Elecciones 2024: Cómo hacer política en tiempos de antipolítica
28.10.2024
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28.10.2024
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza los datos de la elección del fin de semana y sostiene que la crisis de representación se mantiene y que los grandes perdedores son los partidos políticos. Pero, advierte que hay esperanza: “Las victorias de Catalina San Martín y Matías Toledo, con aspectos y colores muy distintos, reflejan electorados que no estuvieron dispuestos a dejar pasar hechos aparentemente reñidos con la probidad pública —de Cubillos en un caso; de Codina, en el otro— y asumieron el importante riesgo de elegir candidatos altamente impredecibles para sancionar unos antecedentes reprochables o una mala gestión previa”.
Créditos imagen de portada: Mauricio Ávila
Las votaciones de este fin de semana nos dejan, como cualquier proceso electoral en que se eligen tantos cargos, múltiples ganadores parciales e innumerables derrotados por todas partes, con diversos niveles de dramatismo. En los próximos días desfilarán por la prensa los nombres de algunos ganadores: unos, por tratarse de comunas emblemáticas, votaciones sobresalientes o triunfos inesperados; otros, porque hay segundas vueltas que disputar. Entre todos estos nombres, hay cuatro interesantes de destacar: Catalina San Martín, Tomás Vodanovic, Matías Toledo y Agustín Iglesias.
Catalina San Martín (independiente, cupo Evópoli) destaca en Las Condes por un triunfo electoral que hace dos meses resultaba impensable. Una filtración salarial dinamitó la candidatura de Marcela Cubillos, quien fue severamente castigada por la misma comuna que tres años antes la había convertido en la convencional más votada del país. Su incapacidad para explicar convincentemente un sueldo desproporcionado fue aprovechada por San Martín, quien, sin extremar el tono, explotó el flanco abierto, deslizó una aguda crítica a los “políticos con jefes desconocidos” y acabó llevándose una elección que parecía imposible.
Por su parte, Tomás Vodanovic (Frente Amplio) destaca por la enorme votación obtenida —más de 220 mil votos— en la populosa comuna de Maipú, que respaldó masivamente su actual administración. En un contexto desfavorable para el gobierno, Vodanovic salió indemne del revés electoral del oficialismo y emergió como una figura pública de primera importancia. Algunos analistas sugieren que su discurso, centrado en la buena gestión y que incluye la idea de recurrir a las Fuerzas Armadas para garantizar la seguridad interior, refleja la derrota cultural del oficialismo. Pero, aun si algo de eso fuera cierto, el espaldarazo recibido por su figura individual es digno de atención.
Matías Toledo (independiente de izquierda) en Puente Alto, acaso el más exótico de los triunfadores de este fin de semana, destaca por su origen popular y su encendido discurso anti corrupción. Tiene entre manos el desafío de desmentir los recelos que el sistema político tiene hacia él, algunos de los cuales han sido alimentados por sus propias fotografías y discurso. Por lo pronto, deberá demostrar que no hace falta pertenecer a una elite educacional para gobernar una comuna tan masiva y llena de tareas pendientes como lo es Puente Alto. Pero también tendrá que sobreponerse a la imagen que las implacables redes sociales han hecho de él, mostrándolo como un nostálgico del octubrismo y un habitante de la narcocultura.
Por último, lo de Agustín Iglesias (independiente, cupo UDI) es llamativo porque fue electo en circunstancias especialmente adversas: Independencia es una comuna sociológicamente de izquierda en que la gestión saliente, del ahora delegado presidencial Gonzalo Durán, goza de alta aprobación popular. Es decir, se trata de una elección en que la alternancia de fuerzas no se produce por votos de castigo ni requirió demasiados autogoles de su adversario. Actualmente es inusual ganar una elección presentando una propuesta alternativa, en lugar de aferrarse a las miserias del opositor y esperar que su demolición redunde en ganar por descarte, e Iglesias lo hizo.
Más allá de sus rasgos singulares, los cuatro hechos merecen ser descritos porque nos permiten abordar un fenómeno que, de algún modo, los enmarca y supera a todos. En rigor, ningún análisis de estas elecciones estará completo si no se lo sitúa en un dato crucial: Chile está viviendo una crisis de representación de dimensiones aterradoras. Este trance hizo explosión en octubre del 2019, cuando se mezclaron hasta la confusión las legítimas protestas políticas con una escalada de violencia que en muchos casos fue criminal y con un intento, que acabó siendo flagrante, de destituir un gobierno democrático en ejercicio.
La crisis explotó en 2019, es cierto, pero ese año no debe llevarnos a engaño. Fueron décadas de descomposición del sistema político los que desembocaron, casi naturalmente, en esos escandalosos acontecimientos. Escandalosos para la democracia, porque ella es incompatible con el hecho de que el incendio se haya convertido en manos de la turba en método de acción política, y con la reaparición de masivos casos de brutalidad policial y violaciones de derechos humanos. Cuestión, esta última, que no debe ser olvidada, por tentador que ello resulte tras el mal envejecimiento del “octubrismo” y el retroceso político-cultural de la identidad woke.
Así como la crisis no comenzó en 2019, tampoco terminó en 2020, cuando la pandemia de covid-19 forzó los confinamientos en todo el mundo, inauguró una de las etapas más extrañas de la historia moderna y, por puro accidente o intervención de la providencia, terminó rescatando a la democracia chilena de una oleada de antipolítica que ya se había vuelto demasiado peligrosa. La crisis no se resolvió con el pacto por una nueva constitución —que, de hecho, fracasó dos veces— ni se ha resuelto después. Sigue ahí, latente, riesgosa, esperando su momento para volver a emerger. No la violencia, sino la crisis de representación, que puede reactivarse de muchas formas.
Descrita de modo simplificador, la crisis consiste en la incapacidad del sistema político de dar cuenta de la sociedad a la que intenta gobernar y representar. Ha sido descrita como una fractura en la relación entre ciudadanía y gobernantes, el surgimiento de una brecha o de un desanclaje. No es un problema exclusivo de Chile: hechos semejantes ocurren en muchas partes. Pero aquí es especialmente grave. Las tasas de participación en organizaciones políticas están en el suelo (¿quién milita hoy en los partidos?); también la concurrencia electoral, antes del intempestivo —aunque probablemente necesario— regreso del voto obligatorio; y la confianza en las instituciones públicas apenas pasa del mínimo.
Quien escuche el recuento electoral, no en los medios de elites, sino en la Radio Corazón, descubrirá probablemente la aproximación a las elecciones más ceñida a la vivencia de la gente de a pie: un vago malestar por haber sido obligados a votar, el hastío al descubrir que hay que volver a votar por gobernadores, las quejas de los vocales por los baños, la falta de comida, o el hecho de haberse acostado tarde teniendo que levantarse temprano al día siguiente. Este es el rostro light de la antipolítica: el hastío, la sensación de sinsentido, la experiencia de la política como un fenómeno estéril y ajeno. Su rostro más oscuro es el que incendia ciudades y puede acabar con 33 menores quemados por un cóctel molotov, algunos de ellos en riesgo vital.
Las causas de la antipolítica son muchas. Incluyen la incapacidad (o voluntad negativa) de los partidos de renovar sus cuadros, la farandulización de la esfera pública, el desmoronamiento de las autoridades morales, una ley electoral que desincentivaba la inscripción, y una seguidilla de casos de corrupción y abusos comerciales y políticos de mucha gravedad. ¡Y política negativa! Esa que consiste simplemente en mostrar cuán infames son los demás, mejorando levemente la propia posición relativa, al costo de erosionar la legitimidad de todo el sistema. El resultado es una aversión generalizada de la sociedad hacia la política. Dicha aversión se traduce rápidamente en desinterés o apatía. En el largo plazo, puede derivar en violencia, cuando los políticamente inactivos son arrastrados hacia la arena pública sin haber cultivado las virtudes cívicas que la previenen.
¿Cómo se vincula esto con las actuales elecciones? Primero, resulta que los grandes derrotados son, antes que cualquier candidato, los partidos en su conjunto. Cien alcaldes independientes fuera de pacto han resultado ganadores, más infinidad de independientes dentro de pactos. Es verdad que el porcentaje de independientes electos se mantiene desde la elección pasada, y que la mayoría de partidos principales ha sobrevivido, algunos con cuentas alegres. Pero eso no debe llevarnos a ver el espejismo de un sistema de partidos saludable. En contextos de antipolítica, la militancia es sancionada, y esto es peligroso. Los partidos políticos cumplen un rol informativo de cara a la ciudadanía sobre las creencias, valores, amistades e historia de sus miembros. Un independiente parece revestido de cierta pureza superior: no está manchado con la peste partidista. Pero es el culto a la desinformación. Los independientes no son menos políticos ni más libres que los militantes, y el daño al sistema de partidos suele terminar intensificando la desconexión entre política y sociedad, fomentando los caudillismos y saboteando las condiciones del voto informado.
Sin embargo, no todo son malas noticias. Las victorias de Catalina San Martín y Matías Toledo, con aspectos y colores muy distintos, reflejan electorados que no estuvieron dispuestos a dejar pasar hechos aparentemente reñidos con la probidad pública —de Cubillos en un caso; de Codina, en el otro— y asumieron el importante riesgo de elegir candidatos altamente impredecibles para sancionar unos antecedentes reprochables o una mala gestión previa. Por su parte, Vodanovic e Iglesias tienen elementos en común dignos de analizar. Son candidatos jóvenes cuya imagen pública combina trabajo en terreno, contacto con las bases sociales de sus cargos y buena capacidad técnica. En el caso de Vodanovic, hay un espaldarazo a una gestión aparentemente honesta, en un país muy dañado por la corrupción y el abuso. Y en el caso de Iglesias, hay un concejal que parece haber trabajado genuinamente por combatir la corrupción municipal y que, en el camino, logró escapar de esa política negativa que consiste en señalar cuán malo es el otro, a ver si en el espejo de su ruina logro sobresalir.
En contextos de antipolítica, la política en positivo, es decir, basada en propuestas, es un servicio inestimable no solo a tal o cual comuna, sino al sistema político en su conjunto. La crisis de representación sigue entre nosotros, es cierto, pero algunos políticos con futuro están dando pistas para enfrentarla.