A CINCO AÑOS DEL 18-O: Ganar sin perder, sobre la politización de los nuevos votantes de sectores populares
20.10.2024
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20.10.2024
Los autores de esta columna escrita para CIPER revelan las conclusiones de un estudio sobre las vinculaciones de los nuevos votantes de sectores populares con la política, la democracia y los derechos sociales después del estallido. Aseguran que “perciben que el sistema político no es capaz de proveerles un mejor vivir, de disminuir las injusticias y desigualdades, de ordenar el desorden, lo que es visto como una falta de autoridad del gobierno, de inefectividad. Esto provoca una relación ambivalente con la democracia siendo el grupo que mayormente le da lo mismo un gobierno democrático o uno autoritario (lo que no signifique que prefieran un régimen autoritario)”.
Créditos imagen de portada: Mauricio Ávila
A cinco años del Estallido Social de Octubre del 2019, como sociedad, seguimos buscando entender las causas e implicancias de la revuelta más importante que ha experimentado Chile desde el retorno a la democracia. Desde algunos sectores de la derecha se ha insistido en reducir este fenómeno a la violencia y al vandalismo, mientras que, desde algunos sectores de la izquierda, se ha tendido a idealizar que el estallido sería una expresión de la crisis terminal del modelo neoliberal. Lo cierto es que el estallido tuvo algunas características particulares: su carácter masivo en marchas y su alta adhesión ciudadana, su carácter de impugnación al sistema político en su conjunto, sin un actor o movimiento que lo pudiese conducir o representar y, con un anhelo transversal de mejorar las condiciones de vida o, dicho de otra manera, un deseo de dignidad.
El devenir del estallido, reflejado en la crisis sanitaria y económica provocada por la pandemia del COVID-19, el aumento de la migración y los dos procesos constituyentes fallidos, devolvieron a la escena pública a los sectores populares, un actor que había sido, de cierta manera, olvidado por la política, embobada con la idea de que Chile era una próspera sociedad de clase media. Desde el plebiscito constitucional de 2022, el panorama electoral se vio trastocado por la inclusión de aproximadamente tres millones de nuevos votantes tras la entrada en vigencia del voto obligatorio. voto obligatorio. Distintos estudios, muestran que este segmento está conformado, principalmente, por sectores populares y menores de 45 años, de los cuales sabemos poco en términos de sus deseos de cambio, sus estrategias de vinculación con la política y su evaluación del devenir del estallido.
Esta columna busca dar algunas luces para responder estas interrogantes a partir de un estudio realizado por la Fundación Nodo XXI con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll en torno la vinculación que establecen las y los nuevos votantes de sectores populares urbanos con la política, la democracia y los derechos sociales. Este estudio, que será publicado pronto, se basa, principalmente, en ocho grupos focales conformados por hombres y mujeres entre 18 y 45 años de Santiago realizados en agosto de este año.
El principal argumento de esta columna es que los deseos de transformaciones profundas se mantienen vigente a cinco años del estallido, pero no es cualquier cambio, sino que uno en que se gane sin perder, un cambio que permita mejorar su vida cotidiana sin por ello poner en riesgo aquello lo que se ha logrado conseguir hasta ahora. Este deseo de cambio está anclado en una lógica pragmática de vinculación con la política que se ha larvado durante décadas, pero que se agudizó desde el estallido.
Los sectores populares que estudiamos son un conjunto diverso de personas que conforman en torno al 75% de la población del país; trabajadores y trabajadoras del retail, obreros de la construcción, cuentapropistas, desempleados, estudiantes. Ya no son esos sectores populares organizados en torno al trabajo o la vivienda, sino que personas comunes y corrientes no organizadas políticamente que viven una vida que califican, unánimemente, de “difícil”. Tienen una imagen de un país en declive, donde ha habido cambios, pero para peor. Un país que desde el estallido se ha desordenado: “la pega es mala”, “la plata no alcanza”, “la calle está más violenta” con la delincuencia y el trato está más “agresivo”, hay un desajuste de jerarquías con las personas migrantes, y la política es un caos, con corrupción desatada, justicia injusta; “un show televisivo”.
A pesar de eso, son muy conscientes y críticos de las múltiples manifestaciones de la desigualdad (política, económica, social, territorial). El Estallido Social continúa presente en el imaginario popular como un recuerdo de la imposibilidad (o falta de voluntad) del sistema político, la democracia y sus actores de dar respuesta a demandas largamente esperadas (pensiones, salud, educación, vivienda, seguridad, etc). Por lo anterior, a cinco años del Estallido Social es difícil hablar de un retorno a la normalidad, ya que, incluso cuando las calles ya no se encuentran rebosantes de personas clamando por cambios, las desigualdades del país y las reformas pendientes siguen siendo constitutivas de aquello que los sectores populares identifican como asuntos políticos.
En este contexto, hay una desilusión generalizada de lo que fue el estallido como forma de reivindicar una vida más digna. Como señala una mujer en uno de los grupos focales: “Pucha, después de ver tanto esfuerzo y que ahora estemos peor… aumentó la brecha de desigualdad, la inseguridad… que siguen habiendo cosas muy injustas a nivel social. Entonces no sé qué tanto efecto hizo realmente todas esas marchas, todas esas protestas. A mí me da mucha lata». Las y los nuevos votantes de sectores populares urbanos no perciben mejoras materiales en sus vidas después del estallido.
La desilusión transversal en torno al Estallido se manifiesta, además, en una suspicacia de los nuevos votantes de sectores populares hacia las protestas y marchas, las cuales son vistas como alternativas para expresar el descontento, pero no como vías para impulsar mejoras en el largo plazo. Si bien condenan la violencia que se produjo en torno al estallido y perciben que parte del desorden actual lo atribuyen a esa época como, por ejemplo, el declive de la autoridad, en su impotencia, pueden llegar a señalar que la violencia es un método, cuestionable, pero que permite darle visibilidad a las problemáticas, que posibilita “ser escuchados”.
Lo que define políticamente a los nuevos votantes de sectores populares es el pragmatismo, donde la política se transforma en acciones para la resolución de problemas de la vida cotidiana, más que en una instancia deliberativa para procesar diferencias y llegar a acuerdos. Reclaman un Estado que funcione, que los trate con dignidad, que no tenga letra chica, que no favorezca a sectores más privilegiados y son críticos de la calidad de los servicios que entrega, pero no por ello buscan ser independientes de él y valerse por sí mismos. Quieren que el Estado les de cosas, pero también, que genere oportunidades para ellos lograrlas.
Este pragmatismo se caracteriza por una clara distancia con la política. Son marcadamente anti-políticos, siendo quienes menos se identifican con posición política o partidos. Critican a los políticos, especialmente al gobierno de turno, porque “no cumplen promesas”, “se da vuelta la chaqueta” y porque “están todo el día peleando y no hacen la pega”. Los critican también porque “todos se conocen”, por lo que para ellos, “todos los políticos son iguales”. Hay una clara distinción entre “ellos” y “nosotros”, donde los políticos se guían por sus intereses personales y son parte de una “esfera”, de una oligarquía que no cambia, mientras que los sectores populares se quedan esperando en una vida que empeora y donde no pueden decidir.
Asimismo, este pragmatismo es anti-extremista. Los nuevos votantes de sectores populares reniegan de los extremos, de derecha o de izquierda, lo que no significa que sean de centro. Son también bastante conservadores, especialmente, en materias de género, donde critican transversalmente las “funas” o a las que denomina “feminazis”, por considerarlas extremistas. Los extremos, en definitiva, son peligrosos para este sector porque ponen en riesgo lo conseguido, sin certeza que lleve a mejoras concretas en sus vidas.
A pesar de esta desilusión con el devenir del estallido, entre los nuevos votantes de sectores populares hay una amplia valoración de la democracia, asociándose con elecciones, libertad de elegir y libertad de expresión. Sin embargo, cuestionan su funcionamiento en el país, debido a que perciben que el sistema político no es capaz de proveerles un mejor vivir, de disminuir las injusticias y desigualdades, de ordenar el desorden, lo que es visto como una falta de autoridad del gobierno, de inefectividad. Esto provoca una relación ambivalente con la democracia siendo el grupo que mayormente le da lo mismo un gobierno democrático o uno autoritario (lo que no signifique que prefieran un régimen autoritario).
En este contexto, los nuevos votantes de sectores populares muestran un involucramiento político atenuado, con una baja percepción de agencia, y un sentimiento de impotencia donde no pueden hacer mucho por cambiar su situación personal o la del país. Lo que sí queda como recuerdo positivo del estallido son todas las instancias colectivas de conversación, como los cabildos autoconvocados, o la solidaridad que se produjo en la pandemia. Hay un refugio en lo local, comunitario, por sobre la acción macro.
Electoralmente se muestran hostiles a la idea de verse obligados a votar, dado que consideran que la participación electoral tampoco es una vía efectiva para cambiar aquello que no les gusta del país, y por eso cuando concurren obligados pueden anular o votar en blanco, y sus preferencias pueden ser cambiantes, pero tienen un alógica: darle oportunidad a los que les ofrezcan solucionar sus problemas, sin ninguna aventura refundacional. En este sentido, ni la izquierda durante el primer proceso constitucional ni la derecha durante el segundo fueron capaces de interpretar la dirección de las expectativas de cambios que demandaban estos sectores populares.
Para concluir, es importante señalar que esta vinculación pragmática con la política, acentuada después del estallido y su devenir, tiene una larga data y se sostiene sobre una lógica cultural que les ha permitido aprender a adaptarse, con mayor o menor efectividad, al funcionamiento de una sociedad de mercado. Una lógica donde el cambio es visto como una mejora en sus condiciones materiales de vida. Esta lógica se produce en un contexto de transformación interna de los sectores populares, más empoderados, que exigen más a los gobiernos, pero menos organizados políticamente, con una baja vinculación al movimiento de trabajadores o de pobladores.
Lo anterior, se transforma en un desafío tremendo de representación para el sistema político en general y, en especial, para la izquierda que históricamente ha pretendido representar a estos sectores. Este desafío implica poder darle dirección y conducción a esta demanda por cambios profundos que existe dentro de los sectores populares desde antes incluso que hubiera un estallido social, pero que busca ser procesada de una forma que les permita “ganar sin perder”.