#Los2000 – Apocalipsis ahora (y siempre): a 31 minutos del fin del mundo
27.06.2024
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27.06.2024
La amenaza de la extinción de nuestra vida en la tierra dejó de ser un pronóstico temible para pasar a ser una constatación recurrente. Desde el año 2000, debacle tras debacle, el mundo no hace más que seguir acabándose.
#Los2000 es una serie de columnas mensuales para CIPER-Opinión sobre tendencias culturales en lo que va del siglo XXI.
El Boletín de Científicos Atómicos inventó en 1947 el Reloj del Juicio Final, una cuenta regresiva ficticia que actúa como metáfora de la amenaza que representa para la humanidad el avance científico incontrolable. Las horas del reloj simulan el tiempo durante el que ha existido nuestra especie; y la medianoche avisa su extinción.
Ese año, los científicos atómicos estimaron que faltaban siete minutos para la medianoche. En 2023 la estimación se redujo: nos quedan apenas noventa segundos.
El fin del mundo se aceleró. Peor aún: se multiplicó. Los habitantes del siglo XXI lo padecemos día a día como un exasperante loop de pesadillas redundantes. La pregunta, entonces, ya no es «¿cuándo se acaba el mundo?», sino «¿cuántas veces puede seguir acabándose?».
Este Apocalipsis reincidente tiene su propia historia. Su hito: el año 2000; también denominado el «Y2K Problem». Aquella fue la profecía que anunció que el cambio en los calendarios de dos dígitos a un inapelable cero-cero destruiría los sistemas informáticos del planeta. A contar de inicios de 1999, o incluso antes, tuvimos temor por inminentes caídas masivas de aviones sin control, la desaparición inclemente de nuestros ahorros bancarios o el borrado de cualquier tipo de recuerdo digitalizado. No faltaron quienes comercializaron placebos para detener aquel horror imaginario.
Nos preparábamos para contar el fin de una vida que con demasiado rapidez se había habituado a identificar civilización y computadoras. Por eso Leonard Nimoy —el célebre Sr. Spock— presentó en 1998 un documental de una hora sobre cómo sobrevivir al desastre digital que se avecinaba. Tenía nombre de guía de acampada: Y2K Family Survival Guide. Las máquinas nos habían traicionado: ¡Asimov tenía razón! Por primera vez, nos pareció que la tecnología podría arruinarlo todo (sobre todo, la democracia liberal y capitalista).
Pero, no: llegó el 1 de enero del año 2000 y el orden global se mantuvo. El mundo siguió adelante. Y siguió acabándose.
Iba a venir el 11 de septiembre de 2001, con dos Boeing 767 estrellándose contra el skyline de NYC, el World Trade Center en el suelo y Occidente completo en estado de sitio, con la incertidumbre que causaba admitir que el poder del capitalismo financiero ya no podía apartarnos de la violencia.
Poco después, el 1 de diciembre del mismo 2001, Argentina quedaba atrapada en el llamado «Corralito», el nombre simple que los trasandinos le dieron a una crisis económica tan profunda que anticipaba la posibilidad de que el dinero pudiera llegar a perder su valor.
Igual que en 2007, con la crisis subprime, la quiebra de Lehman Brothers y sus veinticinco mil trabajadores en la calle. Otrora winners de Manhattan mordiendo el polvo de ganancias esfumadas. Pensando, acaso, en la vieja profecía bíblica en loop: había llegado el tiempo en que «ninguno pudiese comprar ni vender» (Apocalipsis 13:17).
***
Lo que vino después no fue el fin, sino otro bucle. Invocando la esperanza, Barack Obama llegó a la Casa Blanca. La Reserva Federal pagó la deuda de Wall Street. Osama bin Laden, líder de Al Qaeda, fue capturado. Entre 2008 y 2011, Occidente parecía a salvo. Por un rato. «¿Es posible que tengamos que prepararnos para otras amenazas, además del terrorismo?», preguntaba Al Gore en su documental Una verdad incómoda (2006), donde el ex vicepresidente de Estados Unidos denunciaba lo alarmante del calentamiento global, aunque sin proponer sacrificios económicos reales para moderarlo. Además, llegaba tarde. Desde las costas del activismo, ya se sabía que, del otro lado, el planeta era un charco de barro polar, zonas de sacrificio y huracanes tipo Katrina (2005).
Este loop de Apocalipsis sucesivos, este falso clímax que hace como que va a acabar con todo pero nos mantiene acá, ha definido nuestra idea de tiempo; y también, al parecer, nuestra ética. El mundo siempre puede volver a terminar… o volver a comenzar: depende del eslógan. Parece que los efectos de este ciclo, en lugar de aumentar la angustia han propiciado el agotamiento (estético, moral, político) de lo que —ahora sabemos— es la era de la «autoexplotación» (Byung-Chul Han dixit). De paso, se ha moldeado toda una nueva educación sentimental.
Que lo digan los primeros espectadores de 31 Minutos, que presenciaron la llegada del profeta Isaías al estudio desde donde se emitía el noticiero conducido por Tulio Triviño para anunciar el fin del mundo. A segundos del final (menos de 90), luego de donar todo su dinero —total, ya no vale—, el muñeco-conductor se abraza con Juan Carlos Bodoque, Juanín y los tramoyas. Esperan el fin. Llega un terremoto. Luego, la oscuridad. Y, después, otra vez la luz.
«Se acabó el mundo —explica el profeta—. Pero inmediatamente empezó otro, exactamente igual; por eso no se notó».
Bienvenidos a la década del 2000: el profeta deviene charlatán.
«¡Se los aseguro! —insiste Isaías—. El fin del mundo pasa todos los días, pero nadie se da cuenta».
O, más bien, nos damos cuenta del agua, de las llamas, de toda clase de tormentas. Pero apenas las sentimos realmente. Las fotografías del skyline de San Francisco cubierto por una bruma color fuego en 2020 o de la chica que seis años antes posaba coqueta frente a los incendios en los cerros de Valparaíso para no perder la oportunidad de subir algo a su cuenta de Instagram son dos postales demasiado nítidas de cómo hemos aprendido a habitar el infierno (sobre todo, después de la visita de Isaías a 31 Minutos).
A la lenta violencia de la crisis climática se le ha sumado el retorno de una violencia que, con involuntario cinismo, podríamos llamar «tradicional». Recitamos sus nombres: Rusia, Ucrania, Gaza, Irán. Ha vuelto la guerra; pero incluso nuestra actitud ante los conflictos armados ha cambiado. Hace ya cien años, T. S. Eliot escribió: «Así se termina el mundo, no con una explosión sino con un gemido».
El suyo era un verso que encarnaba el horror de la Primera Guerra Mundial. Un horror insoportable, pero que, para bien o para mal, sufríamos juntos e intuíamos solidario. En 2022, Mariano Siskind retradujo este poema de Eliot y agregó el verso: «Ahora que nada queda, canto mi fin del mundo privado». La melancólica experiencia de un end of the world que experimentamos cada vez más solos, pero no por eso menos expuestos (podríamos agregar nosotros, parafraseando a Michael Stipe).
Claro, en 1984, teníamos a R.E.M. cantándonos que el fin del mundo (tal como lo conocemos) los hacía sentirse bien. Cinco años después cayó el Muro de Berlín. Y, de ahí en adelante, la debacle de casi todo lo que dábamos por seguro: de MTV a las cabinas telefónicas; del matrimonio (exclusivamente) heterosexual a las ventajas de la margarina. Quizá por eso, en 2009, Stipe, que ya estaba exhausto, recitaba en “Bad News”: «Ha sido un mal día ( por favor, no tomes una fotografía».
Para quienes venimos de antes, los 2000 nos muestran que hasta de la fatiga podemos cansarnos. Tal vez, por eso soñamos con cambiar el final de Wall-E (2008), esa cinta de la productora Píxar en la que vimos un robot buena gente rescatar piezas mecánicas en un planeta ya devastado. Los seres humanos han abandonado la tierra y engordan en una nave espacial. Al final, hay esperanzas: la tierra será repoblada por humanos, robots y plantas. En la versión que soñamos, todo permanece igual, salvo los seres humanos, quienes deciden permanecer en órbita, abandonar el planeta, escapar y anularse. Y entonces las plantas cubrirán el planeta como un cuerpo terminal que se cansa de morir. Hasta que, por última vez, vive.