EL OCASO DE BOSAWAS I
La desesperación de los Mayangnas
30.04.2014
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EL OCASO DE BOSAWAS I
30.04.2014
Una espesa neblina cubre la sábana de bosque que rodea a la pequeña aldea de Musawas, localizada en el inicio del núcleo de la reserva de selva tropical más grande de Centroamérica: Bosawas. La vida en la aldea comienza temprano, apenas el sol se despereza en el horizonte. Los indígenas mayangnas, ancestrales habitantes de esta selva, se mueven como hormigas entre los pequeños caminos de cemento que unen las casitas de tablas, las mujeres llenando baldes con agua, los hombres cargando machetes listos para la jornada diaria en las pequeñas plantaciones de plátanos y granos. El gruñido aterrador de un cerdo rompe la tranquilidad de la mañana —ha sido sacrificado para vender su carne en la aldea—, mientras los niños de cabello espinoso caminan uniformados hacia la pequeña escuela de la comunidad. El visitante pensaría que nada acecha la calma de los mayangnas, pero los líderes de Musawas están desesperados: la selva está amenazada por la invasión de gente que llega de otras regiones de Nicaragua, que destruyen el bosque, trafican con la madera y hacen jugosos negocios con sus valiosas tierras para convertirlas en fincas ganaderas. La invasión dejó un mayangna muerto en 2013, mientras los encuentros violentos entre indígenas e invasores son cada vez más comunes. Los mayangnas temen que su selva, como pasó con Chontales, ubicada en la zona central del país, se convierta en el nuevo gran potrero de Nicaragua.
Joaquín Blandón, pastor de la iglesia morava de Musawas, abre las puertas del templo comunal mientras la neblina se despeja poco a poco. La iglesia ha sido construida toda de madera, con un alto campanario en su parte frontal, que la convierte en la construcción más grande de la comunidad. Dentro, un modesto altar se yergue ante filas de bancas cuidadosamente colocadas a ambos lados del gran salón de cultos. No hay adornos, ni imágenes religiosas. Una que otra paloma revolotea en el alto techo de madera. Todo luce muy limpio y cuidado. Blandón, un hombre moreno, de baja estatura pero de cuerpo robusto, cara redonda y cabello negro cortado a lo militar, explica que la mayor preocupación de los feligreses que acuden a sus cultos es la invasión de la selva. Él mismo está furioso y no esconde su enojo: siente que su pueblo ha sido olvidado por las autoridades locales, el Gobierno central y los diputados que, en la Asamblea Nacional de Managua, deberían velar por sus intereses. “Casi la mayoría de nuestro territorio está invadido”, dice. “La gente del territorio está muy preocupada y se pregunta por qué el Gobierno no nos apoya”, agrega. “Los partidos políticos vienen en época de votación, pero luego se olvidan. Estamos en peligro, porque todos los días entran más invasores, que nos esperan para atacar. Nosotros, como mayangnas, no tenemos ni armas, pero ellos sí están armados. Todo eso preocupa a nuestra gente”, asegura el pastor.
Las preocupaciones de Blandón se fundamentan en el terror. El año pasado uno de los suyos fue asesinado a balazos. Sucedió el 23 de abril de 2013. Ese día un grupo de indígenas hizo un recorrido para corroborar la información de una nueva invasión de más de diez manzanas de bosque por los llamados colonos, gente de otras regiones del país, principalmente del Pacífico y del centro, que arrasan el bosque, se apropian de las tierras, las venden o las convierten en fincas para el ganado. Este tipo de patrullajes son comunes en la reserva, dado que las autoridades del Marena no cuentan con suficientes guardabosques en la zona. Los indígenas encontraron a los invasores, a quienes pidieron explicación por la incursión, según los testimonios reunidos en Musawas. La respuesta de los invasores fue violenta: dispararon a los indígenas, e hirieron gravemente a Elías Charles Taylor, quien murió horas después en el pequeño hospital de Bonanza, el municipio más cercano a Musawas, donde fue trasladado por sus compañeros. La muerte de Taylor sigue sin ser esclarecida. Para los mayangnas es la prueba del olvido en el que han sido sumidos por las autoridades.
Charles Taylor dejó seis hijos a cargo de su esposa, Ricalina Davis, una mujer menuda, de piel morena y seca, grandes ojos negros y cabello largo color azabache, que lleva recogido en una cola sujetada por un prensador amarillo. Ricalina no habla español. En su pequeña casa de Musawas, una choza de madera levantada con troncos a unos metros del suelo, cuenta en su lengua mayangna, valiéndose de un traductor, la tragedia que la envuelve desde hace un año. Sentada en la madera con su hijo más pequeño en el regazo, la mujer llora al recordar la muerte de su esposo. “Me duele mucho”, dice, “mi esposo era el que se encargaba de todas las cosas en la casa. Desde que falleció ha fracasado todo: el año pasado mis hijos tuvieron que dejar sus clases porque no tenían a nadie que los apoyara para pagar la escuela, comprar sus cuadernos, sus zapatos. No tengo un trabajo fijo que me permita ganar un salario para mantener a mi familia”. Ricalina apoya su cara en la cabeza de su hijo para esconder las lágrimas. Hace una pausa en la cuenta de sus penas. La mujer viste una blusa raída, de un rosado desgastado. Va descalza, al igual que su pequeño, de año y medio, que también se echa a llorar al ver llorar a su madre. La mujer retoma la conversación para contar que alimenta a su familia con la cosecha de la pequeña finca que dejó su esposo, donde cultivan granos para el consumo propio. “No tengo ayuda de nadie. En el GTI (Gobierno Territorial Indígena) me han dicho que no tienen dinero para ayudarme. Les dije que no era posible que anduviera pidiendo apoyo, porque mi esposo dio su vida por el territorio, y como autoridades del territorio ellos me deberían apoyar”, reclama Ricalina.
El GTI es la máxima autoridad de los pueblos indígenas. En Bosawas hay por lo menos siete territorios indígenas, entre mayangnas y miskitos. Musawas forma parte del territorio indígena mayangna Sauni As, cuyo presidente es Emilio Bruno Simeón, un hombre huraño, regordete, reacio a hablar con la prensa, porque dice que los medios no tienen interés en “contar la verdad” de lo que pasa en los pueblos indígenas de la reserva. Tras un tenso saludo inicial, y un interrogatorio sobre el trabajo de reportería que realizamos en la zona, Bruno Simeón accedió a hablar sobre la situación de la región que gobierna desde hace seis meses, en la sede del GTI, localizada en una zona periférica de Bonanza, sobre una calle sin asfaltar y llena de baches que se convierten en pequeñas lagunas de barro durante los días de lluvia como éste. La casa que sirve de sede al GTI está construida mitad con bloques de cemento y mitad con tablas pintadas de un rosado fucsia como el que usa el Gobierno sandinista en las instituciones públicas.
“Nuestros antepasados nunca sufrieron problemas de tierra”, dice, “pero hoy en día, esta nueva generación sufre mucho con las invasiones de colonos del Pacífico, que han destruido un 40% de la reserva. Ahora no podemos decir, como dueños del territorio, que vivimos dentro de la reserva, porque día tras día hay destrucción, despale, avance de la frontera agrícola”. El presidente territorial asegura que para defenderse de las invasiones han pedido ayuda al Gobierno central para que desaloje a los invasores, “pero hasta la fecha no hemos tenido respuesta. A nosotros nos hacen esperar meses por una respuesta, pero los invasores no esperan, día tras día entran nuevos. En estos últimos tres años entraron más de 600 familias, que están destruyendo la flora y fauna”, dice el presidente indígena. Simeón asegura que los invasores están amenazando las formas de vida tradicionales que durante siglos han mantenido los mayangnas en el bosque de Bosawas. La caza, una forma habitual de subsistencia, se ve afectada por la destrucción de la selva. “Anteriormente, cuando entrábamos en la montaña, encontrábamos toda clase de animales. Hoy ya no podemos conseguir carne en la montaña, como guardiolas, chancho de monte, venados”, se lamenta Bruno Simeón.
El mayor temor de los mayangnas es que los invasores acaben con lo que queda del núcleo de la reserva, unos ocho mil kilómetros cuadrados de bosque virgen. En el inicio de ese núcleo verde está Musawas, prácticamente incomunicada con el resto del país: para llegar hasta la comunidad es necesario caminar durante ocho horas entre selva espesa y caminos de barro en los que un hombre puede hundirse hasta las rodillas, si no tiene la precaución debida; aunque también se puede acceder a ella a través de cayucos o pangas, navegando durante siete horas el río Pis Pis, que rodea la comunidad. Hasta hace unos años la lejanía y el difícil acceso eran el resguardo natural de la zona, pero desde 2005 ya no son suficientes para evitar la invasión. Si bien Musawas todavía se despierta con la niebla espesa cubriendo la sábana que forma su selva, a un par de horas de camino, sus vecinos de la comunidad indígena de Bethlehem, miran, sin poder defenderse, cómo los invasores destruyen los bosques que los rodean.