Un sistema que llega demasiado tarde
31.03.2014
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31.03.2014
¿Por qué hacer de la infancia y la adolescencia una cuestión social de primera importancia? ¿Por qué promover y potenciar el desarrollo de evaluaciones y programas de intervención en salud mental en tal momento de la vida? Hay al menos cuatro razones.
En primer lugar, una razón demográfica: la transición de la sociedad chilena actual (disminución de la tasa de natalidad y envejecimiento de la población) producirá que las futuras cohortes de jóvenes sean –y permanezcan– modestas; por lo tanto, los jóvenes de hoy deberán aportar su soporte a una población envejecida cada vez más numerosa.
En segundo lugar, una razón epidemiológica: por un lado, existen trastornos mentales específicos que se presentan en el curso del desarrollo de niños y adolescentes; por otro, más del 50% de los trastornos mentales de los adultos comienzan en la adolescencia. Y hay un alto grado de continuidad entre los trastornos psiquiátricos de los niños, adolescentes y adultos. Además, tasas más altas de trastornos mentales se asocian a desventajas en la niñez, incluyendo las dificultades y trastornos mentales de los padres.
En tercer lugar, una razón económica: los trastornos mentales en la infancia y la adolescencia afectan los resultados educativos, comprometen la salud futura y el desempeño en el mundo del trabajo, resultando muy costosos para las sociedades ya sea en términos directos (utilización de los servicios de salud) o indirectos (pérdida de productividad potencial o de capital humano).
En cuarto lugar, una razón vinculada a los derechos universales: el artículo 24 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, ratificado por Chile en 1990, indica que los Estados partes reconocen el derecho a disfrutar el más alto nivel posible de salud. ¿Está Chile haciendo todos los esfuerzos para garantizar este derecho? Diversos diagnósticos indican que lamentablemente el Estado chileno cumple parcialmente las convenciones internacionales suscritas.
Si bien los niños y adolescentes son considerados como una población vulnerable en diferentes planos (psíquico, escolar, social), ellos han sido históricamente postergados por el sistema de salud. De hecho, tal como ha señalado la OMS, existe una escasez de programas especializados en la salud mental de niños y adolescentes, sobre todo en los países de ingresos bajos y medios. Hoy existe una significativa brecha entre la oferta existente en salud pública destinada a salud mental y las necesidades y demanda de la población, brecha que parece ser aún mayor en el caso de la salud mental infanto-juvenil. La creciente privatización y el inadecuado financiamiento de los servicios de salud no ha hecho sino agravar esta situación.
En Chile, sólo un 41,6% de los niños y adolescentes que sufren un trastorno psiquiátrico asociado a discapacidad social ha consultado en un servicio de salud en el último año. Además, el porcentaje de esta población tratada en los centros de salud mental es muy bajo. De hecho, se estima que más de 1.120.000 niños y adolescentes que necesitan atención en salud mental no la reciben. Esto contribuye a profundizar las desigualdades en este grupo de la población.
Estos problemas se deben a múltiples razones: por un lado, la atención en salud mental representa una alta carga financiera para las personas y familias; por otro lado, el sistema de salud mental no está respondiendo a las necesidades específicas de los niños y adolescentes. Además, los adolescentes muchas veces evitan los servicios profesionales porque su proceso de búsqueda de ayuda se inscribe en una matriz de sentido distinta a lo ofrecido por el sistema institucional.
En un informe de evaluación del sistema de salud mental chileno, la OMS señaló la necesidad de formular una Política Nacional de Salud Mental Infanto-Juvenil, dada la escasez de dispositivos específicos de intervención. Las actuales políticas de salud no han sabido responder a una problemática que implica una alta carga epidemiológica para nuestro país, y la atención brindada por las instituciones es altamente insuficiente en términos de cobertura de servicios. En Chile se observa una ausencia de planes y estrategias específicas para atender las necesidades de niños y adolescentes reconocidos como grupos vulnerables. Y si bien hemos contado con una historia de políticas públicas y programas de intervención en salud mental infanto-juvenil, podemos afirmar que sus orientaciones no necesariamente recogen las dinámicas transformaciones de los problemas en esta población.
Chile elaboró un Plan Nacional de Salud Mental para el periodo 2000–2010, documento que sistematizó las acciones en el sector y estableció prioridades programáticas para la intervención en salud mental en nuestro país. Cinco de las siete prioridades incorporaban la atención de niños y adolescentes: el maltrato infantil y los trastornos hipercinéticos y de la atención han sido los focos para la población infantil; los trastornos asociados al consumo de alcohol y drogas, depresión y esquizofrenia han sido los focos para la adolescencia.
Indudablemente este plan fue una mejora respecto a la situación anterior, sobre todo en relación al incremento de presupuesto y cobertura en la atención de salud mental. Pero el cumplimiento de las metas comprometidas con el bienestar de la población quedó en deuda, particularmente con los niños y adolescentes.
En 2005, en el contexto de la implementación de la ley de Garantías Explícitas en Salud (GES), otros problemas de salud mental infanto-juvenil fueron incorporados como prioridad de las políticas públicas de salud: el tratamiento del primer episodio de esquizofrenia (2005), el tratamiento integral de las personas de 15 años y más con depresión (2006), el tratamiento del consumo perjudicial y dependencia de alcohol y drogas en menores de 20 años (2007) y el tratamiento del trastorno bipolar en mayores de 15 años (2012). ¿El motivo de esta inclusión? Probablemente los mismos de toda patología AUGE: carga epidemiológica, impacto social y sanitario, percepción social y gasto financiero por tratamiento.
Si bien debemos reconocer el valor positivo de estas iniciativas, se trata de programas de tratamiento sin un claro marco institucional articulador: Chile aún no cuenta con un Plan o Política Nacional de Salud Mental para niños y adolescentes. Sin un claro marco regulador, es difícil asegurar que las diversas políticas públicas de salud mental estén vinculadas a las reales necesidades de niños y adolescentes.
Todo esto debería movilizarnos hacia un rediseño de las políticas e instituciones de salud y protección social. Pero ello no se puede realizar exclusivamente desde el ámbito sanitario. En primer lugar, por la especificidad del problema: en salud mental, más que en ninguna otra área de la salud, lo sanitario y lo social se encuentran imbricados a tal punto que las fronteras entre lo social y lo psíquico se vuelven difusas. En segundo lugar, por la espeficifidad de la infancia y adolescencia: uno de los rasgos de la nueva estructura social del riesgo es que las diversas formas de vulnerabilidad social tienden a concentrarse en los grupos más jóvenes.
Esto nos obliga a replantear nuestras preguntas: no se trata de crear un Estado social más grande o más pequeño, tampoco del dilema de mayor ahorro o gasto social en una época de dificultades económicas. El problema hoy es redefinir prioridades sanitarias y sociales en función del costo-efectividad considerado en el largo plazo, y diseñar programas aplicando el conocimiento y las experiencias disponibles.
Nuevamente insistimos con la pregunta: ¿Por qué hacer de la infancia y la adolescencia una cuestión social de primera importancia? Porque las intervenciones tempranas (es decir, durante la infancia y la adolescencia) podrían prevenir o reducir la probabilidad de desarrollar problemas de salud mental en el largo plazo. La inversión precoz en niños y adolescentes desfavorecidos puede disminuir la carga de trastornos mentales sobre el individuo y la familia, así como el gasto en los sistemas de salud. Sin embargo, hoy los sistemas de protección social gastan cada vez más en los adultos mayores, y el actual debate sobre la desigualdad no ha tomado en serio el problema de la inversión efectiva en la infancia y adolescencia. Hoy simplemente estamos llegando demasiado tarde.
Invertir en la infancia y adolescencia constituye un gasto social eficiente puesto que (1) se trata de un momento crítico y sensible para la adquisición de capacidades para la acción (“capabilities”) y (2) de un momento decisivo en la reproducción de desigualdades sociales. La promoción de intervenciones tempranas ha demostrado ser una herramienta eficiente para la prevención al largo plazo y la acción sobre las desigualdades socioeconómicas persistentes, además de maximizar lo invertido no sólo en términos sanitarios, sino también de resultados educacionales y económicos. Se trata entonces de repensar la desigualdad: la renovación de la cuestión de la igualdad implica concentrar la lucha contra las desigualdades en la dotación de capacidades para lo largo de la vida. Y esto exige un nuevo contrato generacional, que asegure equidad inter-generacional al mismo tiempo que justicia intra-generacional.
Necesitamos, entonces, una reorientación mayor de las políticas sociales y de desarrollo humano. Hoy el desafío es cómo combinar protección social a lo largo de la vida con políticas dirigidas a la infancia y adolescencia. Es lo que los países escandinavos denominaron “Welfare as social investment” (la protección como inversión social). Se trata de invertir en el potencial de los niños de hoy para asegurar el Estado social de mañana. Y, en esa discusión, la salud mental es y será un área fundamental.