La necesidad de una estrategia de educación superior
21.11.2024
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21.11.2024
La siguiente columna es parte del discurso realizado por el autor en el inicio del trabajo del Consejo Asesor de la Estrategia de Desarrollo para la Educación Superior. En ella, Pablo González hace un repaso de las acciones del Estado con tal de desarrollar una política pública coherente. Sostiene que “no seremos capaces de dar un salto en materia de educación superior e I&D si los niveles de gasto en esta última no crecen de una manera sustantiva, especialmente, si de mayor crecimiento económico y productividad se trata, en alianza con el sector privado”.
Según datos de UNESCO IESALC (2024), cerca del 90% de 146 países revisados han adoptado planes nacionales para conducir el desarrollo de sus sistemas educativos. Estos instrumentos de política se caracterizan por ser comprehensivos respecto de las dimensiones y temáticas que abarcan, plurales con relación a los sectores educativos, económicos y científicos que convocan, y realizables en función de las estrategias de implementación y planes de acción que incorporan.
La ley mandata que la Subsecretaría de Educación Superior debe proponer “una Estrategia para el Desarrollo de la Educación Superior, la que deberá abordar, con un horizonte de largo plazo, los desafíos del Sistema de Educación Superior”. Para esto ha convocado a un grupo diverso y heterogéneo, con diversidad de miradas y disciplinas, para que, en un horizonte razonable de tiempo (hasta agosto del año 2025), proponga esa estrategia. La subsecretaría y el ministerio dejan clara su voluntad de construir una política de Estado que pueda perdurar más allá de los signos políticos de los Gobiernos, salir de la urgencia que nos focaliza en el corto plazo y en los medios, para mirar el largo plazo, enfocarse en los fines y en los valores y los principios. Se trata de un compromiso responsable, porque pone sobre nuestros hombros esta importante tarea, lo que demanda lo mejor de nosotros mismos y, como mínimo, la voluntad y la apertura para escuchar, observar, comprender, soñar y delinear el futuro que heredarán nuestros hijos y nietos. De ese futuro deseado es de lo que debe hablar la comisión, no solo entre nosotros sino con todos quienes estén dispuestos a colaborar en esta tarea. Hace tiempo que las nuevas tecnologías han abierto la posibilidad de que muchos puedan expresarse en forma simultánea, rompiendo las limitaciones de tiempo y lugar propias de las democracias hasta fines del siglo XX. Tengo fe en las capacidades humanas de esta comunidad y en las posibilidades de las nuevas tecnologías para expandir la democracia.
No es primera vez que un grupo de ciudadanos y expertos se reúne para reflexionar sobre el sistema de educación superior que queremos. En marzo de 1991, la Comisión de Estudio de la Educación Superior entregó su informe “Una política para el desarrollo de la educación superior en la década de los noventa”. En 2006, parte del informe de esta comisión presidencial de educación fue dedicado a ese tema. En 2007, funcionó el Consejo Asesor Presidencial para la Educación Superior que entregó su documento “Los desafíos de la educación superior chilena”. En marzo de 2012, en tanto, se publicó el informe “Análisis y recomendaciones para el sistema de financiamiento estudiantil”, como resultado de la Comisión de Financiamiento Estudiantil para la Educación Superior. Todos esos informes y otras muchas propuestas, artículos científicos y experiencias internacionales serán antecedentes útiles para el trabajo de esta nueva comisión.
En particular, quiero ilustrar esta continuidad con el discurso que diera el entonces ministro de Educación, Ricardo Lagos, con motivo de recibir el informe de 1991, donde reconoce la necesidad de construir políticas educacionales de Estado, porque “interesan a todo el país y comprometen el futuro de todos nosotros”. Y más adelante: “En último término la inserción que queremos para Chile en un mundo internacional cada vez más competitivo… está determinada por la capacidad del sistema educacional que seamos capaces de construir”. Esta continuidad en las prioridades nacionales se puede ilustrar también, porque casi la totalidad de las estrategias de desarrollo regional tiene un capítulo dedicado a lo que denominan “capital humano avanzado” y consideran el papel de los centros de educación regionales en el futuro deseado que quieren construir. Sin duda, en el futuro que estamos invitados a soñar la educación superior debe ser un catalizador tanto para el desarrollo humano como productivo de las regiones y sus territorios, mejorando las capacidades individuales y fomentando un crecimiento económico sostenible y equitativo. Nuestras instituciones de educación superior deben contar con oportunidades e incentivos para contribuir a la solución de problemas públicos y a la creación de valor público en sus entornos locales y regionales.
Si bien ha habido una gran continuidad, también ha habido cambios importantes. La matrícula ha pasado de poco más de 200 mil estudiantes en 1990, a más de un millón 300 mil en la actualidad, con crecimiento rápido en los 90, cuando se duplica, y especialmente en la primera década del siglo XXI, en gran medida por el egreso de una proporción mayor de estudiantes de la enseñanza secundaria en un contexto de crecimiento de la población joven que tiene pocas posibilidades de volver a repetirse. Los estudiantes de 30 o más años han aumentado su participación, desde un 11% de la matrícula en 2007, a un 24% en 2024, como respuesta a las necesidades de formación a lo largo de la vida, así como de reskilling (reaprendizaje profesional) y upskilling (adquisición de nuevas competencias), como resultado de las rápidas transformaciones del mundo laboral. La cobertura en educación terciaria se incrementó desde un 29% de jóvenes, entre 18 y 24 años matriculados en 2007, a un 45% en 2023, alcanzando tasas de matrícula similares a las de los promedios de la OCDE; aunque seguimos rezagados en la proporción de posgrado y postítulo (solo 7,8% de la matrícula total).
En perspectiva internacional, somos de los países en que la proporción de la cohorte de 25 a 34 años con educación superior ha crecido más, aunque seguimos rezagados respecto al promedio de la OECD (41% contra 47%).. Al menos en cantidad, tenemos una de las fuerzas de trabajo más profesionalizadas de Latinoamérica. Sin embargo, la productividad de la economía se mantiene estancada desde hace más de una década, abriendo interrogantes sobre la calidad y la pertinencia de esa formación.
Pese al notable incremento de la cantidad de profesionales, la brecha de ingresos de las profesiones más altamente demandadas con los de la población que solo ha terminado la educación secundaria se mantiene excepcionalmente alta para estándares internacionales, porque la demanda por esas profesiones ha crecido aún más rápido que la oferta. Mientras tanto, en otras profesiones sus egresados tienen problemas para insertarse laboralmente. En parte, esto se refleja en las elevadas tasas de morosidad en el CAE, una situación compleja que ha llevado al Gobierno a proponer un fondo que reemplace este instrumento.
Contrariamente al número de estudiantes, el número de instituciones ha ido cayendo, pasando de 302, en 1990, a poco menos de la mitad en la actualidad, lo que es una dinámica normal de consolidación en sistemas donde existen economías de escala e información asimétrica. Otra dinámica normal es el gasto en publicidad de muchas instituciones para atraer a nuevos estudiantes con que estamos siendo bombardeados en estos días, como todos los años.
En perspectiva internacional, Chile, desde hace tiempo, es el país de la OECD que más gasta -como proporción del PIB- para financiar su sistema de educación superior, si se consideran recursos públicos y privados. En la última medición superamos incluso a EE.UU., aunque estamos muy lejos de alcanzar sus resultados. No obstante, esta inversión sostenida ha llevado a un sistema que ha mejorado su calidad, si se miran algunos indicadores, y se reconocen algunos centros e investigadores particularmente destacados. Sin embargo, no seremos capaces de dar un salto en materia de educación superior e I&D si los niveles de gasto en esta última no crecen de una manera sustantiva, especialmente, si de mayor crecimiento económico y productividad se trata, en alianza con el sector privado. Necesitamos desarrollar esquemas de asociatividad, transversales al sistema de educación superior y entre sus instituciones, para la generación de conocimiento de frontera, la innovación y la internacionalización.
Es preciso reconocer también algunos problemas que perduran y que debemos dimensionar e intentar resolver. Los sistemas de financiamiento están en crisis, la situación actual no es sostenible tanto por el exceso de recursos públicos involucrados, como por el escaso gasto en I&D y el endeudamiento familiar. El acceso sigue siendo desigual por quintiles de ingreso y, aunque se han realizado progresos, el acceso de las mujeres a las carreras STEM (acrónimo de los términos en inglés Science, Technology, Engineering and Mathematics -ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas-) debe seguir siendo incentivado. Hay problemas de calidad que persisten. Las carreras siguen siendo largas, tanto en su duración teórica como real, pese a que ha habido avances. Las tasas de deserción son elevadas y hay crecientes problemas de salud mental. Existe una molestia social que no se ha resuelto, que debemos comprender, que podría estar vinculada a la sensación de una promesa incumplida, una expectativa frustrada, un desengaño. O, como sugería Karl Polanyi, hemos dislocado los equilibrios entre intercambio, reciprocidad y redistribución al introducir el mercado sin entender que la educación es parte de esos espacios que debemos reservar para el encuentro y la inclusión. Como sugiere Michael Sandel: “Una política atenta a la vertiente cívica de la libertad podría intentar restringir la esfera de la vida regida por el dinero y apuntalar los espacios públicos que reúnen a las personas en experiencias comunes y forman el hábito de la ciudadanía”.
La invitación es a mirar la educación superior como un sistema, con todos los principios de los sistemas (existencia, holismo, emergencia, subóptimo, indeterminación, jerarquía, Pareto, redundancia de recursos, relajación de tiempo, retroalimentación negativa, retroalimentación positiva, homeostasis, autoorganización, sobrevivencia). Un sistema constituido por distintas partes, que pueden ser especificadas desde las cadenas de valor que se producen en su interior, tales como docencia, investigación y extensión. Un sistema constituido por módulos, que a veces no están bien ensamblados o no existen o no están bien diseñados, implementados o evaluados. Con módulos de gestión y apoyo, que pueden mejorar su funcionamiento. Un sistema que interactúa con otros sistemas, en los que no profundizaremos, pero que debemos tomar en cuenta. El sistema de interés interactúa, en los puntos de entrada, con el sistema escolar y, en los puntos de salida, con el sistema productivo y el mercado laboral, y cotidianamente con otros sistemas, como el de transporte urbano, el habitacional y diversos sistemas asistenciales. Está claro que respecto a esos sistemas nuestro mandato solo debe considerarlos en sus interacciones. Sin embargo, respecto a otros, es más difícil especificar cuáles son sus fronteras. Por ejemplo, el sistema de investigación básica y aplicada es parte tan consustancial a la misión de algunas instituciones de educación superior que es imposible excluirlo de nuestras reflexiones. No obstante, esta materia compete a otra agencia pública. Probablemente, en este caso, la solución consiste en tomar la política de ciencia, tecnología e innovación como un insumo fundamental para soñar el sistema de educación superior futuro, y quizás nuestras reflexiones sirvan para las futuras revisiones de esa política.
Junto con reconocer la continuidad, creo necesario despejar una confusión que se ha mantenido en el tiempo en educación superior como en muchas otras áreas: la equivalencia de lo público y lo privado. Efectivamente, los resultados que producen algunas instituciones o los valores que prevalecen en ellas no están determinados por su propiedad, sino que por su gobierno corporativo y el sistema de financiamiento. Un financiamiento de mercado, a través de la demanda, consolida las preferencias de las familias como principal norte de la acción institucional. Sin embargo, el bien común no es la mera suma de las disposiciones a pagar de los individuos. El mercado no es el mecanismo más eficiente para producir eso que los individuos valoran como tales, pero que no tiene un precio y no puede transarse, como la seguridad humana, los vínculos y la dignidad. Tampoco puede garantizar que se produzca aquello que valoramos como colectivo, sean estos valores o resultados que nos constituyen como comunidad, como la cohesión y la inclusión social, el debido proceso, la legalidad, los derechos, la igualdad de oportunidades, la libertad. Esto es lo que llamamos valor público. El financiamiento de mercado hace que se produzca valor de mercado, no necesariamente valor público.
La mera propiedad pública o el financiamiento a la oferta tampoco garantiza la producción de valor público ni la propiedad privada lo niega. Por esto es tan importante introducir cambios en la gobernanza de las instituciones, que garanticen que en las decisiones individuales prevalezca el bien común. Con todo, la gobernanza, el mercado y el sistema de financiamiento son solo medios para lograr el futuro deseado, ese donde todos podamos reconocernos y al que todos querremos contribuir. A partir de un buen diagnóstico, la evidencia científica y la experiencia internacional, la invitación es a salir de la coyuntura y pensar el largo plazo, el futuro deseado, y una estrategia, una hoja de ruta para llegar hasta ahí.