Europa en el búnker: El colapso del orden liberal y el retorno del realismo empujado por Trump
20.02.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
20.02.2025
Europa mira con inquietud la nueva relación que está dibujando Donald Trump con el Viejo Continente. El autor de esta columna escrita para CIPER señala que “para salir del búnker, Europa debe redescubrir el realismo político. Esto implica reconocer que la seguridad del continente no puede basarse en la demonización de Rusia ni en una dependencia indefinida de Estados Unidos”. Y, agrega que “el desafío al que se enfrenta Europa es demostrar que es algo más que un museo viviente con un alto nivel de vida que requiere protección por su valor histórico. Debe recuperar la capacidad de análisis realista y la voluntad política que caracterizaron a sus mejores estadistas”.
Es una escena inolvidable para cualquiera que haya visto Der Untergang: Hitler, rodeado de sus últimos leales en el búnker de la Cancillería del Reich, mueve ejércitos inexistentes sobre mapas mientras Berlín arde. La imagen de un líder desconectado de la realidad, aferrado a ilusiones mientras su mundo se derrumba, resuena hoy con inquietante actualidad al observar la respuesta de las élites europeas ante el doble golpe que ha sacudido sus cimientos: la derrota militar en Ucrania y el huracán geopolítico desatado por el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca.
El fracaso de la contraofensiva ucraniana en 2023 marcó un punto de inflexión que las capitales europeas se resisten a reconocer. Como Hitler en su búnker, los líderes continentales parecen incapaces de adaptar su visión a una realidad transformada y persisten en políticas que han demostrado su ineficacia. Esta parálisis estratégica se ha visto exacerbada por la vuelta de Trump y su radical replanteamiento de las relaciones transatlánticas.
La analogía del búnker, sin embargo, va más allá de la mera incapacidad para reconocer la derrota. Refleja un aislamiento más profundo: el de una élite política europea que ha abandonado el pragmatismo que caracterizó a figuras como Helmut Schmidt y Valéry Giscard d’Estaing, en favor de un moralismo abstracto que ignora las realidades del poder. Como señaló Schmidt en 2014 con notable clarividencia, la crisis ucraniana recordaba peligrosamente a 1914, con líderes actuando como «sonámbulos» hacia el precipicio, mientras la «megalomanía» de la burocracia europea agravaba las tensiones con Rusia.
El giro de Trump hacia Europa representa una triple ruptura con el orden establecido, aunque sus críticos suelen confundir sus distintas dimensiones. Para comprender la primera de estas rupturas, es necesario entender qué significa el realismo en las relaciones internacionales, una tradición de pensamiento que se remonta a Tucídides y Maquiavelo, pero que encontró su expresión moderna en figuras como Hans Morgenthau, George Kennan y Henry Kissinger.
El realismo político parte de cuatro premisas fundamentales: primero, que los Estados actúan en un sistema internacional anárquico donde no existe una autoridad superior capaz de imponer orden; segundo, que en este sistema el poder —particularmente el poder militar— es la moneda fundamental de las relaciones internacionales; tercero, que los Estados actúan primordialmente en función de sus intereses nacionales, no de principios morales abstractos; y cuarto, la diplomacia es necesaria, justamente, porque ninguna fuerza es capaz de imponerse y doblegar a todas las demás.
Kennan, como arquitecto de la política de contención durante la Guerra Fría, y Kissinger, como su ejecutor más sofisticado, entendieron que la estabilidad internacional requería el reconocimiento mutuo de las esferas de influencia entre grandes potencias. Para ambos, la paz no dependía de la victoria de los «buenos» sobre los «malos», sino del establecimiento de un equilibrio de poder viable.
En este contexto, la postura de Trump respecto a Ucrania recupera aspectos fundamentales del realismo de la Guerra Fría. Este enfoque no considera a Rusia como una encarnación del mal, sino como una potencia nuclear con intereses legítimos de seguridad y áreas de influencia históricas. Como argumentó Kissinger, «para Rusia, Ucrania nunca podrá ser simplemente un país extranjero», una realidad que Occidente ha ignorado sistemáticamente.
La segunda dimensión concierne a la obsolescencia del vínculo transatlántico tal y como se configuró tras la Segunda Guerra Mundial. Para la administración Trump, Europa ha perdido relevancia estratégica para Estados Unidos en un mundo dominado por la competencia con China. Además, considera que el continente es lo suficientemente próspero como para poder defenderse por sí mismo. El hecho de que las negociaciones de paz para Ucrania se desarrollen en Arabia Saudita, sin presencia europea, simboliza esta nueva jerarquía geopolítica.
La tercera dimensión, distinta aunque relacionada con las anteriores, es el apoyo activo de Trump a fuerzas políticas europeas afines al movimiento MAGA. Las recientes declaraciones del vicepresidente Vance criticando el «cordón sanitario» contra la AfD en Alemania ejemplifican esta estrategia de transformación política del continente desde dentro.
El ex presidente francés, Giscard d’Estaing, al recordar que «Crimea nunca ha sido ucraniana», no sólosolo hacía una observación histórica (que puede ser discutible), sino que ilustraba el tipo de realismo que Europa ha perdido. El continente ha reemplazado el análisis de sus intereses por una mezcla de moralismo abstracto y dependencia estratégica de Estados Unidos. Esta combinación se ha revelado desastrosa ante el primer desafío serio al orden posterior a la Guerra Fría.
El realismo de Kissinger sobre Rusia, tan criticado en su momento, parece profético hoy en día. Su advertencia de que «tratar a Rusia como un potencial país de la OTAN ignora que tiene una historia completamente diferente» y que «expandir la OTAN hasta 300 millas de Moscú» provocaría una reacción inevitable, fue desoída. Como señaló en 2022, «si la guerra termina como probablemente lo hará, con Rusia perdiendo muchas de sus ganancias pero reteniendo Sebastopol, tendremos una Rusia insatisfecha, pero también una Ucrania insatisfecha; en otras palabras, un equilibrio de insatisfacción».
Los líderes europeos actuales representan el polo opuesto del realismo político. Su aproximación a las relaciones internacionales combina un idealismo wilsoniano —la creencia de que la difusión de la democracia liberal y los derechos humanos (incluso vía intervención) conducirá automáticamente a la paz— con una ingenuidad estratégica sorprendente. Han confundido el «fin de la historia» proclamado tras la caída del Muro de Berlín con el fin de la geopolítica.
Esta desviación del realismo se manifiesta en múltiples niveles. A nivel conceptual, han reemplazado el análisis del poder por un moralismo que divide el mundo en «democracias» y «autocracias», ignorando las complejidades geopolíticas que Kissinger y Kennan consideraban fundamentales. A nivel estratégico, han asumido que la hegemonía estadounidense sería permanente y han construido una arquitectura de seguridad que depende completamente de garantías externas. A nivel táctico, han expandido continuamente las fronteras de la OTAN sin tener en cuenta seriamente las implicaciones para el equilibrio de poder europeo.
La paradoja es que Europa, al rechazar el realismo en favor de una política exterior moralista, ha terminado socavando precisamente los valores que pretendía defender. Como advirtió Schmidt, la «megalomanía» de Bruselas al intentar incorporar a Ucrania sin tener en cuenta las implicaciones geopolíticas ha contribuido a la mayor crisis de seguridad en el continente desde 1945.
Para salir del búnker, Europa debe redescubrir el realismo político. Esto implica reconocer que la seguridad del continente no puede basarse en la demonización de Rusia ni en una dependencia indefinida de Estados Unidos. Como argumentó Kissinger, «Ucrania debería haber sido un puente entre Europa y Rusia, pero ahora, mientras se reconfiguran las relaciones, podríamos entrar en un espacio donde se redibuje la línea divisoria y Rusia quede completamente aislada». Pero este aislamiento de Rusia es solo con Europa, no con el resto del mundo. Sus lazos con África, Asia y Latinoamérica gozan de buena salud y todo parece indicar que sus vínculos con Estados Unidos también lo harán prontamente. No es de extrañar que en la delegación rusa a Arabia Saudita estuviera Kirill Dmitriev, cuyo papel principal, según informa la BBC, era iniciar los contactos para abordar las implicaciones del Ártico con los estadounidenses.
El desafío al que se enfrenta Europa es demostrar que es algo más que un museo viviente con un alto nivel de vida que requiere protección por su valor histórico. Debe recuperar la capacidad de análisis realista y la voluntad política que caracterizaron a sus mejores estadistas. La alternativa es permanecer en el búnker, moviendo ejércitos imaginarios sobre mapas mientras el mundo cambia irrevocablemente fuera.
La historia juzgará duramente a una generación de líderes europeos que, como aquellos «sonámbulos» de 1914 descritos por Christopher Clark, han sido incapaces de prever las consecuencias de sus acciones. La diferencia es que, esta vez, el continente tiene ejemplos históricos claros de cómo el realismo político puede prevenir las catástrofes que el moralismo abstracto tiende a provocar.
El realismo de Trump, aunque instintivo y a menudo contradictorio, comparte elementos fundamentales con la tradición de Kennan y Kissinger. Como ellos, reconoce que el poder militar sigue siendo la base última de las relaciones internacionales. Como ellos, entiende que las grandes potencias tienen intereses vitales que deben ser respetados para mantener la estabilidad internacional. Y, como ellos, ve las alianzas no en términos morales, sino de utilidad estratégica.
Sin embargo, existe una diferencia crucial: mientras Kissinger y Kennan buscaban construir un orden internacional estable basado en el equilibrio de poder, Trump parece más interesado en maximizar la libertad de acción estadounidense, incluso a costa de debilitar las estructuras internacionales que sus predecesores construyeron. Esta forma de realismo se parece más a la «realpolitik» bismarckiana que al sofisticado equilibrio de poder kissingeriano.
El legado del realismo de la Guerra Fría, desde Kennan hasta Kissinger, pasando por Schmidt y Giscard d’Estaing, ofrece un marco para repensar la política exterior europea. Esta desconexión con la realidad también se manifiesta en la súbita transformación de Zelensky en una figura cuasi mesiánica para la narrativa europea. Los mismos medios que, antes de la invasión, cuestionaban su efectividad en la lucha contra la corrupción endémica de Ucrania, lo han elevado a la categoría de santo secular y defensor supremo de los valores europeos. Esta canonización política no sólosolo ignora las complejidades de la política ucraniana, sino que dificulta cualquier aproximación realista a las negociaciones de paz, convirtiendo cualquier compromiso en una traición moral.
La incapacidad europea para reconocer que en la guerra de Ucrania ya hay un claro vencedor refleja esta misma patología. Mientras Rusia consolida sus ganancias territoriales, el continente se aferra a narrativas de resistencia heroica. Esta negación de la realidad no solo es inútil estratégicamente, sino que debilita la posición negociadora europea frente a Rusia y Estados Unidos.
La imagen del embajador Christoph Heusgen llorando al cerrar la Conferencia de Seguridad de Múnich simboliza perfectamente esta crisis del liderazgo europeo: un continente que ha perdido la capacidad de ejercer un poder real y se refugia en la expresión emocional de su impotencia. La pregunta ya no es solo si las élites continentales serán capaces de abandonar el búnker de sus certezas ideológicas, sino si podrán recuperar el arte de la diplomacia respaldada por el poder, esencial no solo en sus relaciones con Rusia, sino también con un Estados Unidos cada vez más dispuesto a anteponer sus intereses a las sensibilidades europeas.