El homenaje a Pinochet y la definición de la libertad de expresión
07.06.2012
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07.06.2012
La exhibición del documental “Pinochet” ha vuelto a poner en discusión el contenido y los límites de la libertad de expresión en Chile. Es evidente que el acto a realizarse toca una de las fibras políticas más sensibles de nuestra comunidad, repasando la división que generó –y aún genera– la dictadura militar y las violaciones masivas a los derechos humanos. El asunto, como se sabe, no es del todo nuevo. Dos antecedentes recientes al debate se encuentran en el homenaje a Miguel Krassnoff –organizado por el alcalde de Providencia, Cristián Labbé– y el proyecto de ley que sanciona con privación de libertad “a quienes nieguen, justifiquen o minimicen los delitos de lesa humanidad cometidos en Chile”.
En este tipo de actos se juega la definición de la libertad de expresión en Chile. El asunto reviste la mayor importancia para una sociedad democrática. ¿Debemos, como sociedad, respetar el homenaje a un dictador que lideró un sangriento régimen militar? ¿O, por el contrario, debemos penalizar este tipo de conductas de manera que se evite la promoción de conductas que atentan contra los fundamentos de la comunidad política? La respuesta no es fácil y dependerá del contenido de libertad de expresión que queremos en nuestra sociedad democrática.
Para entender el problema, sugiero discutir en base a dos modelos de libertad de expresión. Los modelos tienen una función pedagógica que buscan mostrar cómo distintas democracias pueden entender los límites de este derecho humano. El primer modelo es de corte libertario y autoriza este tipo de expresiones límites, pudiendo ser prohibidas sólo en cuanto exista una incitación directa a violar la ley o una amenaza inminente a la destrucción del régimen constitucional. Se trata del estándar estadounidense de protección de la libertad de expresión, como bien ha descrito Domingo Lovera en este medio. Es un modelo que maximiza la cantidad de discurso político disponible en la esfera pública y lo neutraliza, únicamente, cuando las reglas de operación del debate pueden verse gravemente socavadas. En este modelo, el documental sobre Pinochet y el homenaje a Krassnoff son manifestaciones protegidas por la libertad de expresión.
Pero este modelo es también adversarial: así como protege a los apologetas de los represores, también protege las contra-manifestaciones o “funas”. La contra-manifestación es la respuesta que ofrece este modelo de libertad de expresión a las opiniones que algunos (o muchos) estimen “indeseadas”. No se prohíbe la exhibición del documental pero tampoco se puede censurar o evitar la “funa” en contra del mismo. En contra de lo que algunos, erróneamente, han planteado, no se puede presumir que toda contra-manifestación es, de suyo, violenta. El modelo, en este punto, no admite trizadura alguna: si la “funa” no incita directamente a cometer una ilegalidad, entonces ésta debe ser protegida como parte de la libertad de expresión.
El segundo modelo de libertad de expresión tiene una dimensión comunitaria. La libertad de expresión encuentra límites en los enemigos de la comunidad política democrática, aquellos que no respetan los fundamentos básicos de la convivencia en sociedad. Se trata del estándar europeo, en donde algunas sociedades han decidido criminalizar la negación del holocausto nazi o prohibir partidos políticos cuya doctrina ideológica contradice los pilares del Estado Democrático de Derecho. Es un modelo que asume el costo de restringir la cantidad de discurso político disponible, con el objeto de fortalecer la convivencia comunitaria. El modelo tiene raíces en grandes traumas políticos: allí donde se han cometido masivas violaciones a los derechos humanos se puede marginar ciertas ideas, sin tener que esperar a que éstas “revivan” al punto de constituirse nuevamente en una amenaza directa a los derechos de los otros.
Bajo este modelo, las sociedades democráticas han moldeado sus constituciones y leyes para evitar el horror de los regímenes autoritarios y proteger la dignidad de las personas. Los tratados internacionales también han contribuido a configurar este modelo. Así, por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos obliga a prohibir la propaganda a favor de la guerra y la apología al odio nacional, racial o religioso, que constituya incitación a la discriminación (Artículo 20). La Convención Americana de Derechos Humanos tiene una disposición similar (Artículo 13.5). Chile es parte y está obligado por ambos tratados.
El problema que nuestra sociedad enfrenta es definir el contenido de la libertad de expresión. Los modelos ilustran dos extremos en disputa. Además, evitan las caricaturas facilistas: los dos sentidos de libertad de expresión encuentran recepción en sociedades democráticas y respetuosas de los derechos humanos. Un modelo no es “más o menos” democrático o tolerante que el otro. Un buen punto de partida para el debate nacional sería discutir, seriamente, el proyecto de ley que criminaliza estos homenajes para determinar si nuestra sociedad adhiere a uno u otro modelo. Más allá de sus defectos técnicos, el proyecto nos permite abordar nuestro pasado reciente y decidir el tipo de libertad de expresión que queremos. Mientras ello no ocurra, la contra-manifestación es la alternativa válida para una sociedad democrática que rechaza –de manera pacífica y no coactiva– este tipo de homenajes. Y, más aún, para quienes consideramos que el homenaje al dictador es una afrenta a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos, constituye un deber moral ineludible.