Mario Vargas Llosa, un largo y multitudinario adiós…
22.04.2025
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22.04.2025
En esta columna escrita para CIPER, su autor profundiza en el peso del recientemente fallecido Mario Vargas Llosa en la literatura hispanoamericana y mundial, junto con varios autores de su generación en el mismo continente. Comenta que su fama y popularidad fue tal que «Vargas Llosa congregaba tanta gente como Mick Jagger, Taylor Swift, o el Dalai Lama. Quizás más». y Concluye que «se lo ha comparado con Victor Hugo, el gran escritor e intelectual totémico de la Francia del XIX. Y de alguna manera es nuestro Victor Hugo latinoamericano, probablemente junto con Neruda y Octavio Paz. Ahora, ese lugar se construye y Vargas Llosa se lo construyó concienzudamente, interviniendo en todos los asuntos de interés público, tanto en el Perú como en Hispanoamérica».
Imagen de portada: Sebastián Beltrán / Agencia Uno
La semana pasada, el mundo conoció una especie de paréntesis. Aunque todo lo que pasa siguió pasando (Israel contra Palestina, Putin contra Ucrania, Trump contra la inteligencia humana), la noticia que conmocionó al mundo fue, de lejos, la muerte de Mario Vargas Llosa. En Chile, en España, en Hispanoamérica, pero también en Estados Unidos y en Francia, los medios de comunicación recordaron profusamente de la vida, la trayectoria y los altos hechos de armas del escritor peruano (su incursión en política, obviamente, el reconocimiento de la Academia Sueca, su ingreso en la Academia Francesa y, como no podía faltar —en todos los matinales más o menos faranduleros—, el puñetazo más famoso de la historia contemporánea, o sea, el que Vargas Llosa le propinó a García Márquez, hasta ese momento su cómplice e íntimo amigo; puñetazo entre dos Nóbeles…¿latinoamericanos, habría que agregar?).
Esta «hipermediatización» de su muerte es el corolario de la «hipermediatización» de su vida. Y de su obra, obviamente. Escritores e intelectuales de este mundo y el otro han alabado en las páginas de los diarios los grandes libros del Nobel peruano, así como su trayectoria como intelectual comprometido sin ambigüedades con la causa y los valores de la libertad, primero desde el marxismo y luego —cuando se desencantó de la revolución cubana a raíz del caso Padilla—, desde el pensamiento liberal. Personalmente, no me cabe la menor duda que novelas como «Conversación en La Catedral», «La casa verde» o «La tía Julia y el escribidor», por no citar sino las del comienzo, son obras altamente complejas, cuya estructura es de una ingeniería tan bien concebida y ejecutada (por estructura entiendo lo que Flaubert llamaba el «plan» de la obra, o sea su arquitectura, y cuando digo «ejecutada», me refiero al plano de la escritura propiamente tal, y en ambos el peruano es un maestro) que por esas solas obras, Vargas Llosa habría merecido el Nobel. En otras palabras, si este reconocimiento fuese realmente un premio literario, Vargas Llosa debería haberlo recibido hace cincuenta años. Y la justificación habría sido sencilla: novelas como «La casa verde» y «Conversación en La Catedral» cambian el curso de la novela hispanoamericana, al introducir en lo que los filólogos llamarían «la materia» latinoamericana (el mundo rural, ya se trate de la selva, los Andes, la Pampa o la provincia del Maule) las técnicas estructurales que introdujo en la novela el modernismo anglosajón desde comienzos del siglo XX.
Vargas Llosa «adapta» las complejas estructuras narrativas de Faulkner (único escritor al que leyó con papel y lápiz, decía él) y la narración desde el caudal de la conciencia de los personajes (inventados por Woolf, Joyce, Proust) a la hasta entonces anticuada –porque estructuralmente convencional e ideológicamente también– forma de novelar que se practicaba en América Latina (y, ni qué decir tiene, en España). Hablé del mundo rural, pero el mundo criollista de la novela latinoamericana también incluye el espacio urbano. «Conversación en La Catedral» es por sí sola una verdadera revolución en la forma de tratar y de retratar la historia contemporánea del poder en el Perú, y no es posible hacer esto sin crear un vastísimo fresco de la sociedad limeña. Esta obra es «la» novela de Lima, como «Manhattan Transfer», de John Dos Passos, es «la» de Nueva York y «Berlín Alexanderplatz», de Alfred Döblin, «la» de Berlín.
Ahora es un hecho que, desde mediados del siglo pasado, en América Latina se produjeron una cantidad sorprendente de novelas extremadamente ambiciosas e innovadoras. Allí están «La vida breve», de Juan Carlos Onetti (1950); «Pedro Páramo», de Juan Rulfo (1955); o «El siglo de las luces”, de Alejo Carpentier (1962). El año 1967 es un verdadero festival: aparecen casi simultáneamente «Tres tristes tigres», de Guillermo Cabrera Infante; «Cambio de piel», de Carlos Fuentes; y, obviamente, la que fue el eje de gravitación del llamado «boom», «Cien años de soledad», de Gabriel García Márquez. En ese contexto, Vargas Llosa da a la imprenta «La casa verde» (1966) y «Conversación en La Catedral» (1969), pero irrumpe antes con «La ciudad y los perros» (1963), la primera de la serie de grandes novelas latinoamericanas de la década en llevarse el prestigioso premio Biblioteca Breve, creado —según decían las malas lenguas— por Carlos Barral (a la cabeza de Seix Barral en ese entonces) para promover la renovación de la novela en español de la mano de los nuevos autores procedentes del otro lado del Charco (la lista de latinoamericanos distinguidos por este premio incluye, además, a Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante, Vicente Leñero y un relativamente largo etcétera que llega hasta Gioconda Belli y Elena Poniatowska).
No hay que ser doctor en literatura para darse cuenta de algo elemental: durante tres o cuatro décadas del siglo pasado, comenzando por la del 50, se produce en América Latina una renovación tan potente de los lenguajes narrativos y unas obras de tan vasto alcance que no resulta exagerado afirmar que el siglo XX es el siglo de oro de la narrativa latinoamericana. En 1924, el novelista colombiano José Eustasio Rivera concitó la admiración de los medios intelectuales latinoamericanos con su novela «La vorágine», traducida al inglés en 1928, lo que no hizo sino aumentar su prestigio, pues eran muy escasas las novelas producidas en América Latina traducidas a otras lenguas. A partir de los años 60, los escritores latinoamericanos comenzaron a llenar auditorios y librerías en Londres, París, Barcelona, Nueva York… La novela latinoamericana, en cuestión de decenios, se volvió tan consistente y central como la novela inglesa, la francesa o la italiana.
Lo propio de un siglo de oro es cambiar el eje de sustentación estética en la producción literaria. Tal como lo hicieron Garcilaso y Boscán introduciendo las formas cultas de la poesía italiana en la España del siglo XVI —lo cual permitió que se escribiera la gran poesía española de los siglos XVI y XVII—, Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Donoso, sin olvidar a Borges, sacaron la narrativa latinoamericana del polvoriento anaquel de las literaturas periféricas, producidas en unas provincianas ex colonias españolas, y la pusieron al mismo nivel de la que se producía en los grandes centros culturales de Occidente. Y mucho más: a mí, novelistas franceses como Pierre Lemaître y Jean Echenoz, cada uno por su lado, me han confesado que en sus inicios les resultaba tremendamente irritante que los editores franceses sólo tuvieran ojos para los autores latinoamericanos.
Tragedia para nosotros, los novelistas de hoy: esa época pasó. Pero existió. Eso es lo importante, pues, entre otras cosas, hace posible pensar que un escritor latinoamericano puede traspasar las fronteras de su lengua y ser leído en otras, incluso masivamente. Para graficarlo, hagámonos la siguiente pregunta: sin Vargas Llosa y todos los grandes novelistas de los años 50 y 60, ¿Bolaño habría sido tan universalmente aclamado? Probablemente si Bolaño hubiese nacido en Filipinas o en Costa de Marfil, su obra —siendo igual de singular— habría sido leída seguramente con fervor, pero de manera mucho más circunscrita.
Lo que acabo de afirmar me permite decir que Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Cabrera Infante son, entre otros, los grandes clásicos de la novela contemporánea en español. Todos, cada uno a su manera, manejan la multiplicidad de narradores, los diálogos directos entre personajes situados en diferentes planos espaciales o temporales, la narración desde la conciencia de los personajes y la yuxtaposición de diferentes discursos en el texto de la novela (noticias del periódico, informes, cartas, diarios íntimos). En otras palabras, todos hacen lo que Bajtín entiende por novela moderna: novela dialógica, múltiple, abierta. Pero solo Vargas Llosa es Vargas Llosa. Quiero decir, con la excepción de García Márquez, y no estoy tan seguro, sólo Vargas Llosa ha sido aclamado y hasta venerado por multitudes como una estrella del rock. Yo lo vi por primera vez en los años 80, en la Universidad de Barcelona: había tanta gente que habían tenido que instalar un sistema de megafonía para que la multitud que se agolpaba en los patios y hasta en la calle pudiese escucharlo. Años más tarde, el Festival de Cine de Biarritz le organizó un homenaje: no solamente no cabía un alfiler en la sala, pero además una muchedumbre se aglutinaba afuera, en la explanada del Palacio de Festivales, donde —gracias a varias pantallas gigantes— sus admiradores pudieron verlo. Después me enteré de que habían venido autobuses contratados especialmente por sus «fans» desde Burdeos, Toulouse y hasta desde Marsella. O sea, Vargas Llosa congregaba tanta gente como Mick Jagger, Taylor Swift, o el Dalai Lama. Quizás más.
¿De dónde viene esta fascinación multitudinaria? Quizás esto se explique por sus dos facetas, la del novelista extremadamente talentoso y la del intelectual público, honesto y arrojado. Pero novelistas que han participado en la vida pública hay muchos. Se lo ha comparado con Victor Hugo, el gran escritor e intelectual totémico de la Francia del XIX. Y de alguna manera es nuestro Victor Hugo latinoamericano, probablemente junto con Neruda y Octavio Paz. Ahora, ese lugar se construye y Vargas Llosa se lo construyó concienzudamente, interviniendo en todos los asuntos de interés público, tanto en el Perú como en Hispanoamérica. Pierre Bourdieu, refiriéndose a este tipo de escritores, habla del «nomoteta», el «gran legislador», el intelectual que, ocupando la casa del Padre, hace la ley. Y no deja de ser por lo menos curioso que Vargas Llosa fuese hijo de un padre ausente, como Patrick Modiano (otro Nobel), como Malraux y Louis Aragon, dos de los grandes «nomotetas» de la Francia del siglo XX. En fin, interpretaciones habrá muchas. Queda el escritor, sus libros y su ejemplo.