Carolina Tohá y la cuestión generacional
07.03.2025
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07.03.2025
La renuncia como ministra del Interior de Carolina Tohá la puso de inmediato en la carrera presidencial como abanderada de la centroizquierda. El autor de esta columna escrita para CIPER indica que «Tohá tiene el desafío de organizar una campaña que recoja las mejores prácticas de los 30 años (capacidad técnica, gradualidad, razonabilidad) pero que al mismo tiempo ofrezca una fresca y necesaria renovación, innovación, y un conjunto de buenas prácticas que animen el devenir político nacional»-
Créditos imagen portada: Diego Martin / Agencia Uno
La noticia de la semana fue la (esperada) renuncia de Carolina Tohá a su cargo de ministra del Interior para lanzar su candidatura presidencial. El autor de esta columna escrita para CIPER sostiene que “Tohá tiene el desafío de organizar una campaña que recoja las mejores prácticas de los 30 años (capacidad técnica, gradualidad, razonabilidad) pero que al mismo tiempo ofrezca una fresca y necesaria renovación, innovación, y un conjunto de buenas prácticas que animen el devenir político nacional”.
Carolina Tohá enmarcó su decisión de competir por la presidencia como un desafío generacional. Sostuvo, en su primera declaración como candidata, que asumiría un desafío mayor: “Me voy porque creo que me toca hacerlo. Es lo que me corresponde a mí. Le corresponde a mi generación también”, enfatizó. Tal vez de modo inconsciente, proyectó y transformó este interés personal en un asunto colectivo, una cuestión de un segmento de la sociedad que durante mucho tiempo ocupó puestos secundarios en la disputa por el poder.
En efecto, en el análisis tradicional de las disputas inter-generacionales, la de Tohá -la G-80 ha sido etiquetada como “la generación perdida”, aquella que lideró la lucha contra la dictadura desde las universidades pero que, una vez recuperada la democracia, fue relegada a posiciones de poder marginales. Ya sea por falta de astucia, ambición política o desinterés, la G-80 se refugió en sus cuarteles de invierno gran parte de la década de los 90s. Fue la generación de los baby boomers (Aylwin, Lagos, Boeninger, Correa, y un largo etc.) quienes retomaron las riendas del poder, luego de la frustrada década de los 60s. Los líderes sesenteros de todos los partidos —de derecha, centro e izquierda— se hicieron cargo de la transición muy probablemente para saldar sus cuentas con la historia. Eran viejos zorros que conocían las mañas de sus adversarios. Allí estuvieron Aylwin, Jarpa, Almeyda, Lagos, negociando las condiciones de la transición.
Lo interesante de observar en el proceso político chileno es esta constante referencia a las pugnas de poder inter-generacionales y que han servido como un encuadre para interpretar el acontecer político. El ejemplo más reciente de esta forma de concebir la dinámica política fue el movimiento universitario que surgió en el ciclo 2006-2011. El primer ímpetu de los Millennials fue distinguirse de aquellos que gobernaban indicando que representaban una nueva forma de gobernar —más horizontal, más en sintonía con las preocupaciones de la gente, menos preocupados de las formas en que se ejercía el poder y más de los contenidos que lo organizaban-. A menudo se escucha en los pasillos del poder comentarios asociados a las diferencias casi culturales entre los viejos y nuevos liderazgos políticos. La política tradicional usa corbata, es masculina, se reúne hasta altas horas de la noche, discute y se interroga sobre universalismos. La nueva política se sacó la corbata, es sensible a las diferencias de género, anda en bicicleta, adecúa sus encuentros a las labores de cuidado, y discute y se interroga sobre las identidades e injusticias que afectan a grupos históricamente discriminados.
Obviamente todas estas referencias son caracterizaciones simplistas de una dinámica sociológica mucho más compleja. El punto aquí es que en la interpretación sociológica del acontecer nacional predomina una lógica adversarial entre generaciones.
Así, una primera impresión de la escena política presidencial de 2025 nos podría llevar a imaginar que lo que está en juego acá es —nuevamente— una disputa entre generaciones. La principal representante de los baby boombers es hoy Evelyn Matthei, de 71 años y nacida en 1953. El representante más destacado de la generación Millennial —aunque hasta aquí ha resistido embarcarse en esta carrera— es por lejos Tomás Vodanovic, de 34 años y nacido en 1990. Finalmente, los liderazgos que destacan de la G-80 son hoy Claudio Orrego (58 años, 1966), Carolina Tohá (59 años, 1965), y José Antonio Kast (59 años, 1966).
Orrego, Tohá y Kast tienen una trayectoria políticamente diversa, aunque socialmente parecida. Los tres iniciaron sus carreras electorales en federaciones de estudiantes —el principal semillero de los presidentes de la República en Chile, por cierto-. Los tres conocieron la militancia de partidos en la universidad; y los tres formaron parte de una segunda línea política en las últimas décadas. En los tres casos sus referentes intelectuales se ubican entre los baby boombers, por lo que siempre han sido caracterizados como “ahijados” de algún líder político o intelectual. La G-80 no nació en disputa con la generación que le antecedió sino que a su alero.
Tohá, entonces, presenta esta candidatura como un asunto generacional. “Nos toca asumir el desafío de disputar el poder” nos dice.
Ahora bien, ¿resulta pertinente encuadrar su interés presidencial como un asunto generacional?
A simple vista parecería correcto hacerlo, dadas las circunstancias antes mencionadas. Como la disputa política estuvo marcada en años recientes como un problema de viejas y nuevas élites (la vieja Concertación, los 30 años), la intervención de Tohá pareciera estar apelando a una cierta identidad que siempre estuvo interesada en los asuntos públicos pero que por alguna razón resultó excluida de allí. Si se reflota a la G-80 es porque se busca una distinción respecto de la vieja guardia que sigue allí instalada en las esferas de poder informal.
Sin embargo, las condiciones políticas que animan la actual batalla electoral son radicalmente diferentes. En el mundo pre-2023, los actores políticos debían atraer un número relativamente bajo de electores (la mitad del padrón electoral), por el efecto del voto voluntario. La disputa generacional allí funcionaba bien: los Millennials se impusieron el desafío de movilizar a los sectores más jóvenes, mientras la vieja guardia apelaba a sus nichos tradicionales (la generación que votó en el plebiscito de 1988). El clivaje generacional permitía movilizar en torno a agendas muy específicas:terminar con el CAE, proteger el medio ambiente, avanzar en los derechos de las mujeres.
Hoy el escenario electoral es muy distinto. El universo electoral prácticamente se duplicó con el voto obligatorio, por lo que ahora no basta con movilizar en torno a causas que movilizan a un par de millones de electores. Para llegar a la presidencia se requieren sobre 6 millones de votos y el votante que definirá la elección es de clase media-baja, menos ideológico y tiene necesidades materiales muy concretas (precariedad laboral, seguridad social, seguridad pública).
El segundo elemento tiene que ver con el modo en que se organiza el poder alrededor de cada una de las candidaturas—los círculos de poder que rodean a una campaña-. Tohá tiene el desafío de organizar una campaña que recoja las mejores prácticas de los 30 años (capacidad técnica, gradualidad, razonabilidad) pero que al mismo tiempo ofrezca una fresca y necesaria renovación, innovación, y un conjunto de buenas prácticas que animen el devenir político nacional.
A este respecto, el encuadre generacional no resultará muy convincente pues la mayoría de la G-80 crecieron y se desarrollaron a la sombra de las viejas formas de gobernar. De este modo, encontrar un relato distintivo que permita aglutinar a grandes mayorías en el progresismo es quizás la primera urgencia que enfrenta su candidatura. Necesita convencer a socialistas, frenteamplistas, comunistas y (tal vez) democratacristianos de que ella es capaz de encabezar una coalición, sumar generaciones, y articular un nuevo estilo de hacer política. Paradójicamente su desafío será distinguirse del resto por su capacidad de no hacer distinciones, no convertir esta elección en un asunto de lucha de identidades.