La pena de muerte en las campañas presidenciales: ¿qué dice la evidencia?
14.04.2025
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14.04.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER “saca al pizarrón” las propuestas que apuntan a una reposición de la pena de muerte, confrontándolas con la evidencia disponible, la cual de manera abrumadora indica que no tiene efectos en la reducción del delito. Sostiene que “llama la atención a que en el tema de mayor preocupación de la ciudadanía parte importante del debate pareciera estar fundado en cuestiones ‘identitarias’ o posturas ideológicas de las candidaturas”.
Como es bien conocido, las encuestas de opinión manifiestan que la seguridad/delincuencia es, por lejos, la principal preocupación ciudadana. Consistente con esto, se espera que este tema sea un eje importante en las campañas presidenciales de este año. De hecho, varios candidatos se han visto muy activos en la presentación de propuestas en la materia, normalmente a consecuencia y como respuesta a conocerse un delito grave de alta connotación pública.
En una reciente columna publicada en este medio por Claudio Fuentes y Pedro Valenzuela se muestra cómo los candidatos de derecha han sido particularmente activos en la presentación de diversas iniciativas que se inscriben en una lógica de mano hiper-dura contra la delincuencia. Candidaturas de otros sectores también han esbozado algunas propuestas en líneas similares.
Una de las propuestas que ha comenzado a debatirse es la de la reinstalación de la pena de muerte. Recordemos que ella fue derogada en nuestro país el año 2001 para delitos “comunes” y sólo subsiste en algunas figuras muy excepcionales previstas en el Código de Justicia Militar para situaciones producidas en tiempo de guerra. Aún antes de su derogación, la pena de muerte había caído en desuso en el país, habiéndose ejecutado por última vez el año 1985. Con todo, en más de cien años (1875-1985) se contabilizan 58 personas a las que se les aplicó.
A mediados de marzo pasado, la candidata Evelyn Matthei propuso abrir un debate sobre la reinstalación de la pena de muerte en nuestro país a partir de la preocupación generada por del homicidio de una pareja en Graneros que generó gran conmoción pública.
No se trata de una iniciativa nueva. El candidato Johannes Kaiser, junto con otros diputados (De la Carrera, Flores y Romero), presentó en mayo del año pasado una moción destinada a reinstalar la pena de muerte tratándose de delitos de homicidio cometidos en contra de funcionarios policiales y de las fuerzas armadas en el ejercicio de sus funciones (Boletín n° 16818-07 de 6 de mayo de 2024). Esta propuesta también surgió como reacción a un caso grave de homicidio contra tres carabineros ocurrido en abril de 2024. Más recientemente, como consecuencia del debate abierto por Matthei, Kaiser planteó su acuerdo con extender esta pena a otras figuras como el secuestro y la violación con resultado de muerte y los delitos de sicariato.
Estas propuestas irían a contrapelo de lo que estaría ocurriendo en el ámbito comparado. Un reciente estudio de Amnistía Internacional (2025) da cuenta que el uso de esta pena a nivel mundial está en retroceso. Sobre un 72% de los países la ha derogado legal o tácitamente (145 países que la han abolido versus 54 que la mantienen). En 2024 sólo 15 países ejecutaron una pena de muerte, la cifra más baja que registra el seguimiento de Amnistía Internacional en la materia. Por otra parte, en los Estados Unidos, país en el que 27 estados la mantienen y se suele mirar desde Chile, habría una baja constante en su aplicación desde el año 1999, llegando a un cuarto de lo que se ocupaba. Si bien el 2024 habría existido un aumento en el número absoluto de penas de muerte en el mundo, ello se explicaría por un pequeño grupo de países “productores” de este tipo de sanción que las concentran. Se trata de Irán, Irak y Arabia Saudita (no se incluye China por la falta de datos precisos sobre el número de ejecuciones). Ellos habrían ejecutado el 91% de las aplicadas en 2024. ¿Aspiramos a acercarnos a esos modelos de sociedad?
El debate sobre la pena de muerte es complejo e involucra muy distintas dimensiones que son difíciles de abordar en una columna de este tipo. Por ejemplo, se trata de una materia que puede discutirse desde un punto de vista filosófico, de uno moral, de otro jurídico (considerando el derecho internacional de los derechos humanos), también económico, entre otros. Todos ellos son puntos de vista muy relevantes a considerar, pero quisiera detenerme en una de estas perspectivas que parece especialmente ausente en el debate que se ha generado en el país o, peor aún, en el cual se hacen afirmaciones en contra de la evidencia disponible: si la pena de muerte produce un efecto (disuasivo) en la delincuencia.
Las propuestas por reinstalar la pena de muerte descansan implícita o explícitamente en la idea que, si existiera en Chile, se podría haber evitado la comisión de delitos graves como los que llevaron a plantearla. En consecuencia, se espera que esta pena tenga un carácter disuasorio de la comisión de estos delitos graves. La moción del diputado Kaiser plantea este objetivo como una justificación central al señalar que “…la pena capital se presenta como una medida disuasoria y ejemplarizante frente a los delitos más graves, como el asesinato a policías y militares. Así, la posibilidad de enfrentar la pena capital puede generar un temor en aquellos individuos que estén considerando cometer un acto tan violento”.
¿Qué es lo que dice la evidencia? Quizás el informe más relevante en este punto ha sido el reporte de consenso elaborado por el National Research Council (NRC) de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos el año 2012 que revisó toda la investigación empírica disponible concluyendo que no existía evidencia que le diera soporte a la idea que la pena de muerte producía un efecto en la reducción de la delincuencia capital. Estudios posteriores que se han hecho cargo de las prevenciones metodológicas sugeridas por el informe del NRC han también concluido que la pena de muerte no tendría efecto disuasivo (por ejemplo, Oliphant, 2022). En este contexto es curioso que se insista en una propuesta que no parece tener ningún efecto en el fundamento que se usa para justificarla.
En el otro extremo, sí tenemos evidencia sólida que indica que la aplicación de la pena de muerte puede producir otros efectos negativos. Uno de ellos es la condena de personas inocentes. Así, en un estudio que hizo seguimiento a más de 30 años de aplicación de esta medida en los Estados Unidos (1973-2004), determinó que conservadoramente se podía afirmar que en un 4,1% de los casos ella se aplicó a una persona inocente. A la fecha, además, hay registro en este país de más de 200 casos de pena de muerte decretada en contra de personas inocentes, varias de ellas ejecutadas.
Más allá del debate sobre la pena de muerte, me parece que su proposición es indicativa de un problema más global en nuestro país y es cómo discutimos las políticas públicas en materia de seguridad. Normalmente lo hacemos en forma reactiva, es decir, como respuesta a un hecho grave. Luego, las propuestas se formulan sin un diagnóstico claro que las soporte. Recordemos que los últimos años ha campeado la aproximación reiterada en distintas versiones y formas de “ya pasó la hora del diagnóstico, es la hora de la acción”. En consecuencia, no se trata de propuestas sistemáticas que se hagan cargo de manera adecuada de los problemas que se pretende resolver.
Como si fuera poco, tampoco se considera la existencia de evidencia que justifique si esa propuesta tiene alguna chance de producir los resultados esperados (en muchas ocasiones, como en el caso de la pena de muerte, la evidencia es contraria). Finalmente, se termina aprobando legislativamente una medida que cuenta con una débil o nula implementación y que, además, no será objeto de seguimiento o evaluación en el tiempo. Es decir, gastamos los escasos recursos que disponemos (de debate político, de acuerdo, etc.) en medidas que no aportan al problema de la seguridad en el país.
Esto ha ocurrido tantas veces que es imposible hacer un listado exhaustivo de todas las iniciativas similares. Recuerdo el caso de la reforma a los controles de identidad y la creación de los controles preventivos como uno de los más debatidos públicamente. En la actualidad otro debate que ha propuesto un candidato es promover la autoprotección de los ciudadanos facilitando su acceso a armas de fuego, allí donde la evidencia disponible en América Latina muestra que las pocas iniciativas evaluadas que ha tenido impacto en la disminución de homicidios precisamente son aquellas que han descansado en limitaciones al porte y a la posesión de armas.
Más allá del potencial oportunismo electoral que puede haber detrás de estas proposiciones, llama la atención a que en el tema de mayor preocupación de la ciudadanía parte importante del debate pareciera estar fundado en cuestiones “identitarias” o posturas ideológicas de las candidaturas. Si la seguridad es un problema tan relevante como suelen sostener quienes formulan estas propuestas, debiéramos tomarnos en serio discutir medidas que sean mínimamente idóneas para producir resultados. Eso parte por dejar de lado preconcepciones ideológicas que existen en distintos ámbitos y mirar la evidencia disponible.