Deuda pendiente: Desigualdad y trastornos mentales de niños.
26.03.2014
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26.03.2014
Chile tiene una deuda pendiente con la salud mental. La alta prevalencia, significación social y costo económico de los trastornos mentales contrasta con la escasez de políticas públicas específicas, un presupuesto aún reducido y la ausencia de un marco legal e institucional adecuado. Dicha situación es aún más crítica respecto de la salud mental de niños y adolescentes chilenos.
Durante las últimas décadas se ha producido un aumento significativo de los trastornos mentales en niños, adolescentes y jóvenes en el mundo. La prevalencia de trastornos mentales y del comportamiento en niños y adolescentes se sitúa alrededor del 20% de la población. Es decir, uno de cada cinco adolescentes sufren un tipo de trastorno mental en el mundo. Esto convierte a los trastornos mentales en una de las principales causas de morbilidad y discapacidad en este grupo de edad. ¿Se trata de una “epidemia” del siglo XXI? Aún no es claro. Pero lo que sí es evidente es que la “transición epidemiológica” de las sociedades contemporáneas ha hecho de los trastornos mentales una nueva prioridad en salud pública. Dichos trastornos no sólo repercuten sobre la calidad de vida y dificultan los aprendizajes, sino que también interfieren con el desarrollo y comprometen el devenir de los niños.
En 2012 se conocieron los resultados del primer estudio de epidemiología psiquiátrica en niños y adolescentes chilenos. En él se muestra una prevalencia general de trastornos mentales de 22,5% (19,3% para los hombres, 25,8% para las mujeres), siendo los trastornos del comportamiento disruptivo y los trastornos ansiosos los problemas más comunes. Ahora bien, la tasa de prevalencia es más elevada en niños entre 4-11 años (27,8%), en comparación a los adolescentes entre 12-18 años (16,5%). En Santiago, el mismo estudio mostró una prevalencia de trastornos psiquiátricos de 25,4% (20,7% para los hombres y 30,3% para las mujeres).
* Nota: trastorno del comportamiento disruptivo (trastorno de conducta, trastorno oposicionista, trastorno de déficit atencional con hiperactividad); trastornos ansiosos (fobia social, trastornos de ansiedad generalizada, trastorno de ansiedad por separación); trastornos afectivos (depresión mayor, distimia); trastorno de abuso de sustancias (abuso de alcohol, cannabis, nicotina); trastorno de la alimentación (anorexia, bulimia). Los porcentajes incluyen algunos trastornos que se superponen entre sí (comorbilidad).
En primer lugar, que los trastornos mentales de niños y adolescentes, el consumo de alcohol y drogas, así como la tasa de suicidios en adolescentes, tienden a presentar cifras más elevadas en Chile que en el resto del mundo.
Por cierto, si bien los estudios epidemiológicos en salud mental son de suma importancia para la elaboración de políticas (aunque lamentablemente son muy escasos en Chile), también presentan limitaciones: la patología mental es un constructo difícil de operacionalizar, y los instrumentos de clasificación a menudo utilizan categorías (por ejemplo, los criterios DSM) que hablan más de propiedades conductuales y estadísticas que de la vivencia subjetiva de los individuos. Asimismo, en este tipo de estudios es difícil determinar si un sujeto es un verdadero “caso clínico” o se trata de un sobrediagnóstico de trastornos mentales leves. De ahí que los valores de prevalencia e incidencia de los trastornos mentales deban ser interpretados con prudencia, sobre todo si ellos conducen a planificar acciones en salud pública.
En segundo lugar, estas cifras nos permiten observar que los trastornos de salud mental no dependen exclusivamente de los avatares de la biografía individual y familiar, sino que se asocian estrechamente a variables económicas, sociales y demográficas. De hecho, los resultados epidemiológicos reflejan las injusticias que atraviesan nuestro país, un contexto social atravesado por un conjunto de vulnerabilidades superpuestas: los niños de estatus socioeconómico bajo manifiestan con mayor frecuencia problemas de salud mental.
Es un hecho que mayores niveles de desigualdad se traducen en una mayor prevalencia de trastornos mentales. La salud de los niños depende de las condiciones socioeconómicas en las cuales nacen, crecen y viven. Y no es novedad que los niños y adolescentes presentan mayores proporciones de pobreza e indigencia que la población joven o adulta. Esto obliga a desarrollar métodos epidemiológicos capaces de comprender la dinámica de oportunidades de vida de los individuos y sus trayectorias de vida, algo que aún no realizamos sistemáticamente en Chile.
En tercer lugar, los trastornos mentales (depresión, trastornos ansiosos, hiperactividad, etc.) y los suicidios no son sólo enfermedades a curar o problemas a prevenir, sino que se trata de objetos que interrogan sobre el carácter mismo de «lo normal y lo patológico”, y también sobre nuestros modos de vida y representaciones colectivas. Dicho de otro modo, los trastornos mentales no son sólo una cuestión médica, sino una cuestión social y política que concierne a distintas instituciones (familia, escuela, empresa, etc.) y que habla de transformaciones culturales, procesos de socialización y de la composición de la estructura social. De hecho, en salud mental la definición misma de los síntomas no proviene sólo del dominio de la enfermedad, sino de la vida social en general: ellos son la expresión de una dificultad asociada a los criterios de funcionamiento social (pensemos en el creciente diagnóstico de “trastorno de déficit atencional con hiperactividad” en las escuelas chilenas).
¿En qué medida los trastornos mentales de los niños y adolescentes chilenos son indicadores de una serie de sufrimientos y malestares que aquejan al “nuevo Chile”? ¿En qué medida esta “nueva epidemia” expresa el impacto subjetivo de las transformaciones sociales ligadas a un proceso acelerado (y desigual) de modernización? ¿Cómo nos estamos haciendo cargo de estos problemas?
No cabe duda que en Chile los trastornos mentales en niños y adolescentes son un verdadero problema que no sólo debe ser parte de una agenda prioritaria en salud pública, sino que también debe ser objeto de debate social, puesto que sus sufrimientos y malestares interpelan –una y otra vez- nuestras formas de “hacer sociedad”.