La trampa de creer que lo importante en educación es la calidad (y no interesa cómo se consigue)
14.09.2011
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14.09.2011
“No importa si el establecimiento es público o privado, o si persigue o no fines de lucro, o si sus alumnos son vulnerables o no: lo importante es que la educación que provee sea de calidad”.
Este lugar común se ha generalizado porque descansa en una distinción entre proceso y producto que es en cierto modo de sentido común cuando se trata de bienes de consumo: no importa quién o cómo hizo los zapatos que estoy considerando comprar, lo importante es que los zapatos sean de calidad (o mejor: que su relación precio/calidad sea la mejor). Tratándose de zapatos, parece posible desentenderse del proceso mediante el cual el bien se produjo y aplicar mediciones de calidad al producto final. Pero basta pensarlo por un minuto para notar que hay cosas a las cuales esta distinción es inaplicable. Sería absurdo, por ejemplo, aplicarla a una sentencia judicial: “no importa que uno tenga o no debido proceso: lo importante es que la sentencia sea de calidad”. O a las leyes: “no importa si la ley la hace un parlamento elegido o no, lo importante es que las leyes sean justas”.
Esto no quiere decir que no pueda haber sentencias o leyes de “mala calidad” (ilegales o injustas). Es por supuesto posible fijar algún estándar mínimo bajo el cual el producto final será considerado defectuoso sin necesidad de mirar el proceso. Pero este estándar sólo podrá ser efectivamente mínimo, porque el criterio que se puede aplicar al producto ignorando el proceso deberá atender sólo a lo más grave, a lo elemental (por ejemplo, habrá que decir que una sentencia que contiene contradicciones lógicas es “de mala calidad”. Pero esto implica que toda sentencia que satisface ese criterio es por eso calificada como “de buena calidad”, lo que es absurdo). Del mismo modo, es posible fijar un estándar mínimo bajo el cual la educación sea considerada de mala calidad (en un foro reciente, escuché a un “experto” decir “un establecimiento que tiene un puntaje promedio del SIMCE de 150 puntos es de mala calidad”). Pero la contrapartida es que toda educación que satisfaga ese estándar será considerada “de buena calidad”. Y si el Estado la llama “educación de calidad”, ¿por qué un sostenedor que persigue principalmente fines de lucro habría de mejorar sobre ese nivel? Si hacemos caso a quienes sostienen el lugar común que ahora analizamos, en el mejor de los casos sólo habremos logrado mejorar la calidad de la educación para pobres, pero no habremos hecho nada para reducir la brutal desigualdad que el sistema hoy produce.
Si nos preocupa el hecho de que hoy el sistema educacional agudiza la desigualdad preexistente, la trivialidad de que lo que importa es sólo la calidad del producto y no el proceso debe ser abandonada. No es posible, si el sistema es uno que valora la diversidad de proyectos educativos, fijar un estándar de calidad para el resultado que sea algo más que un mínimo. Porque mirando al resultado no hay cómo distinguir lo que es imputable al establecimiento y lo que es consecuencia del “capital cultural” de los estudiantes, y respetando la diversidad no podremos determinar cuanta calidad hay en un menor énfasis en biología cuando va acompañado de una mayor sensibilidad artística, o en conductas cooperativas por sobre ánimo competitivo, etc.
“Los que sostienen este lugar común son los sucesores de los norteamericanos que decían “No importa que haya escuelas para blancos y escuelas para negros: lo importante es que ambas sean de la misma calidad”. En los hechos, eso significaba (en el mejor de los casos): asegurarse de que las escuelas para negros satisficieran un estándar mínimo de calidad, y punto. La pretensión de que cuando uno tiene escuelas para negros (o pobres) y escuelas para blancos (o ricos) uno puede medir el resultado para asegurar que sean de igual calidad es tan evidentemente falsa que uno se pregunta si los que la defienden pueden realmente creer lo que dicen que creen”.
Los que sostienen este nuevo lugar común son los sucesores de los norteamericanos que decían “Separados pero iguales. No importa que haya escuelas para blancos y escuelas para negros: lo importante es que ambas sean de la misma calidad”. En los hechos, eso significaba (en el mejor de los casos): asegurarse de que las escuelas para negros satisficieran un estándar mínimo de calidad, y punto. La pretensión de que cuando uno tiene escuelas para negros (o pobres) y escuelas para blancos (o ricos) uno puede medir el resultado para asegurar que sean de igual calidad es tan evidentemente falsa que uno se pregunta si los que la defienden pueden realmente creer lo que dicen que creen.
Por eso, en la medida en que un sistema educacional debe al menos tener la pretensión de tender hacia proveer de educación de la misma calidad a ricos y pobres (o blancos y negros), nos debe importar (y mucho) el proceso, no sólo el resultado. Por eso importa, por ejemplo, si quien provee de educación lo hace porque su compromiso principal declarado es la educación o enriquecerse. No se trata de “demonizar el lucro”, sino sólo de entender que el que actúa por ánimo de lucro persigue su utilidad individual (esto no parece ser una idea especialmente difícil de comprender). Si el sistema fomenta la diversidad de proyectos educativos, no podrá recurrir a evaluaciones de calidad que privilegien unos proyectos sobre otros: tendrá que aceptar, por ejemplo, que el hecho de que unos estudiantes sepan más biología pero tengan menos sensibilidad artística no es una demostración de que la educación de los primeros es “de mejor calidad”: lo contrario sería introducir una tendencia a la uniformidad, a acabar con la diversidad de proyectos educativos que según quienes abogan por “el lucro” es lo que de verdad importa. Por consiguiente la fiscalización se deberá dirigir al proceso: el que declara que le interesa educar niños o jóvenes para así obtener renta de su capital queda excluido. Es más probable que los proyectos educativos sean desarrollados exitosamente si quienes tienen un interés puramente instrumental en la educación no pueden participar de esa actividad.
Es obvio que la proscripción de los fines de lucro no es garantía total de nada: es posible que haya establecimientos con fines de lucro que sean mejor que la media, pero eso no es un argumento para permitir establecimientos con fines de lucro. Del mismo modo, es posible que un alcalde sea un espléndido alcalde a pesar de que ganó la elección con cohecho, pero eso no es una razón para eliminar la prohibición del cohecho. Es también posible que la prohibición legal sea burlada, pero esto tampoco es un argumento para eliminar la prohibición legal, así como la posibilidad de la evasión tributaria no es una razón para derogar el impuesto a la renta.
La ley no sólo es un instrumento para lograr ciertos fines: es una manera de declarar cómo nos entendemos a nosotros mismos y a nuestra convivencia política. La prohibición del cohecho no sólo es importante porque es eficaz para evitar el cohecho, sino también para declarar que no es aceptable que los votos sean comprados. La prohibición legal contribuye a crear una cultura en que ciertas conductas son socialmente aceptables o inaceptables. Del mismo modo, lo que está en discusión en educación es en parte si es aceptable que las necesidades educativas de los niños sean aprovechadas por terceros con la finalidad de maximizar sus utilidades, y esto no es sólo una discusión sobre cuán instrumentalmente útil es esa forma de proveer de educación, sino también sobre cómo entendemos el proceso de educar ciudadanos. Lo más característico de nuestra discusión pública es que esta dimensión es sistemáticamente ignorada, y todo se reduce a dar con la “receta” adecuada, a encontrar el “experto” que tiene la solución.
Quienes sostienen que la ley debe tratar a la educación de ciudadanos como oportunidades de enriquecimiento apuntan a otras áreas en que los subsidios estatales aprovechan a proveedores con fines de lucro: vivienda es uno de los ejemplos más socorridos. Pero con esto demuestran una comprensión inaceptable de la educación. Tratándose de viviendas, es posible en principio la distinción proceso/producto: es posible dar las especificaciones técnicas de las viviendas sociales, y luego comparar si las viviendas entregadas satisfacen esas especificaciones. Pero la educación no es como una vivienda, porque no es posible fijar “especificaciones técnicas” de la educación (por supuesto, es posible especificar un mínimo: no menos de 150 puntos promedio en el SIMCE, para volver al ejemplo mencionado), al menos en la medida en que sea importante que haya pluralidad de proyectos educativos, porque distintos proyectos educativos definirán su éxito de distintas maneras. Por eso sobre el mínimo no habrá un estándar de calidad que pueda ser aplicado a todos. Dicho de otro modo: se trata precisamente de compatibilizar la posibilidad de diversidad de proyectos educativos con alguna pretensión de igualdad. Eso exige no mirar al producto, al menos sobre el mínimo legalmente definido. Pero si para respetar la libertad y la posibilidad de diversidad educativa no hay que mirar al producto (por sobre el mínimo legal), eso hace más urgente mirar al proceso. Implica, por ejemplo, asumir la prioridad de des-segregar el sistema educacional, adoptando medidas que tiendan a la integración; o negar a quienes quieren obtener rentas del capital la posibilidad de hacerlo al educar ciudadanos, etc. Por supuesto, tratándose de esto, hay mucho más que decir. No se trata aquí de hacer una lista de todas las dimensiones del proceso educativo que deben ser abordadas en la discusión. Se trata de mostrar que ignorar esa dimensión es mostrar desprecio por la igual ciudadanía de todos, y entender que basta mejorar un poco la educación para pobres.