La lucha de Hinzpeter
21.03.2012
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21.03.2012
I.
El ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, acaba de anunciar la posibilidad de nuevas restricciones al derecho de reunión. Ha dicho que los últimos hechos del día jueves 15 de marzo lo llevan, casi como una fuerza superior, a definir espacios y horarios en los cuales “es conveniente el ejercicio del derecho a las movilizaciones» y otros en que, debido al normal desarrollo de nuestras ciudades”, no lo es.
En primer lugar, llama la atención que el ministro centre su atención en solo una parte de los hechos que a menudo ocurren para echar a volar su imaginación en materia de reformas. Hasta ahora, el ministro se mantiene silente sobre posibles reformas a los estatutos policiales y penales que sancionen los abusos de autoridad, pese a la enorme cantidad de detenciones declaradas ilegales y los actos de tortura cometidos por Carabineros de Chile.
II.
“Hasta ahora, el ministro se mantiene silente sobre posibles reformas a los estatutos policiales y penales que sancionan los abusos de autoridad, todo ello pese a la enorme cantidad de detenciones que son declaradas ilegales y los actos de torturas cometidos por Carabineros de Chile»
En segundo lugar, y sobre esto se ha insistido hasta el hartazgo, tampoco explica el ministro cómo es que los actos de unos pocos que cometen desórdenes acarrean restricciones a los derechos de la inmensa mayoría que se manifiesta de forma pacífica. Las restricciones a los derechos de los manifestantes, en la lucha del ministro, se justifican por una suerte de contagio por cercanía (al fin y al cabo, todos son manifestantes) y por considerarse las protestas campo fértil para los delitos (las manifestaciones en espacios públicos –se ha dicho– son espacio propicio para los desórdenes).
¿Estaríamos dispuestos a aceptar este tipo de reformas, justificadas de igual forma, para el caso de otros derechos? Por ejemplo, y frente a los delitos de los ejecutivos de La Polar, ¿habrá pensado el ministro sugerir al Presidente un proyecto de ley que restrinja el derecho a la libre empresa? Al final, todos son empresarios y, el ejercicio de la libre empresa, como demuestra la experiencia, no así la práctica judicial, es un campo fértil para el delito. La respuesta es una sola: por supuesto que no. Como se trata de un ámbito en que el Estado y los medios de comunicación tradicionales cumplen su rol al amplificar el estereotipo del empresario (el emprendedor) por oposición al del manifestante (el encapuchado), estamos dispuestos a dar varios pasos atrás para “pensarlo mejor.” Seguramente conseguiríamos más cejas levantadas que señales de apoyo.
III.
En tercer lugar, las modificaciones que impulsa el ministro, así como toda su agenda en materia de seguridad interior, descansa en una noción de orden público que la Constitución no endosa, de una parte, y que es imposible de llevar a la práctica, de otra. La Constitución no la endosa, porque en parte alguna de su texto se menciona como criterio general de restricción de derechos. En efecto, en materia de derechos la Constitución se refiere al orden público como límite al libre ejercicio del culto (art. 19 Nº6); como límite a la libertad de enseñanza (art. 19 Nº11 inc. 2º); como límite al derecho de asociación (19 Nº15 inc. 4º); y como límite al ejercicio de la libertad económica (art. 19 Nº21 inc. 1º). Si la Constitución asumiera que el orden público opera como criterio general de restricción de derechos, no serían necesarias las menciones específicas. Todavía más; nuestras comunidades políticas que han optado por textos constitucionales, lo han hecho, entre otras razones, justamente para delimitar las facultades del Estado y para definir, sin que la imaginación de la autoridad de turno juegue un papel, cuáles son los criterios conforme a los cuales los derechos pueden ejercerse.
“El ministro ha reiterado en innumerables ocasiones que el orden público equivale al derecho de las personas a vivir en paz y tranquilidad. No es necesario que se insista por qué una concepción tal no solo no podrá jamás realizarse, no al menos sin que las desigualdades sociales, culturales y económicas sean superadas”
Pero, además, la concepción de orden público de Hinzpeter y el Gobierno es impracticable. El ministro ha reiterado en innumerables ocasiones que el orden público equivale al derecho de las personas a vivir en paz y tranquilidad. No es necesario que se insista por qué una concepción tal no solo no podrá jamás realizarse, no al menos sin que las desigualdades sociales, culturales y económicas sean superadas. Más peligroso aún; como se trata de una concepción imposible de llevar a la práctica, entonces ella operará, como lo ha hecho, como un recurso para justificar cualquier tipo de regulación y restricción que apunte al impracticable fin. Cualquier cosa.
Por ello es que en el derecho internacional de los derechos humanos, se ha optado por conceptualizar el orden público “como las condiciones que aseguran el funcionamiento armónico y normal de las instituciones sobre la base de un sistema coherente de valores y principios.” Dos notas para cerrar este punto. Primero, dicho orden coherente de valores y principios comprende el desempeño libre de los derechos políticos, en especial la libertad de expresión y reunión. Segundo, las protestas en caso alguno perturban el normal desempeño de las instituciones. En cambio, operan como mecanismos de comunicación hacia las autoridades y no como, según los más afiebrados han sugerido, herramientas de derrocamiento de las mismas. La protesta le habla a las autoridades.
IV.
En cuarto y último lugar, las reformas que el ministro acaba de anunciar requieren introducir modificaciones al D.S. 1.086/1983. En efecto, dicho decreto, que regula reuniones públicas, opera sobre la base de manifestantes que solicitan permisos y autoridades que las resuelven. No le permite a las autoridades, en cambio, que éstas establezcan reglas generales sobre ciertos espacios y horas en las cuales las reuniones públicas no puedan desarrollarse.
El mismo decreto, además, adolece de varios vicios de inconstitucionalidad que ya se han advertido. En efecto, la Constitución (art. 19 Nº13) reconoce el derecho de reunión “sin permiso previo.” No obstante, sí sujeta su regulación a las “disposiciones generales de policía.” En efecto, la autoridad podría tener legítimo interés en establecer ciertas regulaciones referidas al tiempo, lugar y forma (TLF) de las movilizaciones. El decreto, sin embargo, en contra de la regulación constitucional, abre espacios para la prohibición de las protestas, tal y como ha ocurrido en la práctica. En el derecho internacional, por su parte, se ha sostenido que las regulaciones TLF no pueden transformarse en permisos, sino que operar, más bien, como notificaciones que los manifestantes envían a la autoridad. Nada más lejos de lo que ocurre en Chile.
“Las protestas en caso alguno perturban el normal desempeño de las instituciones. Operan como mecanismos de comunicación hacia las autoridades y no como, según los más afiebrados han sugerido, herramientas de derrocamiento. La protesta le habla a las autoridades”
Ahora bien, que la autoridad pueda establecer regulaciones de TLF, tampoco quiere decir que éstas pueden imponerse al arbitrio de la autoridad. Por ello es que las restricciones anunciadas por el ministro Hinzpter deben escrutarse atentamente. Es muy probable que tras el reclamo del ministro se busque, como lo enseña la experiencia doméstica y comparada, esconder las protestas enviándolas a sectores en que no se incomode al poder político o autorizarlas en horas en que su impacto mediático y político pueda ser disminuido.
Que el decreto requiera modificaciones para implementar las reformas anunciadas –esas formas con las que el Gobierno se siente incómodo– abre un interesante espacio para que parlamentarios comprometidos con la libre expresión y el derecho de reunión cuestionen la constitucionalidad del mismo frente al Tribunal Constitucional (art. 93 Nº16). En efecto, una vez publicadas las reformas al decreto se abre el plazo constitucional para reclamar la revisión de constitucionalidad de la norma que, de otra forma, permanece vedada.
Demás está decir que, fuera de esta posibilidad, los parlamentarios realmente comprometidos con la libertad de expresión y el derecho de reunión debieran avanzar a equiparar este último derecho con los demás. Hoy, el derecho de reunión, es un derecho de segundo orden y una anomalía dentro del esquema constitucional nacional. Un derecho que, a diferencia del resto que reclama leyes que definan sus contornos, puede regularse por medio de decretos. Como nos enseñan los últimos sucesos, dicha posibilidad puesta en manos de autoridades cuya imaginación a la hora de restringir (algunos) derechos es inagotable, degrada nuestra democracia. Lamentablemente, ello parece bastante obvio en el contexto de una comunidad que ha preferido pactar con el orden constitucional, legal y reglamentario de la dictadura, antes que decidir eliminar, ahora sí, de verdad, los lazos autoritarios. Esos que Ricardo Lagos pensó que se eliminaban con una firma.