Karadima, el Rasputín mapochino
27.12.2011
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27.12.2011
“Los Secretos del Imperio de Karadima” es fruto de la alianza de Fundación CIPER con la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales y Editorial Catalonia.
El caso Karadima llenó hasta ahora páginas de los diarios; pero en ninguna de ellas se le examinó con el rigor suficiente. La prensa se detuvo en los aspectos más bien formales del problema –los avatares del proceso judicial, los detalles revelados por los denunciantes y cosas así– pero dejó pendiente analizar lo que este caso enseña acerca de la sociedad chilena y la misma condición humana.
Este libro viene a saldar esa deuda.
Karadima tuvo una figura paterna débil, casi ausente, y una materna fuerte, pero manipuladora y distante. Fue además, según se lee en estas páginas, un alumno mediocre que cursó apenas hasta octavo básico. Si bien para el año 1946, que fue el último que pasó en el sistema escolar, ocho años de escolaridad estaban por sobre el promedio (en la década del cuarenta apenas un 18% de quienes estaban en edad de hacerlo se matriculaba en lo que hoy llamamos educación media) se trata de una formación muy elemental para el tipo de influencia que, siendo cura, logró adquirir. Nada menos, como sugiere este libro, que «dominar al sector más conservador de la sociedad chilena y quedar a cargo de formar espiritualmente a sus hijos». Al parecer lo hizo gracias a las redes familiares maternas, que aunque tenues fueron influyentes; a punta de fabulaciones; y echando mano a la rara destreza que tenía para detectar debilidades.
“Según se lee en estas páginas, Karadima fue un alumno mediocre que cursó apenas hasta octavo básico. (…) Se trata de una formación muy elemental para el tipo de influencia que, siendo cura, logró adquirir.”
Como muchas familias de estratos medios, la de Karadima mezclaba un cierto linaje (venido a menos, pero mantenido a flote en el recuerdo y las historias que divulgaba su madre) con la pobreza genealógica del padre (un hijo de inmigrantes de poca fortuna). El niño Fernando –sí, el hoy día cura Karadima alguna vez debió ser un niño indefenso– creció así en una contradicción: tironeado por la memoria de un inmigrante y de una familia en descenso; entre los sueños frustrados y el esplendor perdido.
Entre sus parientes maternos estaba Alberto Fariña. Llegó a ser obispo auxiliar del cardenal José María Caro y fue, entonces, el verdadero poder detrás del trono de la Iglesia de Santiago. Alberto Fariña, quien debe haber alimentado el ideal del yo del futuro párroco, era un cura de sotana, preconciliar, que manejaba con destreza, según se testimonia en este libro, los pasillos del poder. En la sociedad de esos años, y de ahora, un pariente encumbrado era una línea firme para vincularse con la elite, obtener ventajas y adquirir, siquiera a la distancia, algo del habitus que era imprescindible para relacionarse con ella. Es probable que todo eso haya ocurrido con Fernando Karadima quien contaba con dieciséis años –terminaba entonces su breve escolaridad– cuando su tío abuelo Alberto ascendía a obispo.
Entre sus fabulaciones (las religiosas y las referidas a sí mismo) la más recurrida de todas fue la relación que, según le gustaba confidenciar, había mantenido con el padre Alberto Hurtado. Divulgada una y otra vez –incluso por la prensa la que, con una credulidad indigna de si misma, la recogió sin mayor examen– esa historia le permitía a Karadima vincularse con un momento de santidad e insinuarse heredero de la misma. Es probable, además, que la elite tuviera motivos inconscientes para creer las patrañas de Karadima. Alberto Hurtado nunca fue un santo de su devoción. Cuando vivió, fue llamado el cura rojo. Las historias de Karadima le permitían a la elite, al menos en su memoria, reconciliarse con la figura del sacerdote jesuita. Finalmente el que habían creído era un cura rojo tenía de heredero a Karadima, un místico aparente que no los fustigaba con la injusticia social, sino que los acunaba con la promesa de eternidad y practicaba ritos, incienso, oscuridad, cantos levemente gregorianos, cosas que los hacían sentir que la salvación era posible y que parecía estar, a veces, al alcance de la mano.
La investigación que este libro recoge, muestra, en efecto, que Karadima cultivó un tipo de religiosidad intimista y ritual, que infantilizaba a sus fieles, centrada en la amenaza del infierno, la sumisión intelectual, la distribución de roles centrada en el género y que echaba mano con frecuencia a la gesticulación sobrenatural. Los testimonios sugieren que Karadima centraba la fe en la existencia de seres increíbles a los que se accedía mediante una conducta básicamente ritual y centrada en la obediencia a él. Esos seres repartían además los roles asignando a la mujer un papel apartado, obediente y sumiso. Una de las protagonistas de esta historia (en su caso un drama) es una mujer inteligente y atractiva, que llega sin dificultad a ser médico, pero que así y todo se esmera durante años en cumplir el papel de una «esclavita», como le gustaba decir a Karadima, alguien cuyo lugar en el mundo consiste en no hacer preguntas, inhibir su sexualidad, hacerse invisible, esperar a las puertas de la iglesia, confiar contra toda evidencia, y obedecer.
¿Cómo algo así, ejecutado por un cura iletrado y perfectamente vulgar, un Rasputín mapochino, pudo convencer a tanta gente, buena parte de ella perteneciente, además, a la elite santiaguina? ¿Cómo pudo ocurrir que quienes parecen linces a la hora de los negocios cayeran rendidos a los pies de alguien como Karadima al que colmaron de regalos, vacaciones y, hasta la última hora, de protección?
Fuera de las explicaciones psicológicas (como es obvio, una dominación de esa índole no puede establecerse sin la predisposición de las víctimas) saltan a la vista algunas de índole sociológica o política.
“El papel de la jerarquía en este caso deja mucho que desear. Los testimonios que este libro recoge muestran que el cardenal Francisco Javier Errázuriz actuó con velocidad de paquidermo a la hora de dar curso a las denuncias de las víctimas”.
En los años en que Karadima iniciaba su dominio en la Parroquia El Bosque, la Iglesia Católica, todavía influida por Medellín y Puebla, acentuaba la dimensión social de la fe. Reflexionar sobre la praxis eclesial a la luz de la fe –una de las divisas del progresismo cristiano de los ‘70– estaba plenamente vigente y alimentaba la pregunta que, por esos años de dictadura y de desaparecidos, la Iglesia formulaba con porfía una y otra vez, domingo tras domingo, mientras la feligresía del barrio alto, incómoda y molesta, chirriaba los dientes y abandonaba la misa en la que se la profería: Caín ¿dónde está tu hermano? Era una pregunta incómoda para la alta burguesía santiaguina que apoyaba a la dictadura y le agradecía haber puesto fin a la Unidad Popular, esa experiencia política que amenazó muy de cerca su forma de vida.
Karadima, y la Parroquia El Bosque, les permitía, en cambio, reconciliarse con la Iglesia, que tan atada estaba a su propia identidad, sin transgredir su compromiso político y de clase. Era una religiosidad exenta de las locuras de la cruz y, a la vez, del compromiso político. Una forma de fe que equivalía a un paréntesis en medio de este valle de lágrimas, un bálsamo en medio de la inevitable imperfección mundana. Karadima –también, a su modo, los Legionarios y el Opus Dei– les permitían conciliar la prosperidad que alcanzaban en el mercado con la trascendencia que ofrecía la fe. Así, asistían a las misas de El Bosque –muy lejos de las denuncias proféticas de Raúl Silva Henríquez– cercanos asesores de Pinochet, prósperos empresarios, ex terroristas de derecha, vecinos inconscientes y crédulos, y, para su propia desgracia, un puñado de adolescentes frágiles de experiencia y carentes de autoconfianza.
Es difícil, por supuesto, que alguien como Karadima –un embaucador por donde se lo mire– hubiera florecido en tiempos más transparentes y más alertas. Pero en los ‘80 todo, o casi todo, se confabulaba para que alguien como él pudiese prosperar: eran tiempos en los que una fe volcada a la praxis –lo contrario de la que cultivaba Karadima– obligaba casi al heroísmo y en donde el escrutinio de la vida pública brillaba por su ausencia.
Pero, como otros casos en la historia reciente de la Iglesia, Karadima no era sólo un cura intimista y ritual, alérgico a las exigencias de la praxis y a la voz profética. Como Marcial Maciel –con quien, sin duda, pasará, por malos motivos, a la historia– Fernando Karadima, este cura de escolaridad incompleta, narcisista y que infantilizaba la experiencia religiosa hasta límites casi increíbles, era, además, un perverso. Sirviéndose del poder simbólico y factual de que disponía, era capaz de detectar las fracturas, carencias y vacíos en la personalidad de sus víctimas y aprovecharse de ellas, comprometiéndolas así en la experiencia de un goce prohibido y transgresor. El resultado, que las propias víctimas relatan en este libro, es que cada una se sintió en algún momento cómplice del cura que las explotaba y culpable de haber desatado en él el deseo.
Contribuía a la acción de Karadima, por supuesto, el papel de padre que la Iglesia institucionalmente le asignaba. Todas sus víctimas tienen en común un padre ausente, un vacío que la figura de Karadima colma sirviéndose de la ambivalencia de su denominación religiosa (al cura aún se le dice «padre») y la transferencia que respecto de él hacen los feligreses. La experiencia de las víctimas de Karadima (con prescindencia de su orientación sexual) es casi siempre la misma: la ambivalencia de saberse abusados, la culpa de sentirse partícipes del abuso, la certeza de que fue el padre simbólico quien lo cometió.
En ese sentido la actuación de Karadima es inescindible del lugar institucional que él posee al interior de la Iglesia Católica. El papel sustituto de «padre», sumado a la confesión, le confieren un poder casi ilimitado sobre quienes interactúan con él. El secreto de la confesión que aparentemente asegura la intimidad del creyente, es también, como La Carta Robada de Poe, una forma de sumisión: la certeza de que el cura sabe algo que es mejor nadie sepa.
“Pero este libro, junto con relatar los pormenores de este párroco, mostrándolo como un pícaro, un mentiroso y un felón, es también el relato de un puñado de hombres y mujeres que fueron capaces de salvarse del abuso y elaborar su experiencia”.
Esa vinculación entre los abusos de Karadima que relatan sus víctimas y el lugar en el que se desempeñaba (una institución total que domestica el cuerpo y el alma de quienes se incorporan a ella) es la que justifica los reproches que, a la luz de la evidencia, merece la autoridad eclesiástica.
El papel de la jerarquía en este caso deja mucho que desear. Los testimonios que este libro recoge muestran que el cardenal Francisco Javier Errázuriz (quien, según deslizó Karadima ante la justicia, le confió haber acallado con dinero la publicación de un libro que lo acusaba de pedofilia) actuó con velocidad de paquidermo a la hora de dar curso a las denuncias de las víctimas. Sugiere, además, que el conjunto de la Iglesia ha hecho la vista gorda frente a conductas que, para cualquier observador incluso displicente, son actos de ocultamiento: el pago dispendioso a quienes trabajaron en la Parroquia El Bosque, el empleo de fondos de la Iglesia en el bienestar personal de la familia del cura, la actitud acrítica de cinco obispos formados por Karadima que incluso en la hora nona, y luego de los pronunciamientos vaticanos, todavía parecen dispuestos a respaldarlo.
Pero este libro, junto con relatar los pormenores de este párroco, mostrándolo como un pícaro, un mentiroso y un felón, es también el relato de un puñado de hombres y mujeres que fueron capaces de salvarse del abuso y elaborar su experiencia. Porque la denuncia que llevaron adelante Verónica Miranda –la esposa de James Hamilton–, el propio Hamilton, Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y Fernando Batlle, entre otros, no sólo fue un acto de justicia consigo mismos, fue también el comienzo de una cura. Al poner en palabras la experiencia traumática, objetivarla en un relato y así tomar distancia de ella, ese puñado de personas logró incorporarla a su memoria desproveyéndola, hasta donde eso es posible, de los aspectos destructivos que, mientras la tuvieron en silencio, los acompañaba y que amenazó con destruirlos.
Y como todas las historias, la que relata este libro tiene también un personaje heroico. No es Hamilton, ni Murillo, ni Cruz, ni Batlle.
Es Verónica Miranda, una mujer que durante años padeció la dominación y la estafa del cura hasta que un día, movida por el amor a su familia pero también por su propia dignidad, fue capaz de despertar y recordar cómo era la vida antes de incorporarse a la Parroquia El Bosque.
Ese fue el comienzo del fin para Karadima.