La democracia amenazada
09.09.2013
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09.09.2013
A 40 años del golpe de Estado de 1973 se hace necesaria una reflexión profunda. Entender las causas y procesos que llevaron al quiebre de la democracia en Chile no puede ser vista como una justificación para los crímenes cometidos antes y posteriormente, sino como la necesaria reflexión en torno a cómo todos pueden contribuir a construir más democracia, o a destruirla.
La crisis en Chile no surge de un día para otro, sino que se incuba en un paulatino proceso de deterioro del régimen democrático, que abarca casi dos décadas previas. Las causas del quiebre de la democracia son variadas: vetustas estructuras clientelares en torno a gremios y partidos; un sistema multipartidario cada vez más centrífugo que fue politizando y polarizando a la sociedad completa e inhibiendo al centro político; una economía relativamente atrasada, marcada por una inflación endémica y estancada debido al fracaso de la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI); el surgimiento de planificaciones globales que se tornaron excluyentes; y presiones externas relacionadas con el conflicto bipolar de la época, como las de Estados Unidos, la URSS y Cuba.
El propósito de estas reflexiones busca entender por qué ante el proceso de desgastamiento del sistema político y económico, las clases políticas y la sociedad en general no fueron capaces de canalizar el asunto de manera razonable y pacífica, siendo entonces responsables de propiciar el quiebre del espacio político y democrático.
Dos elementos centrales contribuyeron a la debacle: el poco valor otorgado por parte de diversos actores al orden e instituciones democráticas existentes (imperfectas pero perfectibles); y la glorificación del uso de la fuerza como medio de acción política.
Ya desde el régimen de Carlos Ibáñez se desarrolla una fuerte crítica a la democracia y las clases políticas en general, con lo que surgen atisbos e intentos de proyectos que consideran al autoritarismo (imitando a Perón) como algo viable. Dicho desprecio hacia el juego democrático se mantuvo y paulatinamente se fue haciendo parte de la retórica de la mayor parte de los actores políticos y sociales, en ambos polos del espectro, que veían a la democracia: o como fuente de demagogia; o como un elemento a derribar para dar paso a un nuevo orden socialista.
Tal como suele escucharse o leerse hoy en día, muchos decían que en Chile no había democracia y que por tanto, lo existente debía ser barrido del todo para “construir una democracia real que trajera justicia”. Una “verdadera democracia” que erróneamente suponían debía carecer de todo antagonismo, lo que es simplemente creer en una dictadura. Lo que olvidaban aquellos, es que el espacio político democrático, en tanto orden político, sólo puede ser agonal, lo que implica que los oponentes no son un enemigo a eliminar sino un adversario cuya legítima existencia se debe tolerar y respetar (como diría Ernesto Laclau). Esto implica aceptar su derecho a defender ideas pacíficamente en el espacio político. Entonces, quienes se plantean con el propósito de destruir el orden democrático o desdeñan de sus instituciones o principios -por precario que éste sea o se considere- no hacen más que colocarse como enemigos del mismo.
La triste agonía de la (ahora tan valorada) antigua democracia chilena se produce así: En un contexto de creciente desconfianza en el sistema en general, anti partidos políticos, y con inflación endémica, desde el gobierno de Alessandri se instala la idea (tal como hoy ocurre debido a la costumbre excesivamente legalista chilena) de que la raíz de todos los problemas era la Constitución de 1925. Luego, durante el gobierno de Frei eso se traduciría en la necesidad de propiciar reformas estructurales de largo alcance (la idea de “partir de cero”) sin alterar el espacio político democrático (la llamada “Revolución en Libertad”). No obstante, aquello dio paso a la “vía chilena al socialismo” de Allende, donde el régimen institucional y jurídico no fue visto como algo a resguardar, sino más bien como un instrumento e incluso una traba, que debía ser superada o torcida (con los famosos resquicios legales). Finalmente eso, en el afán de algunos sectores de acelerar los cambios a como dé lugar, generó la supremacía de posiciones más bien anti-políticas y antidemocráticas (el “avanzar sin transar”).
No fue raro entonces que, ante el nulo valor al orden democrático por parte de los diversos actores, se viera inhibida la toma de decisiones políticas ante el proceso de cambios, lo que irremediablemente se tradujo en una anomia clara a nivel político y social. Lo anterior se vio acentuado por el surgimiento y acción de sectores de extrema derecha e izquierda, que desconociendo cualquier principio de autoridad, terminaron descomponiendo el régimen político y democrático, que sustentaba incluso a la propia Unidad Popular como coalición de partidos. Porque como decía Hannah Arendt: “La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder”.
La incapacidad política de los civiles y su excesiva confianza en la neutralidad de las Fuerzas Armadas para resolver la crisis, más la irresponsabilidad de los sectores más extremos, fueron suprimiendo la idea de un espacio político y democrático agonal en constante disputa (que es el poder civil finalmente), y reforzaron la idea de un espacio “político” sin disidencias ni discrepancias, jerárquico, tal como es el espacio militar. Así, la lógica que reina al interior de los cuarteles dejó su ostracismo y se impuso sobre el debilitado espacio civil y público. Como diría Hannah Arendt: “Políticamente hablando lo cierto es que la pérdida de poder se convierte en una tentación para reemplazar al poder por la violencia”.
En ese sentido, todos los actores políticos -desde izquierda a derecha- al disputarse el balance neutral de los uniformados (justificando su inclusión en los asuntos públicos y civiles) fueron en parte responsables de la irrupción de los mismos en el campo político, rompiendo con su necesaria sumisión al poder civil, a esas alturas desvalorizado por sus propios actores y miembros. Con ello, terminaron por generar la triste preponderancia de los medios coactivos por sobre los medios civiles, democráticos, legales y jurídicos. Ello impidió cualquier atisbo de diálogo que solucionara la situación de crisis en la que se había entrado. Lamentable instauración, porque como decía Weber: “También los combatidos adversarios creen, con una conciencia absolutamente buena, en la nobleza de sus propias intenciones”. Así, cualquiera hubiera sido el desenlace final en aquel momento, a la suspensión de los siempre necesarios e inviolables derechos civiles, políticos y humanos de cada persona, había un paso.
En 1973, el círculo vicioso de la violencia ya había cruzado el mero uso de las palabras y la retórica irresponsable de ciertos líderes. El crimen político ya se había instalado de manera brutal como práctica.
El lenguaje pendenciero que comenzó a predominar en la prensa chilena y en diversos actores políticos fue un precedente claro de la paulatina ruptura del espacio público en tanto lugar de diálogo, que había caracterizado la democracia chilena por varios años (salvo momentos lamentables como la ley maldita, por ejemplo). Fatal antecedente, pues parafraseando a Fernando Mires, la palabra es la que coloca los límites en todo sentido. La apología a la violencia como forma de acción política, a mediados de los 60, fue irremediablemente el más claro indicio de la fractura discursiva en el seno de la democracia chilena y también el inicio de la lamentable aceptación nefasta no sólo de que el fin justifica los medios (el uso discrecional de la fuerza) sino peor aún, de que el aniquilamiento de otros seres humanos era legítimo, mucho antes del quiebre institucional mismo.
El uso discrecional de la fuerza como medio de acción política se había instalado de manera sigilosa en diversos sectores. El Partido Socialista en dos congresos (1965-67) consideraba la vía armada como medio legítimo para acceder al poder y el enfrentamiento fratricida como un asunto inevitable en el proceso hacia el socialismo. Siguiendo las líneas guevaristas, el MIR surge como una organización revolucionaria cuya vía “política” no es otra que la armada. Surge también Patria y Libertad, que se plantea como una organización de extrema derecha que propone el enfrentamiento armado y acciones terroristas como medio de acción. Incluso en los sectores castrenses comenzaron a aflorar grupos que adoptan vías extra institucionales que rompen con la doctrina Schneider (asesinado por un grupo liderado por el general Viaux y miembros de Patria y Libertad), la que fue sepultada definitivamente con la inclusión de los altos mandos militares al gabinete, por parte del mismo gobierno en 1972. Con aquello se rompió finalmente el necesario carácter neutral y no deliberante que deben tener los militares en una democracia.
Quien promueve y declara la violencia como medio político legítimo y necesario para cumplir un fin, actúa mediante la ética de la convicción pero no necesariamente con la ética de la responsabilidad. Es decir, no toma en cuenta las consecuencias previsibles de su propia acción, sobre todo si su apología violentista la realiza en un orden considerado democrático. En Chile, hay sectores que aún no asumen su responsabilidad en ese sentido, en relación al rol que jugó su propia retórica irresponsable en el proceso de quiebre de la democracia, quizás porque como diría Weber: “cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas”.
Quien declara que el uso discrecional de la fuerza es necesario y desdeña de los más básicos principios democráticos, no sólo se muestra dispuesto a aniquilar a otros (desconociendo con ello sus más básicos derechos personales), sino que abre la puerta para que otros tantos también lo consideren legítimo en base a ciertos fines. En otras palabras, proclamar la vía armada en una democracia (por precaria que se considere) es dar paso a los medios coactivos por sobre el diálogo civil y político. Es destrabar el cerco en el cual el uso de la fuerza debe estar siempre enmarcado, limitado y controlado, abriendo paso a su uso indiscriminado y arbitrario, es decir, a la barbarie misma.
Como dice Fernando Mires “cuando la ausencia de politicidad es manifiesta, o cuando las estructuras políticas han sido destruidas (a veces por los propios políticos), suele ocurrir, y ha ocurrido, y no sólo en América Latina, que poderes no políticos ocupen el lugar reservado al poder político. Ya establecidos en ese lugar, realizan, aunque sea una paradoja, una política de la antipolítica que es la que sin excepción caracteriza a todas las dictaduras en cualquier lugar del mundo”.
Un detalle que nunca que se debe olvidar, que las futuras y actuales generaciones no debemos olvidar en pro de resguardar los principios democráticos en todos los ámbitos, es que quien se refiere a sus oponentes políticos usando términos bélicos, es decir, que los considera como enemigos y no como adversarios, no sólo olvida que el espacio político y público es un espacio agonal, que no puede ser conquistado de manera total por nadie ni nada, sino que además, irremediablemente está corriendo la línea de lo político hacia lo militar y policial. Porque la violencia y la coerción, no es una extensión de la Política como muchos vociferan, sino que es su supresión brutal.
La lección más importante que debemos sacer del quiebre institucional ocurrido hace 40 años, es que los cambios y la generación de más democracia se hacen en la democracia y no contra ella, y eso implica respetar las opiniones de todos y cada uno.