¿Cuándo debiéramos ocupar la prisión preventiva? Una breve revisión de las exigencias legales para su uso
16.09.2024
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16.09.2024
La utilidad de la prisión preventiva en el sistema procesal chileno está en discusión permanente lo que ha redundado en múltiples modificaciones al Código Procesal Penal en los últimos años. El autor de esta columna comenta que según datos de Gendarmería hoy más de un tercio de la población penal está recluido por esta medida cautelar y que “en muchos casos la prisión preventiva parece usarse más como un anticipo de pena o una respuesta a ciertas demandas y expectativas sociales más que por cumplimiento riguroso de las exigencias legales”.
En las últimas semanas hemos conocido varios casos de interés público en que se ha discutido la procedencia de la prisión preventiva o eventualmente su sustitución por otra medida cautelar una vez que ya ha sido decretada. Las decisiones que recaen en esta materia suelen generar importantes polémicas, especialmente en los casos en que no se da lugar a ella o se acepta su sustitución por una alternativa que es considerada más blanda (por ejemplo, el arresto domiciliario). Muchas de esas polémicas se generan a partir del poco conocimiento existente acerca del régimen legal de la institución.
En este contexto, el objetivo de esta columna es explicar en forma sintética cuáles son las exigencias que nuestro sistema legal hace para que en un caso pueda ser utilizada la prisión preventiva de manera de ayudar a comprender a los lectores las razones por las que en algunos casos se otorga y en otros no. Antes entrego alguna información de contexto general que ayuda a comprender cómo se desenvuelve la regulación legal en la práctica. Esta columna se complementa con otra ya publicada en CIPER en enero pasado en la que hice un breve recuento examinando el uso que tiene esta medida en Chile y explorando algunas razones que explican un aumento relevante en los últimos años.
Una primera cuestión se refiere a la regulación legal de la prisión preventiva. Ella está contenida en los artículos 139 a 154 del Código Procesal Penal del 2000 (en adelante el CPP). Las normas del texto original han sido reformadas en nueve ocasiones desde 2005. Cuatro de estas reformas fueron realizadas recientemente entre los años 2022 y 2024 (leyes n° 21.553 de 2022; n° 21.577 y n° 21.635 de 2023; y, n° 21.694 de 2024). El impacto de estos cambios ha sido muy significativo, al punto que los académicos suelen sostener que el texto actual se parece poco al original o que se ha producido un cambio de lógica o paradigma en la regulación vigente con respecto al CPP del año 2000.
Es importante tener presente esta información ya que se suele escuchar en el debate público argumentos que reprochan a nuestra legislación procesal penal que, especialmente en temas como la prisión preventiva, sería muy garantista. Los cambios introducidos muestran que el legislador ha reformado todo aquello que ha estimado pertinente y en varias ocasiones supuestamente haciéndose cargo de esto, por lo que este tipo de argumentos debe ser visto con cuidado y escepticismo. Por de pronto, significaría que el legislador, en los nueve cambios que ha realizado, no ha tenido la capacidad técnica ni la visión adecuada para resolver el potencial problema que pretendía.
Una segunda cuestión que considerar se refiere a la realidad estadística sobre uso de la prisión preventiva en Chile. Los datos del Poder Judicial desde el año 2000 muestran que esta medida es concedida en alrededor del 90% de los casos en que los fiscales la solicitan. ¿Cómo se compone esta cifra? Los jueces de garantía otorgan la medida en alrededor de un 87% de los casos. El Ministerio Público apela a las cortes de apelaciones en cerca de la mitad de los que no fue concedida (en la otra mitad se conforma). Las cortes conceden, por su parte, cerca de la mitad de esas apelaciones. Considerando este comportamiento, la imagen que a veces se plantea en el debate público acerca que los jueces no confieren prisiones preventivas de manera regular y habitual (la “puerta giratoria”) no parece describir bien el escenario real. Esto, por cierto, sin perjuicio de considerar el filtro previo que realizan los propios fiscales antes de formular solicitudes de prisión preventiva basado, entre otras consideraciones, en el pronóstico que realizan de sus opciones de obtenerla.
Complemento lo información anterior con los datos de Gendarmería actualizados al 31 de agosto de 2024. El total de presos preventivos a esa fecha era de 21.087 en todo el país, representando un 36,6% del total de la población penitenciaria. Esto significa que teníamos una tasa aproximada de 105 presos preventivos por 100 mil habitantes. Una cifra alta para estándares comparados. Se trata, además, de cifras que han venido creciendo de manera acelerada, especialmente a partir del año 2022. En enero de ese año había 14.441 personas en prisión preventiva y la tasa era de 73 por cada 100 mil habitantes. En consecuencia, se ha producido un aumento de 46% de la población penal de ese tipo en menos de dos años. A esto se suman datos de la Defensoría Penal Pública que muestran que en promedio en los últimos cinco años alrededor de 2.000 personas al año que estuvieron en prisión preventiva, un porcentaje importante por más de seis meses, no son condenadas por el sistema. La evidencia también muestra que esas personas no tienen oportunidad real de obtener reparación por esa circunstancia.
Bajo este marco veamos qué es lo que establecen las reglas que rigen la materia. El principio básico de regulación es que la prisión preventiva debiera ser un mecanismo excepcional. Esto quiere decir que no debiera ser una consecuencia automática de la existencia de un proceso penal en contra de una persona, sino sólo proceder cuando: (1) el caso tenga un cierto nivel de plausibilidad o seriedad y, además, (2) exista una buena razón que justifique la necesidad que exista la prisión preventiva.
Este principio de excepcionalidad es el estándar universal en la materia. De su mano también se encuentra la idea que la prisión preventiva jamás puede transformarse (ser un anticipo) o reemplazar las funciones que cumple la pena en un proceso penal. Esto quiere decir, que los fines que justifican usar esta medida no tienen que ver con los del castigo, el que naturalmente sólo puede aplicarse una vez que se ha establecido la responsabilidad penal de la persona a través de una sentencia. Ocupar a la prisión preventiva como castigo supondría saltarse todos los principios básicos del Estado de Derecho, incluida también la presunción de inocencia.
En este contexto profundizo sobre las dos principales exigencias legales para autorizar la prisión preventiva. Como señalé, la primera es que quien la solicita, normalmente el fiscal, debe estar en condiciones de acreditar ante el o la juez de garantía que tiene un caso plausible y serio. Esto es lo que se suele denominar como el “supuesto material” de la prisión preventiva. En términos legales (artículo 140 a y b del CPP) exige que el fiscal acredite, con la evidencia o antecedentes compilados hasta ese momento, que existen sospechas fundadas que el delito que imputa efectivamente se cometió y que en él le ha correspondido a la persona alguna participación sancionable por la ley penal (en calidad de autor, cómplice o encubridor). Se puede observar que la exigencia de acreditación para el fiscal no es tan alta ya que se exige probar “sospechas fundadas”. Para condenar a una persona se requiere en cambio que los jueces adquieran certeza “más allá de toda duda razonable”, lo que exige niveles muy superiores de prueba. En este contexto, no es poco frecuente que el supuesto material pueda ser acreditado con la evidencia recopilada en etapas muy preliminares de una investigación.
Acreditado el “supuesto material”, nuestra legislación exige un segundo requisito para que proceda la prisión preventiva: el que exista una razón o justificación que la haga necesaria. Esto es lo que en términos técnicos se suele denominar como “necesidad de cautela” (regulada en el artículo 140 c del CPP). Nuestro CPP establece cuatro razones (riesgos) que podrían ser consideradas como una necesidad apropiada. Estos son que la libertad de la persona: (a) produzca un riesgo para el éxito de diligencias precisas y determinadas de la investigación; (b) que sea peligrosa para la víctima o sus familia y bienes; (c) genere un riesgo de fuga; (4) sea peligrosa para la seguridad de la sociedad. El estándar con el cual el fiscal debe acreditar estos riesgos nuevamente es uno mucho más bajo que el exigido para condenar a una persona en juicio.
Existe un enorme debate técnico acerca del sentido y alcance de cada una de esas hipótesis de “necesidad de cautela” e incluso de la compatibilidad de algunas de ellas con los estándares internacionales. Por ejemplo, la Corte Interamericana ha condenado al Estado de Chile por un uso amplio y abstracto de la causal peligro para la seguridad de la sociedad (caso Norin Catrimán y otros vs. Chile, 2014). No es posible revisar el debate existente en cada una de las hipótesis en esta columna.
Me interesa sí enfatizar la lógica detrás de esta regulación ya que sobre esto se suele apreciar confusiones en el debate público. Para que un juez decrete la prisión preventiva el sistema legal chileno, como en el resto del mundo civilizado, le exigirá al fiscal entonces que acredite el supuesto material y al menos una de las hipótesis de necesidad de cautela. Si no hace lo uno o lo otro el o la juez estarían obligados a dejar en libertad a la persona. Por ejemplo, si el fiscal muestra que existen sospechas fundadas que X cometió un delito Y, que es un delito muy grave, pero no puede acreditar alguno de los riesgos que la ley señala, no se debe decretar la prisión preventiva. En consecuencia, el sólo hecho de que a una persona se le impute un delito grave no es razón suficiente para la prisión preventiva. El fiscal deberá primero acreditar que cuenta con sospechas fundadas que esa persona participó en ese delito y luego que cuenta con antecedentes que muestran que en el caso concreto se da un riesgo, por ejemplo, el de fuga.
La gravedad del delito y la pena probable a imponer por el mismo son un factor que el o la juez deberá considerar para determinar la presencia de los riesgos, pero se trata de un factor que debe ser ponderado con otros elementos del caso. Con todo, varias reformas introducidas a la prisión preventiva han intentado mecanizar o automatizar su decreto obligando al juez a considerar elementos como la gravedad y reiteración de delitos, entre otros, como criterios para configurar la hipótesis de peligro para la seguridad de la sociedad. Esto ha llevado a que en muchos casos de imputaciones por delitos graves el debate acerca de la necesidad de cautela haya perdido fuerza y se ocupe la causal de peligro para la seguridad de la sociedad sin que se asocie a fin muy claro o específico. La enorme expectativa pública y presión social que se genera en ciertos casos establece un escenario que favorece aún más debates de prisión preventiva sin un examen muy profundo de la existencia de riesgos reales. En la práctica, en consecuencia, operan algunas hipótesis y se consideran algunos aspectos no regulados en la ley que llevan al uso de la prisión preventiva.
Un escenario distinto ocurre luego de decretada una prisión preventiva. El principio central que la rige en esta etapa es el de su provisionalidad. Esto es, que puede ser revisada en cualquier momento del proceso y, eventualmente, revocada si nuevos antecedentes así lo hacen necesario. Esto se explica como consecuencia de que la exigencia inicial para acreditar tanto el supuesto material como la necesidad de cautela como he explicado no son muy altas. En consecuencia, en la medida que la investigación de un delito avanza, nuevos antecedentes podrían cambiar la evaluación inicialmente realizada por el o la juez en la materia con menor nivel de evidencia disponible. Por otra parte, el transcurso del tiempo podría tener impacto en que algún riesgo considerado por el tribunal haya desaparecido. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando la prisión preventiva se justifica por el peligro de entorpecer una diligencia de investigación que luego es realizada sin problemas. En ese caso desaparecería la necesidad de utilizar esta medida a menos que el fiscal pudiera justificar la existencia de otro riesgo distinto.
La práctica también muestra muchas distorsiones en este punto. Como en muchos casos la prisión preventiva parece usarse más como un anticipo de pena o una respuesta a ciertas demandas y expectativas sociales más que por cumplimiento riguroso de las exigencias legales, su revocación suele producirse luego del paso del tiempo en que la temperatura ambiente ha cambiado o ya se considera que se ha satisfecho una cierta función punitiva con su uso. Por cierto, nada de esto es muy explícito en el debate y probablemente también opere a un nivel inconsciente en los operadores del sistema.
Nos encontramos en un período complejo en el país en relación con las demandas de seguridad desde la ciudadanía. La clase política ha reaccionado introduciendo múltiples reformas legales que facilitan cada vez más el uso de la prisión preventiva y ello, al menos en parte, explica su crecimiento significativo. Con las reglas vigentes aún es posible hacer un uso más racional y riguroso de esta medida cautelar. También es importante que los medios de comunicación, nuestros parlamentarios y la ciudadanía comprendan los valores y tensiones que se producen en el uso de esta medida. Un buen test para medir las convicciones de una sociedad en valores fundamentales como la libertad es evaluar cómo regulamos y utilizamos a instituciones como la prisión preventiva. ¿Pasaríamos esa prueba en la actualidad?