Aciertos y vacíos de la propuesta oficial para enfrentar la carencia de una política urbana
31.01.2013
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31.01.2013
El borrador de la Política Nacional de Desarrollo Urbano es un documento lleno de buenas intenciones, con una detallada recopilación de buenas prácticas. Propone avances interesantes, pero es tecnocrático y muy insuficiente en cuanto a reformas institucionales de fondo
La reciente publicación de un borrador de la Política Nacional de Desarrollo Urbano (PNDU), tarea encomendada por el Presidente Sebastián Piñera a una comisión asesora, permite entrever a grandes rasgos los objetivos a que apunta este trabajo. La iniciativa busca definir perspectivas a largo plazo, necesarias para orientar la construcción de las ciudades de Chile en torno a objetivos de calidad de vida e inclusión social, hasta ahora tratados de forma marginal. Esto es un avance indiscutible respecto a políticas obsoletas, definidas principalmente por metas cuantitativas establecidas en forma independiente para cada ministerio.
Sin embargo, esta propuesta no aborda en profundidad temas urgentes de descentralización y participación ciudadana. Así, se ignora el derecho de todo ciudadano a tener voz y voto en la toma de decisiones que afectan directamente a su entorno inmediato. En el fondo, este documento propone una política eminentemente técnica, que no responde a la fuerte demanda social de profundización de la democracia.
Dentro de los avances buenos y necesarios, el documento enfatiza la intención de combatir la segregación, no solo mediante la regeneración de barrios pauperizados, sino también construyendo vivienda social en sectores mejor ubicados y más caros. Incluso se propone proveer esa vivienda en arriendo. Esto recoge un diagnóstico bastante compartido, aunque a mi juicio es necesario ir bastante más lejos para construir ciudades justas. Pero no olvidemos que se trata de un documento consensual, que equilibra cuidadosamente este argumento de inclusión social con la reafirmación de lo urbano como un espacio para el emprendimiento, agregando una cuota de desregulación.
Otro aspecto positivo es la consideración de la relación entre desplazamientos, densificación y distribución de actividades, favoreciendo buenas prácticas de transporte publico, caminata y bicicleta. Además, hay un gran capítulo dedicado a la identidad y el patrimonio, el que constituye un excelente aporte.
Una proposición que podría ser muy interesante es la de crear un consejo permanente con las atribuciones necesarias para supervisar la continuidad de la política urbana. Esto es imprescindible, ya que el desarrollo territorial requiere esfuerzos de mucho más largo aliento que los ciclos electorales. Sin embargo, este punto empieza a delatar el sesgo centralista del documento, ya que se propone un consejo nacional. ¿Por qué no, por ejemplo, quince consejos regionales? En este punto es necesario detenerse y recordar que Chile es uno de los países menos descentralizados del mundo. Para explicar esto, un breve recuento de la historia reciente es aclarador.
La descentralización moderna comienza en America Latina después de la crisis de la deuda de 1982. En la mayoría de los países, este proceso fue de índole democrática, ya que los Estados, debilitados por una mala gestión económica, intentaron recuperar su legitimidad o pacificar sus territorios con una devolución del poder político a las autoridades locales. Las excepciones fueron de dos tipos. De una parte, México y Argentina, cuya situación era tan crítica que no tuvieron otra alternativa que acatar las condiciones draconianas impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI). De otra parte, Chile, donde la ideología neoliberal pudo ser aplicada en todo su rigor en el contexto de la dictadura. En estos tres países la descentralización fue un proceso principalmente económico, sostenido en la teoría que, para aumentar la eficiencia del sector público, sería necesario reducir su tamaño y estimular la competencia entre territorios subnacionales.
Quizás el error más grave de este borrador es concebir implícitamente al ciudadano como un ente pasivo y considerar que basta con mantenerlo informado de políticas urbanas determinadas por tecnócratas
Pero, según la definición hoy internacionalmente aceptada, en Chile no hubo descentralización, sino desconcentración administrativa. Esta sigue una lógica militar de control del territorio, en la que cada circunscripción depende jerárquicamente del nivel superior. Este espíritu todavía opera en los ministerios e intendencias regionales que administran o distribuyen nueve de cada diez pesos de gasto e inversión públicos.
La descentralización propiamente tal consiste en otorgar a los niveles subnacionales, además de competencias administrativas y capital humano, la legitimidad democrática que solo se obtiene con elecciones directas; y además, una mayor autonomía financiera sostenida en la recolección de impuestos locales.
Tras el retorno a la democracia, esto solo ocurrió a nivel de comunas, a las que se entregó grandes responsabilidades sociales pero recursos muy limitados. A nivel regional, la designación presidencial de su principal autoridad, en este caso el intendente, es una excepción a nivel latinoamericano. El único tímido avance de democratización a este nivel, la elección de los consejeros regionales, es insuficiente y ha sido un proceso marcado por excesivas demoras e irregularidades legislativas.
En vez de avanzar en este sentido, el borrador de la PNDU concentra aún más las funciones de planificación en un súper-ministerio de la ciudad, formado por la fusión de los ministerios de Vivienda y Urbanismo, de Transportes y Telecomunicaciones y de Bienes Nacionales. Esto responde a la evidente necesidad de planificar integralmente estos sectores, lo que comparto plenamente, pero es una forma tecnocrática e inadecuada de implementar este objetivo. Iniciativas similares, como el Ministerio del Territorio creado por Ricardo Lagos, e instancias como la Coordinación Interministerial del Transantiago, han fracasado rotundamente.
Este tipo de soluciones, que consisten en atar las cabezas sin unir los cuerpos, no funcionan por una razón bastante simple, que tiene su origen en la subsidiariedad económica del Estado. Este es un principio constitucional que impide la competencia del sector público frente al interés privado, lo que busca reducir el tamaño del primero y acrecentar la competencia entre sus órganos, siendo también un fundamento de la mencionada desconcentración administrativa. En la práctica, cuando un ministerio solicita financiamiento, debe presentar una evaluación de rentabilidad social. Esta es analizada por economistas sectoriales de la Dirección de Presupuesto del Ministerio de Hacienda, quienes deciden la distribución de los recursos fiscales. Así, la mejor manera de no obtener financiamiento es presentar iniciativas interministeriales, porque los procedimientos de evaluación no están diseñados para incluir beneficios de interacción, por ejemplo, en el caso de la densificación con vivienda social mixta en torno a corredores de transporte público.
Esto puede evolucionar si se instala en la discusión pública la convicción de que es una reforma necesaria, para lo que debe entenderse que la coherencia intersectorial requiere de cambios mucho más profundos que un decreto presidencial de fusión de ministerios. Específicamente, se requeriría una modificación de la Constitución Política de Chile, al menos a los artículos 1 y 19, que establecen de facto el principio de subsidiariedad, y al 115, que centraliza el presupuesto de la administración territorial.
A lo anterior se agrega una confusión de los roles propuestos por el borrador mencionado, respecto a los distintos niveles de administración territorial. Súper-ministerio, regiones, metrópolis y comunas estarían encargados de la «planificación y gestión» en sus respectivos perímetros. La experiencia internacional muestra que esto es ineficiente y caótico. Los sistemas descentralizados eficaces tienden a priorizar las funciones de defensa y redistribución a escala nacional, las estratégicas a nivel regional y las operacionales a nivel comunal. Los servicios públicos redistributivos, como educación y salud, deben situarse a nivel intermedio, para evitar la multiplicación de desventajas sociales en comunas pobres que no tienen personal ni recursos para satisfacerlos adecuadamente. Así, la redefinición vertical de competencias administrativas incluye por cierto la planificación urbana, pero debe abordarse con una perspectiva mucho más amplia.
Volviendo al tema de la coordinación intersectorial, que es la tarea más estratégica de la planificación urbana, resulta asombroso que no se mencione a la región como el nivel mejor situado para organizarla. En un territorio tan diverso como el de Chile, el gobierno central no tiene suficiente conocimiento de todos los terrenos, ni sensibilidad a los problemas y expectativas regionales ni contacto directo con los actores locales. Además, el intendente ya tiene autoridad legal, compartida con los ministros, sobre los secretarios ministeriales de su región. Es decir, para que cumpla un rol de coordinación intersectorial ni siquiera es necesario un ajuste mayor al sistema de administración territorial. Esto es una gran ventaja para la factibilidad burocrática de una reforma, ya que no exige un cambio radical de hábitos a un gran número de funcionarios inamovibles.
Lo que sí es indispensable es un reforzamiento del poder y la legitimidad del jefe del gobierno regional. Respecto a lo primero, los secretarios obedecen a su ministro, que los nombra por delegación del Presidente de la República, y no a un intendente que puede cambiar una vez al año, tal como ha ocurrido en la Región Metropolitana. Esto nos lleva a lo segundo, ya que para que se constituya una autoridad efectiva de coordinación, esta necesita independencia política, estabilidad en el cargo y autoridad para nombrar a los secretarios ministeriales, requisitos que solo pueden ser satisfechos mediante su elección por votación directa.
Tal como está definida la participación ciudadana en el texto, no hay un avance cualitativo respecto a lo que actualmente se hace con los planes reguladores comunales. La palabra clave que brilla por su ausencia es participación ‘vinculante’
Para empezar a cambiar esta situación se necesitaría reformar el artículo 37 de la Constitución, que establece la prerrogativa presidencial de designación de ministros, subsecretarios e intendentes. El dilema de la representación del gobierno central en regiones puede resolverse separando las figuras de un funcionario designado por el Presidente de la República, encargado principalmente de la seguridad nacional, del rol de una autoridad electa, responsable del desarrollo social y económico de la región.
Por último, quizás el error mas grave de este borrador es concebir implícitamente al ciudadano como un ente pasivo y considerar que basta con mantenerlo informado de políticas urbanas determinadas por tecnócratas. Tal como está definida la participación ciudadana en el texto, no hay un avance cualitativo respecto a lo que actualmente se hace con los planes reguladores comunales. La palabra clave que brilla por su ausencia es participación «vinculante», concepto que sí otorga un poder efectivo al habitante respecto a la transformación de su entorno, lo que define propiamente el derecho a la ciudad. Si no avanzamos en esto e integramos el principio de consulta temprana y activa a los proyectos urbanos, los conflictos locales se multiplicarán y recrudecerán, perjudicando a toda la sociedad. La toma de consciencia del poder colectivo de los habitantes ha llegado para quedarse y ninguna política urbana puede darse el lujo de ignorar este hecho.
En suma, el borrador de la Política Nacional de Desarrollo Urbano es un documento lleno de buenas intenciones, con una detallada recopilación de buenas prácticas y propone avances interesantes, pero es tecnocrático y muy insuficiente en cuanto a reformas institucionales de fondo. Concibe un sistema centralizado y vertical, haciendo oídos sordos tanto a las demandas de mayor autonomía regional, cada año más radicales, como a la marea creciente de movimientos ciudadanos que exigen el derecho a ser actores del proceso de construcción de sus barrios. Así, es un aporte en aspectos técnicos de planificación urbana pero no en cuanto a profundización de la democracia, que es la gran deuda pendiente con los territorios de Chile. Esperamos que se abra el debate para que esta política no termine de elaborarse entre cuatro paredes e involucre a todos los chilenos, que somos sus legítimos beneficiarios.