La U. del Mar y la generación estafada
28.12.2012
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28.12.2012
Nadie está en condiciones de negar que el cierre de la Universidad del Mar y el conjunto de irregularidades que causaron esta decisión representan un hecho de suma gravedad en la historia del sistema de educación superior chileno. Más allá de las garantías que el Estado debe entregar a los estudiantes de esta universidad (e.g. la continuidad de sus estudios), el daño es irreparable, sobre todo para quienes al estar cerca de su titulación verán depreciada la valoración social y económica de sus títulos. Son más de 18 mil estudiantes estafados. Es un drama social del cual los dueños de la universidad y la inmobiliaria asociada, el Estado y los gobiernos de las últimas décadas son todos responsables.
En última instancia, lo que expresa paradigmáticamente el cierre de la Universidad del Mar es la incompatibilidad entre los objetivos educacionales y las dinámicas de mercado.
Sin embargo, la gravedad de la situación no asegura un consenso respecto a las causas profundas de este hecho. El cierre de la Universidad del Mar abrirá la pregunta respecto de qué es lo que realmente ha fracasado. Así, mientras el gobierno argumentará que éste es un caso puntual, donde ha fallado el sistema de acreditación y fiscalización, los estudiantes -que en esto parecen haber convencido a la ciudadanía- defenderán que la falla es sistémica y que la crisis vivida en la Universidad del Mar es solo la punta del iceberg.
En esta columna argumento, desde distintas perspectivas, a favor de la tesis del movimiento estudiantil. En particular, me interesa sumar argumentos a lo que a estas alturas es parte del sentido común de la ciudadanía, a saber, que el problema es el rol del mercado en la educación y el afán de lucro -ilegal en este caso- de los sostenedores.
En primer lugar, como una forma de aprender para el futuro y también como un juicio político-histórico, se debe reconocer que la crisis de la acreditación y el cierre de la Universidad del Mar ha pulverizado la tesis que dominó la política educacional -especialmente superior- de los gobiernos de la Concertación, en los que cada vez que se criticaba la anarquía, los déficit de calidad y el negociado del sistema de educación superior; se repetía la frase «el sistema fue exitoso pues logró expandir fuertemente la matrícula: siete de cada 10 estudiantes son primera generación de su familia en estudiar en la universidad». Hoy sabemos que muchos de ellos no terminaron la universidad, que para más de un tercio no era rentable económicamente el haber estudiado en la universidad y que, como ha quedado claro los últimos meses, miles de ellos han sido estafados. La moraleja es simple, no debemos aceptar nunca más la lógica de hacer que crezca la matrícula a cualquier precio y luego ver cómo arreglamos el desorden en el camino.
En segundo término, los hechos recientes muestran las dificultades adicionales que el afán de lucro imprime a cualquier diseño de acreditación educacional. El sistema de acreditación es necesario y desafiante de diseñar aun cuando no existiese el interés de lucrar por parte de los sostenedores. Por ejemplo, una universidad cuyo fin último sea el desarrollo de un proyecto educativo en particular, se puede ver beneficiada por la interacción con la agencia de acreditación, en la medida que esta última le ayude a identificar sus falencias institucionales y las trabas que no le permiten cumplir su objetivo educacional.
El tema es más complejo en el caso de una institución cuyo fin último es el lucro (i.e. el retiro de utilidades por parte de sus dueños), toda vez que en tal caso el objetivo del sistema de acreditación se contrapone al interés de los dueños: la acreditación busca que los recursos se inviertan en calidad y, en cambio, los dueños sólo invertirán en calidad en la medida que la agencia acreditadora o la presión de la demanda los obligue. Así, mientras en el caso de universidades sin fines lucro las agencias acreditadoras pueden ayudar a los planteles educacionales a lograr su objetivo, el que es compartido por la agencia (lo que más allá de las buenas intenciones no es una tarea fácil); en el caso de las universidades con fines de lucro, la agencia acreditadora y la universidad tienen objetivos contrapuestos, lo que obviamente hace mucho más difícil el diseño institucional de acreditación, pues éste debe forzar o incentivar un tipo de comportamiento no deseado. En otras palabras, el carácter de los sostenedores, sus intereses últimos, sí importan, ya que estos facilitan o dificultan el control de calidad.
En última instancia, lo que expresa paradigmáticamente el cierre de la Universidad del Mar es la incompatibilidad entre los objetivos educacionales y las dinámicas de mercado. En general, las ventajas del mercado respecto a otras formas de organizar la producción y distribución de bienes y servicios, están dadas por su capacidad de utilizar y coordinar (a través de precios) la información descentralizada para efectos de decidir qué, cuánto y cómo producir. Si quienes deben decidir a qué universidad asistir, por diversas razones, no son capaces de discernir la calidad de tales universidades y requieren de un organismo centralizado que les guíe al respecto (como la Comisión Nacional de Acreditación), entonces el mercado no tiene en este ámbito las ventajas que sí tiene en otras dimensiones de la sociedad.
“En el caso «idílico» en que el mercado lograra imprimir sus dinámicas al ámbito educacional, tendríamos que aceptar el sacrificio de los sueños de miles de jóvenes, como la única forma de promover una dinámica pro-calidad en el sistema educacional”.
Más aún, en el mejor de los casos, cuando el mercado funciona, sus dinámicas implican la destrucción y creación de nuevos bienes y servicios (en el peor: altas utilidades y bienes y servicios de mala calidad). Esto, aplicado al contexto educacional, significa que cada cierto tiempo generaciones de estudiantes, seguramente los más vulnerables, enfrentarían un proceso de decaimiento de sus planteles educacionales terminando en algunos casos con el cierre de estos. Es decir, en el caso «idílico» en que el mercado lograra imprimir sus dinámicas al ámbito educacional, tendríamos que aceptar el sacrificio de los sueños de miles de jóvenes, como la única forma de promover una dinámica pro-calidad en el sistema educacional. Ante todo, la competencia y la consecuente existencia de ganadores y perdedores, lo que en este contexto es sinónimo de inequidad educacional, es una característica intrínseca de los mercados.
En este escenario, y a la luz del indignante caso de la Universidad del Mar, la agenda para el movimiento social y fuerzas políticas progresistas ha de estar clara. Se debe antes que nada sanear el sistema, parando el negociado y -en una segunda etapa- articular una estructura educacional coherente, donde además de una robusta y referencial red de universidades estatales, los sostenedores privados contribuyan a la diversidad de proyectos educativos. Es decir, un sistema donde se atraiga a privados cuyo interés y motivación última sea la educación y en el que exista un moderno sistema de fiscalización y acreditación que guíe y ayude a las instituciones privadas y estatales para lograr sus complejas metas y objetivos educacionales.