Las lecciones que dejó en México el virus A H1N1
20.05.2009
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20.05.2009
El 23 de mayo se cumple un mes desde que el gobierno mexicano sonó la alerta sanitaria por el hallazgo del virus AH1N1 que a los mexicanos nos puso los pelos de punta, nos proscribió al encierro, y que, estornudo a estornudo, sigue alterando nervios en todo el mundo.
Ahora que el marcador oficial nos da 74 mexicanos muertos y 3 mil 734 contagiados y que la cordura va dejando atrás a la histeria, me aventuro, con más dudas que certezas, a esbozar algunas de las lecciones que aprendimos desde el epicentro de la pandemia.
La reacción que siguió al anuncio del nuevo virus fue de psicosis. En cuestión de horas la estampida desapareció cubrebocas, antivirales, vacunas, botellas de cloro y geles desinfectantes de las vitrinas de las farmacias. Pensábamos que íbamos a morir fulminados por un microbio hasta entonces desconocido, emparentado con el cerdo, que posiblemente se transportaba en el aire y mataba como gas letal.
Paradójicamente, con el tiempo vimos que el contagio se evitaba con apartarnos de las personas con gripe, cuidando no compartir mocos, apretones de mano y saliva, y siguiendo los consejos maternos de la infancia: lávate las manos con agua y jabón.
Pronto supimos que había una cura para esta peste: el antiviral Tamiflu era el eficaz remedio que sacaba a la mayoría de los enfermos de la cama.
Antes de poder asegurarnos una dosis (lo cual era altamente improbable en un país con 105 millones de habitantes y una reserva de 1 millón de frascos), el gobierno recogió todas las cajas en existencia.
La lógica del embargo es que lo peor que uno puede hacer es automedicarse sin tener certeza del contagio, pues, además de agotar las reservas nacionales, el uso indiscriminado de Tamiflu hace al virus más resistente.
Lo malo es que los estudios en Estados Unidos indican que la mitad de los enfermos pueden ser asintomáticos, no presentan gripe, fiebre e insuficiencia respiratoria aguda (los síntomas que el gobierno mexicano estableció como los oficiales y únicos dignos de tratamiento). La “prueba rápida” que se aplica en los centros médicos de México sólo acierta en el 60 por ciento de los casos. Si se suma la mala suerte (no hay fiebre y la prueba falla y, por lo tanto, el gobierno niega los medicamentos), quienes creen que están contagiados recurren al mercado negro donde un tratamiento cuesta 675 pesos (55 dólares).
Desde el principio se nos dijo que no debíamos preocuparnos por la falta de vacunas porque, de todos modos, ninguna servía para contrarrestar esta nueva cepa. Esa fue una verdad a medias. O una mentira piadosa.
La vacuna que se aplica a niños y ancianos en invierno para la “influenza estacional” no protege totalmente del nuevo virus, pero sí “parcialmente” (la mayoría de los enfermos fueron jóvenes que no estaban en el rango de edad de vacunación).
El hallazgo no sirvió de mucho: las escasas vacunas sobrantes se usaron para inmunizar a médicos, enfermeras y a los impopulares políticos; el resto de mortales no tuvimos acceso.
Con el paso de las semanas, la dictadura del cubrebocas (el uniforme oficial mexicano) comenzó a cuestionarse. Se volvía más dudoso su uso cuando uno miraba al Ministro de Salud y al propio Presidente rodeados de funcionarios, todos sin la mascarilla salvavidas encima de nariz y boca. ¿Acaso ellos sí eran inmunes?
En una entrevista con el diario El País, el funcionario encargado de vigilar la epidemiología de los mexicanos reconoció que el rectángulo celeste no evitaba el contagio pero se lo repartían a la gente para que se sintiera más segura. Quienes leímos la entrevista jubilamos su uso.
No ocurrió así entre los médicos que estuvieron en las trincheras, en la primera línea de fuego contra “el bicho”. Uno de ellos, en pleno campo de batalla hospitalario me dio una explicación sensata para su uso: “El cubrebocas sirve sólo para no contagiar a otros y empeorar la situación. ¿Te imaginas que seas portador y por andar sin cubrebocas el virus se expanda y llegue a los lugares donde no hay doctor ni agua?”. Ni hablar.
Al día siguiente el médico tuvo que ser aislado y yo suspiré de alivio.
El virus no se contagia por comer carne de cerdo. No salta más de dos metros en un salivazo. No se transporta en el aire. Tiene la posibilidad de mantenerse un par de horas agazapado en alguna superficie inerte (por ejemplo, un teléfono celular) en forma de moco o saliva. El virus tarda en incubar cerca de tres días por lo que una persona contagiada no se da cuenta hasta que comienza a sentir los síntomas de la gripe, casi siempre aderezados con calentura de 39 grados. El cuerpo contagiado se convierte en propagador del virus aproximadamente cinco o siete días, dependiendo de si tomó antivirales los primeros días. Si muere, el virus muere con él.
No hubo gran diferencia de género entre los enfermos, aunque quienes cayeron en cama fueron poco más mujeres que hombres, y una cuarta parte eran amas de casa. La mayoría de los contagiados tenía de 20 a 54 años.
Desde que se tuvo evidencias de la letalidad del AH1N1 surgió una duda: ¿el virus respeta la nacionalidad o por qué los contagiados mueren en México y no en Estados Unidos? Sospechábamos que ocurría algo extraño. Hasta el momento sólo tres estadounidenses han fallecido (uno de ellos mexicano).
Pronto empezó a caer la venda: los mexicanos estamos acostumbrados a no acudir al doctor porque los servicios médicos son costosos y el servicio público es de mala calidad y está sobresaturado. Para no enfrentarnos a la burocracia, tenemos la costumbre de aguantarnos el dolor, de automedicarnos o de acudir con médicos pasantes que recetan remedios “similares”, más baratos y con fórmulas parecidas.
Esa costumbre estranguló a varios.
Al principio, cuando no se conocía la existencia del virus y sus síntomas se confundían con neumonías, murieron por igual pobres y ricos, en hospitales públicos y privados.
Una vez que se supo la identidad del microbio (influenza tipo A H1N1) murieron enfermos que se aguantaron la gripe durante varios días y que llegaron moribundos a los servicios de urgencias. Casi siempre fallecieron quienes tuvieron que ser “entubados” para respirar.
El deficiente sistema de salud terminó por darles el empujón al abismo.
La muerte por influenza en México tuvo el rostro de médicos, como el subdirector de un hospital público que estuvo en una infinita lista de espera mientras se liberaba una cama, un neumólogo y unos antivirales. O de un migrante recién retornado de Estados Unidos que pasó sus últimas horas en una silla, compartiendo el aire y el hombro con otros enfermos en la sala de urgencias. O de una joven arquitecta recluida sin diagnóstico junto a pacientes contagiados porque tenía algo parecido a una gripa. O de un chofer que tuvo que esperar su turno para que en el hospital hubiera un ventilador disponible que le ayudara a respirar.
Los fallecidos compartían entre sí un historial de diagnósticos errados o tardíos, el peregrinar previo entre clínicas (públicas, privadas o “similares”), el purgatorio en salas de espera, la indisposición de fármacos que les salvarían la vida. Y, obvio, la mayoría eran pobres. Sus vidas quedaron estranguladas en el embudo de un sistema de salud que arrastra males crónicos degenerativos.
Cuando descubrimos que los narcotraficantes matan más personas al día que el “pinche virus”, nos arrancamos el cubrebocas y salimos a las calles a abrazar a todo viejo conocido. Pensamos que era una gripe cualquiera que había sido sobredimensionada. Un virus suavecito.
Pero las narraciones de varios familiares de enfermos que escuché no describen una muerte linda, sino espantosas agonías (“llegó escupiendo flemas de sangre”, “le chillaba el pecho cada vez que intentaba respirar”, “tenía los pulmones manchados por dentro”, “comenzó a convulsionarse”, “ya tenía los pulmones destrozados”, “después del pulmón le falló el riñón, y luego el corazón”, “se puso morado de sus pies y manos porque le faltaba el aire”, “las anginas las tenía supuradas”, “le dolía la espalda mucho de puro respirar”, “la agarró una diarrea y mucho vómito”, “estaba bien y de pronto se sintió mal y ya no podía moverse”, “se la pasó comiendo puro suero y agua, no quería tragar nada”).
No fue una muerte suave, fue una tragedia.
El virus atacó a ciertos organismos jóvenes y sin historial de enfermedades (que no llegaron a tiempo a los servicios de salud para contrarrestar el malestar con antivirales), pero se aprovechó más de gente enferma.
Las listas preeliminares de muertos conocidas hasta ahora (ninguna avalada por el gobierno) dan cuenta de que en la temporada murió más gente con diabetes, insuficiencias cardiacas, renales o respiratorias, con problemas de obesidad o tabaquismo, o que arrastraba problemas del sistema inmunológico. Esas enfermedades, al parecer, alentaron la agresividad del virus.
En los registros fúnebres sus causas de fallecimiento quedaron camufladas.
“Yo limpiaba los vómitos y los mocos de mi hija, yo dormía con ella en el hospital y no me contagié. Así que ella no murió de influenza porque si fuera así ya estaría contagiada”, me dijo la mamá de una universitaria, y escuché la misma deducción en distintas casas donde se guardaba luto.
Es cierto, no todos los que estuvieron en contacto con un enfermo se contagiaron. De hecho, fueron los menos.
Lo que sí encontré fueron muchas familias que, después de haber convivido con un enfermo, sentían ardor en nariz y ojos, rasposa la garganta, ganglios inflamados, cansancio, tos y gripa. Varios periodistas también tuvimos esos síntomas.
Ese es otro misterio pendiente resolver: o el virus no era tan contagioso, o la mayoría de los organismos dieron la batalla inmunológica y la ganaron, o hay dos tipos de virus (uno suave y otro agresivo) o habemos muchos asintomáticos propagando la enfermedad sin darnos cuenta.
A un mes nos quedan muchas dudas. ¿El gobierno sabía y ocultó la información para no incomodar al presidente Barack Obama en su visita por México? ¿Cuál es la cifra real de muertos? ¿De cuántos no se tomó muestra para su análisis o su sangre quedó atrapada en el laberinto burocrático y no llegó a los laboratorios? ¿Cuántos de los registrados como fallecidos por neumonía, insuficiencia respiratoria o causas colaterales murieron por esta influenza? ¿Qué está pasando en las comunidades campesinas donde no hay doctor? ¿Cuántas personas fueron rasuradas de las listas de muertos en los estados donde este año hay elecciones? ¿Quién fue el caso “Zero”, dónde se contagió y cuándo murió? ¿Por qué, si el virus empezó en las granjas de Estados Unidos mostró su cara más brutal en México? ¿Hay dos tipos de virus o se comporta como esquizofrénico? ¿El asesino fue el sistema de salud?
“…Ni siquiera en los momentos de mayor dramatismo los datos que comunicaban las autoridades daban cuenta de una epidemia devastadora. La conglomeración humana más grande del planeta apenas ha registrado un manojo de muertes (…) me atrevo a decir que la desproporción de la reacción oficial ha sido inmensa”, escribió en el diario Reforma el columnista Jesús Silva-Herzog Márquez al día siguiente de que se declaró que en la ciudad de México había dejado de morir gente.
Los comentarios en las calles y las columnas periodísticas siguieron el mismo tono.
El tiempo dirá si México “salvó a la humanidad”, como proclamó el Presidente en una declaración que parece sacada del cómic de los “Cuatro Fantásticos” o si se adelantó a tomar medidas draconianas como cerrar negocios, suspender clases, alentar el encierro, que, a la larga, resultarán más dañinas que el propio virus.
Lo cierto es que cuando salimos a la calle encontramos a la economía en caída libre, los turistas ahuyentados, la industria porcina hecha ruinas, la fama nacional destrozada y una persecución contra mexicanos en todo el mundo. De ahí, la duda: ¿era para tanto?
El virus nos llevó a situaciones límites. De pronto nos convertimos en protagonistas de la película “Epidemia” y esperábamos que las potencias internacionales nos aventaran una bomba. Hubo compras de pánico, mutación de hábitos y vestimenta, enclaustramiento forzoso, veda de besos y caricias.
Estos días se normalizó la desconfianza (si abordabas el Metro sin tapabocas eras suicida y si estornudabas eras asesino) y la única comunicación posible, para muchos, fue por Internet donde surgieron, también, los mejores chistes y las reflexiones filosóficas sobre si el futuro nos alcanzó, las megaurbes llegaron a su fin y nos relacionaremos vestidos con escafandras.
A no pocos de mis conocidos el encierro les sirvió para replantearse su vida.
“Me di cuenta que era una autómata, siempre fui del trabajo a la casa, sin disfrutar la vida, y he decidido no volver a hacerlo”, compartió en la clase de yoga una empresaria de 50 años. Otro amigo ahora está vendiendo sus muebles, desocupando su departamento y abandonando el país. Se va con un mal sabor de boca, una sensación de que nos manipularon a través del miedo, nos ocultaron información, nos cortaron el contacto físico y apestaron la economía.
La influenza sirvió también para implantar la dictadura de la higiene (¿quién no lleva un gel antibacterial en la bolsa?).
“¿Quiénes somos? Los del cubrebocas. Una prenda nos unifica y revela novedades: los ojos de Lorena son más hermosos. Y cuando el cubrebocas reposa en su cuello, recuperamos el milagro de ver un rostro. ¿Qué lección dejará la enfermedad? Entre otras, el renovado asombro de vernos cara a cara”, escribió Juan Villoro en una columna que se volvió de culto.
Puertas adentro de casa ocurrieron muchas cosas, muestra de ello es que la violencia intrafamiliar aumentó 30% por la epidemia de madres enloquecidas por sus hijos. Aún falta descubrir cuántas parejas salieron del encierro directo a firmar el divorcio y si en ocho meses habrá un nacimiento inusual de niños de la generación de la peste.
*Marcela Turati, reportera mexicana que cubrió la epidemia para la revista Proceso
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