaria?
15.09.2014
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15.09.2014
Las movilizaciones estudiantiles de los últimos años han puesto a la educación en el corazón de la agenda pública nacional. Se ha abierto una ventana de oportunidad para transformaciones profundas de nuestro sistema educativo en todos sus niveles, cuyo desenlace aún está abierto y tensionado entre las fuerzas políticas y sociales de cambio que han hecho posible esta chance histórica, y los sectores e intereses que procuran mantener los aspectos sustantivos de nuestro actual mercado educativo en sus diferentes niveles.
Durante muchos años, en el marco de la discusión educacional, el sector de educación técnico-profesional (TP) ha sido uno de los grandes olvidados. Con las discusiones surgidas desde las movilizaciones y las propuestas de política pública que circulan, ha tenido algunas apariciones, pero de manera tangencial e incipiente. Este artículo busca dar cuenta de algunas de las principales conclusiones preliminares de la investigación “El poder económico y social de la Educación Superior en Chile: Educación Superior Técnico Profesional” (vea aquí el informe de esa investigación), continuando la línea abierta desde CEFECH para el sector universitario.
La importancia de este sector se redobla considerando la pérdida de terreno que ha experimentado este tipo de enseñanza en su nivel medio, en lo que respecta a constituir una vía directa hacia el mundo laboral, fruto de la expansión y complejización del sistema educativo chileno. Resolver la necesidad de producir una articulación coherente entre la educación técnico-profesional de nivel medio y su par de nivel superior, implica necesariamente preguntarse cómo es que debe organizarse esta última, actualmente entregada únicamente y sin mayores regulaciones a los vaivenes de la oferta y la demanda del mercado de las credenciales.
Tanto el marco institucional de nuestra educación superior, como el comportamiento del mercado del trabajo, han propendido a condenar a la educación superior técnico-profesional a la profecía autocumplida de ser entendida como el “pariente pobre” de la educación universitaria. Se desperdicia así el potencial estratégico de una educación orientada a la producción, sobre la base de carreras cortas
En este sentido, un aspecto nocivo de las tangenciales apariciones de la Educación Superior Técnico Profesional (ESTP) en el debate ha sido el asumir como dado, natural e irreversible el marco institucional impuesto con la reforma educativa de la dictadura. Dicha transformación convirtió la tradicional distinción académica entre educación “universitaria” (orientada a la investigación y continuidad de estudios) y “vocacional” (enfocada directamente al mercado del trabajo y basada en carreras cortas), en una rígida arquitectura vertical de tipos de instituciones, que de manera explícita sitúa al sector técnico-profesional en el escalafón más bajo. Así, por ejemplo, la introducción de Centros de Formación Técnica (CFT) estatales, si bien constituye una positiva señal de valoración de la educación pública, asume como predeterminado que la forma de organizar la educación de carácter técnico sea a través de este tipo de instituciones. Lo mismo ocurre en el debate respecto a si abrir la llave de la eventual gratuidad a los CFT e Institutos Profesionales (IP), asumiendo que estas instituciones deben mantenerse inalteradas tal cual son.
Para introducir un debate fructífero, esta naturalización puede y debe ser cuestionada, pues (como veremos) ha sido justamente uno de los factores que ha condenado a la educación superior técnico-profesional a la profecía autocumplida de ser entendida y apuntada como el “pariente pobre” de la educación universitaria. Se desperdicia así el potencial estratégico de una educación orientada hacia las labores de producción, sobre la base de carreras cortas, que permitan la inserción y cualificación de vastos sectores del país en torno a tareas estratégicas para el desarrollo nacional.
La educación técnico profesional nació en Chile con la creación de la Escuela de Artes y Oficios en 1849, siendo la primera de varias escuelas surgidas en las décadas siguientes a lo largo del país, ligadas principalmente al ámbito minero. Asimismo, en la década de 1920 nació en Valparaíso la U. Técnica Federico Santa María (UTFSM), primera institución de educación superior que pondría su énfasis en este tipo de profesionales. Por su parte, en las décadas posteriores surgieron más de 500 academias, institutos y escuelas privadas, para ofrecer una variedad de estudios que irían desde peluquería hasta administración de empresas y que, por lo general, se constituyeron al margen del sistema regular, al punto que la mayoría de ellas no exigía licencia de educación media.
El actor pionero y preponderante en lo que puede considerarse como un sistema orgánico de educación técnica de nivel superior propiamente tal, será la Universidad Técnica del Estado (UTE), institución estatal y a escala nacional orientada a la formación de “profesionales para la producción”, surgida durante los años ’30 a partir de la fusión de las principales escuelas politécnicas existentes hasta entonces. La creación de la UTE es indisociable de la estrategia de desarrollo que adopta el país, basada en una activa política industrial promovida desde el Estado, cuestión que trajo consigo una fuerte necesidad de planificación y coordinación de las actividades productivas y, por tanto, una demanda significativa de profesionales especializados en ellas.
En la década de 1960 destacarán dos hitos que marcan un escenario favorable a la expansión y consolidación de la educación de carácter técnico en Chile: la reforma educativa emprendida por el gobierno de Frei Montalva y los movimientos de “reforma universitaria”, que convergerán hacia un esfuerzo de apertura de la educación superior. Será a partir de este doble proceso que se producirá el primer gran shock de expansión de la matrícula en la educación superior, perfilándose, ya desde 1965, una tendencia a la incorporación masiva de nuevos sectores.
En dicho contexto, la valorización social de la educación de carácter técnico tuvo dos importantes expresiones. Por un lado, el surgimiento de dos grandes “centros de capacitación”: el Instituto Nacional de Capacitación Profesional (Inacap) creado en 1965 por la Corfo, y el Departamento Universitario Obrero-Campesino (DUOC) de la Universidad Católica, creado en 1968. Por otra parte, la significativa expansión que experimentó la UTE en aquellos años, que la convirtió en el principal dinamizador del crecimiento de la educación superior: durante el período, la UTE prácticamente quintuplicó su matrícula sobre la base de carreras cortas orientadas hacia la producción, al punto que para 1973 ya contaba con sedes y convenios por todo el territorio nacional, se encontraba generando sus primeros centros de investigación aplicada en regiones y solo meses antes del golpe militar había firmado un convenio de ampliación con la Unesco. Un botón de muestra del proceso general que la dictadura militar truncó y que la reescritura neoliberal de la historia de nuestra educación ha optado por omitir.
En efecto, luego de unos primeros años de dictadura marcados por el cierre de carreras y el desmantelamiento de cuerpos académicos y estudiantiles, las reformas de 1981 sientan las bases para una educación de mercado en todos sus niveles, tanto respecto a la oferta institucional como a la demanda por parte de las familias. En dicho proceso, además de desmembrarse la UTE en sus diferentes sedes regionales, se crearon dos nuevos tipos de instituciones de educación superior: los Institutos Profesionales (IP) y Centros de Formación Técnica (CFT), facultados legalmente para perseguir fines de lucro (a diferencia de las universidades).
Es importante mencionar que la estructura establecida de la educación superior no contempla soluciones de continuidad entre sus niveles. Por el contrario, con la reforma de 1981 se estableció una jerarquía de credenciales asociadas a tipos diferenciados de instituciones. Así, las universidades se sitúan en la cúspide y pueden entregar cualquiera de los títulos que existen: profesionales con grado académico (licenciatura), profesionales sin licenciatura y técnicos de nivel superior. Los IP solamente pueden ofrecer los dos últimos, mientras que los CFT única y exclusivamente están facultados para entregar credenciales de carácter técnico.
Cabe destacar también que la política del MINEDUC desde los ‘90 en adelante se orientó a consolidar dicha jerarquía, promoviendo entre las universidades (vía recomendación e incluso planteando quitarles financiamiento) no impartir carreras técnicas ni profesionales cortas, con el objetivo declarado de evitar la “competencia desleal” respecto a los IP y CFT, y evitar confusiones entre los estudiantes acerca del carácter profesional o técnico de la carrera en que se encuentran. Un fenómeno gráfico de esta política es la existencia de 14 instituciones constituidas actualmente como IP o CFT, pero que de manera directa o indirecta dependen de alguna universidad.
Si en el proceso abierto desde 1965 fueron las universidades públicas y particularmente la UTE las que encarnaron la expansión del sistema, con las reformas de los años ’80 los actores dinámicos del crecimiento de la matrícula en educación superior serían precisamente las nuevas instituciones privadas. Sin embargo, las trayectorias de los tipos de actores institucionales han sido distintas, siendo posible desagregarlas en tres grandes períodos: los años ‘80, donde crece toda la matrícula privada; el extenso período 1990-2005, donde el crecimiento se concentra en las universidades privadas, mientras se estancan los IP y decaen los CFT; y los años posteriores al 2005, donde se estancan las universidades y las instituciones técnico-profesionales (especialmente los IP) recién comienzan a crecer.
Respecto a este último período, algunas voces lo han atribuido de manera prácticamente exclusiva al financiamiento a partir del Crédito con Aval del Estado (CAE). Siendo éste, sin duda, un factor, resulta poco plausible agotar en él la explicación si se considera que desde 2009 se ha estancado el crecimiento en las universidades privadas (también sujetos de este financiamiento). Las trayectorias descritas en el párrafo anterior deben necesariamente ponerse en relación con el carácter socioeconómico que ha tenido la expansión de la matrícula post-reforma de 1981, pues ésta no ha sido socialmente homogénea: por el contrario, se ha caracterizado por beneficiar en primera instancia a los sectores de mayores ingresos, y solamente cuando éstos han alcanzado un punto de saturación en su demanda se ha abierto la puerta a los sectores inmediatamente adyacentes (Orellana, 2011).
A partir de la relación entre ambas dimensiones del fenómeno de la cobertura, puede sostenerse una hipótesis significativa respecto del marco institucional de nuestra educación superior. El establecimiento de una jerarquía vertical de tipos de instituciones ha tenido como consecuencia la entrega de una señal casi explícita a las familias de que la educación técnica y las carreras cortas son una opción a la que solo cabe acudir cuando el puntaje no alcanza para una universidad o cuando, simplemente, ya no caben más estudiantes en ésta. No es casualidad que la masificación del sistema haya provenido de manera preponderante desde las universidades y que el sector técnico-profesional comience a protagonizar el crecimiento del sistema únicamente en los años recientes, cuando la saturación del sector universitario se torna evidente, incluso al nivel de sus instituciones más de masas.
Puesto así el panorama, en lo que respecta a las decisiones de inversión que adoptan las instituciones, se configura un sector de IP y CFT que difícilmente se comportará distinto de como lo hacen las universidades de masas (ver CEFECH 2013): a saber, instituciones que manifiestan una relación marcadamente inversa entre el aumento exponencial que experimentan sus ingresos reales y la inversión en insumos necesarios para el desarrollo de la docencia.
Gráfico 1
Tasas de crecimiento promedio en ingreso por institución e insumos para la docencia, 2005-
2013
Por otro lado, si ya el marco institucional de la educación profesional entrega a las familias señales negativas respecto a la educación técnico-profesional, el mercado del trabajo tiende a ratificarlas. Aún cuando desde los gobiernos y el sector productivo se suele reafirmar en el discurso la importancia de la educación técnico-profesional y se ha lamentado la “falta de técnicos” en relación a los países desarrollados, aquello no pareciera tener un correlato con lo que efectivamente está siendo capaz de demandar nuestra actual matriz productiva, distinta a la de aquellos países cuyas estrategias de desarrollo se basan en la alta participación de actividades que producen bienes y servicios intensivos en conocimiento.
Aún cuando desde los gobiernos y el sector productivo se suele reafirmar en el discurso la importancia de la educación técnico-profesional y se ha lamentado la “falta de técnicos” en relación a los países desarrollados, aquello no pareciera tener un correlato con lo que efectivamente está siendo capaz de demandar nuestra actual matriz productiva
Si bien la saturación del sistema universitario ha traído consigo la incipiente existencia de algunas carreras en el escalafón más alto (principalmente del sector de IP) que pueden resultar más rentables que las peores carreras a nivel universitario, a nivel agregado y en términos sustantivos la tónica es de una gran paradoja. Por un lado se apela a la “falta de técnicos” (es decir, una demanda de trabajo superior a la oferta), mientras por otra parte en el mercado de los trabajadores surgidos de estas instituciones se aprecian varias consecuencias de un escenario exactamente contrario.
Así, por ejemplo, al observar la serie de la Nueva Encuesta Nacional de Empleo del INE, por lo general, tanto entre los egresados de CFT e IP, como entre los que no completaron dichos niveles, se observan niveles de desempleo (tanto abierto como “integral”) convergentes con la situación experimentada a nivel de toda la población del país. Asimismo, se aprecian también altos niveles de subempleo, observándose que entre quienes completaron estudios en algún IP y sí se encuentran ocupados, más del 50% lo están en labores de baja presencia técnica y/o profesional, cifra que supera el 58% en el caso de los egresados de IP. Finalmente, la estabilidad y formalización de los empleos tampoco arroja cifras alentadoras, pues solo un 55% de los egresados de CFT que trabajan lo hacen con contrato indefinido y protección laboral, cifra que asciende al 53% en el caso de los IP.
En definitiva, tanto el marco institucional de nuestra educación superior, como el comportamiento del mercado del trabajo, han propendido a condenar a la educación superior técnico-profesional a la profecía autocumplida de ser entendida como el “pariente pobre” de la educación universitaria. Se desperdicia así el potencial estratégico de una educación orientada a la producción, sobre la base de carreras cortas, que permitan la inserción y cualificación de vastos sectores del país en torno a tareas estratégicas para el desarrollo nacional
Como bien lo conoce la sabiduría popular (y lo trabajamos en CEFECH, 2013), en nuestro país no cursar estudios superiores es prácticamente un boleto seguro a la precariedad. De ahí que miles de familias depositan sus esperanzas en la educación superior como herramienta para alcanzar un futuro mejor. En este contexto, la propia dinámica del sistema ha invitado por décadas a las familias a apostar sus fichas preferentemente a la educación universitaria por sobre la técnica. Con el agravante de que entre las universidades también se manifiestan en modo relevante realidades precarias en términos de inserción laboral, aún entre quienes terminan los estudios.
Esto trae consigo grandes desafíos. En primer lugar, la situación actual de la educación superior técnico-profesional no puede pretender resolverse de manera aislada, independiente de la globalidad de la educación superior. Asimismo, tampoco resultará una solución completa la mera inyección de recursos fiscales y la entrada de “competidores públicos” (asociados a universidades públicas que el Estado ha dejado muy abandonadas a su suerte) dentro de un esquema institucional jerarquizado asumido como dado, natural e irreversible. Se torna imperativo cuestionar lo que ha sido el marco institucional de nuestra educación superior, así como también la estrategia de crecimiento de ésta, altamente inorgánica y carente de planificación, con las consecuencias que se han visto. La prohibición del lucro, en este sentido, también resulta un aspecto crítico e ineludible.
Por otro lado, la oportunidad histórica que han abierto las movilizaciones sociales para introducir transformaciones profundas, hacen necesario preocuparse de toda la cadena que lleva involucrada. En este sentido, el desafío también corre para nuestra matriz productiva, que juega un rol a la hora de construir un país capaz no solamente de formar capacidades, sino también de extraer todo el potencial creativo de éstas para el desarrollo, sin que finalmente la política pública hacia la educación superior termine siendo un mero subsidio al desempleo, el subempleo y la precarización. Aquello abre un desafío y posibilidades de investigación que pueden y deben ser exploradas en el futuro. Pero, sobre todo, da cuenta de un aspecto cuya transformación debe ir necesariamente de la mano con la que hoy ocurre a partir del debate educacional. Sin esta sinergia como meta, la ventana de oportunidad que nos hemos dado como país puede terminar cerrándose de par en par.