Cine: Las imágenes virales de un estallido
13.06.2024
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13.06.2024
Esta semana se estrena en salas El que baila, pasa, un documental sobre el estallido social de 2019, construido a partir de los registros que los propios manifestantes fueron captando durante esos días. En columna para CIPER, el director, coguionista y coproductor de la cinta comenta qué pistas aparecen en ese espontáneo relato cuando se lo revisa hoy: «Esos registros escondían una capa de algo que siempre nos ha costado definir: lo chileno. Aparecían esas formas alucinantes de usar el lenguaje cuando nos embarga la rabia, la alegría, las fricciones de clase, el absurdo y el humor inesperado en medio de la tragedia. Esa nueva mirada me llevó a lugares narrativos y estéticos insospechados.»
Durante las primeras semanas del estallido social iniciado el 18 de octubre de 2019, recopilé impulsivamente materiales que habían sido posteados y reposteados en internet. En esos días y semanas, las redes sociales estaban llenas de imágenes que flotaban entre cuentas, y los drives no tardaron en colapsar. Era difícil procesar todo lo que pasaba en las calles, y entonces descargué todo lo que pude, sin orden ni intención. Eran registros espontáneos, en los que aparecían las diferentes formas de protesta en muchas ciudades del país y la descarnada violencia policial contra algunos manifestantes. Muchos de ellos no estaban apareciendo en televisión, y ni siquiera se convertían en virales.
Con el tiempo tuve más conciencia y punto de vista para lo que había reunido. Entendí que esas imágenes populares tenían incluso más complejidad de lo que alguien podría haber hecho con el estallido desde el cine profesional. En esos registros verticales de baja resolución iban quedando las marcas de un momento decisivo. Eran tomas de celulares, y había algo en el encuadre elegido, el movimiento, el silencio o la voz en fuera de campo que hablaba de una energía colectiva que había conseguido darle cuerpo a algo que nos arrojaba hacia lo desconocido.
Remontamos algunas de estas imágenes en un colectivo cinematográfico que se desintegró rápidamente. Más tarde, la derrota ante la posibilidad de una nueva Constitución nos dejó paralizados. Con el cuerpo en una parte y la cabeza en otra, nos sentíamos en el vacío; mientras esa colección de 2019 descansaba en la carpeta de un disco duro. Tiempo después encontré una brújula cuando vi Cofralandes, de Raúl Ruiz (2002), una película en cuatro partes que, en palabras de su director, era como un libro escolar en el que se mezclaban poesía, historias, imágenes, recetas y mitología. Una obra omnívora, que dejaba entrever un Chile onírico, absurdo, disperso, híbrido, culto y popular que encendió la chispa que me impulsó a volver a pensar en esos registros archivados.
Revisé esas imágenes, y descubrí que todo ese material que contenía un alto grado de realidad necesitaba volver a descubrirse desde otro lugar. Pero había que arriesgarse y tomar un sentido contrario: salir de la claridad y ver con los ojos empañados, montar secuencias pensando en darle espacio a las emociones contradictorias, y develar el tono delirante y fantasmagórico que esos registros contenían. Luego apareció el sueño, el sueño político, el sueño fisiológico, el #ChileDespertó; y entonces encontré la primera hebra de un posible personaje de ficción que podía darle cuerpo a esa sensación de estar entre el sueño y la vigilia que nos había dejado el proceso fallido. Un fantasma que buscaba un cuerpo para encarnar. Esos registros también escondían una capa de algo que siempre nos ha costado definir: lo chileno. Aparecían esas formas alucinantes de usar el lenguaje cuando nos embarga la rabia, la alegría, las fricciones de clase, el absurdo y el humor inesperado en medio de la tragedia. Esa nueva mirada me llevó a lugares narrativos y estéticos insospechados. No había por qué seguir un hilo cronológico ni didáctico del proceso, concluí. No había nada que explicar. El cine no tiene la necesidad de reconstruir un episodio histórico, sino, más bien, de reimaginarlo.
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Así, aquellos primeros trazos solitarios de un proyecto aún en formación pronto se volvieron colectivos, hasta concretarse en un documental de setenta minutos. En su primer corte, El que baila pasa fue seleccionado como trabajo en desarrollo en los “Encuentros australes” del Festival de Cine de Valdivia. Para entonces ya se había integrado María Paz González, productora y coguionista clave de la película, con quien buscamos darle contundencia al arco narrativo de nuestros personajes, reales e imaginarios; pensar en sus posibilidades, buscar las sutilezas en el punto de vista que buscaba mirar con complejidad y autocrítica a los que estaban en nuestra vereda, pero también a los que estaban al frente; padecer otra vez con esas imágenes de la violencia policial, enternecernos con las voces fantasmales de quienes quisieron dejar una huella en medio del caos; volver a creer y a reír, descubrir con decisión que en el humor había una posibilidad de procesar lo que nos había pasado. Junto al equipo fuimos escarbando en el origen de los archivos recolectados para buscar a los posibles autores y personas que salían en las imágenes, construyendo una sonoridad delirante que incluía música clásica, canciones para hacer el aseo y reguetón de perreo intenso. Queríamos encontrar una forma gráfica para desplegar al narrador, preservando la baja calidad del registro original y dándoles cuerpo a los espacios y el ambiente de un territorio en pugna con múltiples capas sonoras.
En el foro de un festival de cine, un joven nos contó que al darse cuenta de que la película estaba realizada en formato vertical pensó en la palabra que uno de sus profesores había dicho al revisar uno de sus trabajos en ese mismo formato: «inaceptable». Creo que El que baila pasa es una forma de compartir el hambre por un cine posible, uno que pueda leer los géneros cinematográficos desde nuestra realidad latinoamericana, incluyendo el trabajo con materiales que la policía cinematográfica de algunas escuelas de cine, sectores de industria de festivales y el cine de calidad internacional parecen menospreciar. ¿Podrá el flujo inacabable de hashtags, frases y videos que compartimos en internet constituirse como arte?
Acá va un escroleo rápido de algunas de las imágenes de nuestra película: un hombre sorprendido al ver a un grupo de manifestantes que lanza a «la candela» un televisor nuevo de 32 pulgadas; carabineros que lloran al ser abrazados por manifestantes en el centro de Santiago tras prometer un pacto de no violencia; el registro tembloroso de una mujer vestida con un delantal que insulta a la autoridad; una niña que hace coreografías para TikTok frente a una barricada; dos mujeres del barrio alto que comentan con espanto el impacto que les produce ver una bandera mapuche acercándoseles a lo lejos.
Lxs chilenxs nos cansamos. Primero evadimos el transporte público y luego protestamos de todas las maneras posibles: compartiendo miles de registros en redes sociales, rayando los muros de las calles, prometiendo el fin del neoliberalismo, denunciando la violencia, acusando a Carabineros y al presidente Piñera (quien dijo que estábamos en guerra «contra un enemigo implacable y poderoso»); eligiendo a la “Lista del Pueblo”, al Pelado Vade y a la Tía Pikachu (a la que terminaríamos funando) para que redactaran una nueva Constitución…
Más tarde, votamos como presidente por un estudiante que marchó junto a nosotros el 2011; hicimos campaña por el Apruebo y quedamos paralizados por el Rechazo; supimos que víctimas de violaciones a sus derechos humanos se habían quitado la vida por falta de justicia y reparación; avalamos titulares que exigían más carabineros en las calles e incorporamos el sustantivo ‘octubrismo’; le dimos la oportunidad a la derecha de guiar un nuevo proceso constitucional para al fin darles un portazo a sus ideas. Tras su muerte, convertimos a Sebastián Piñera en un gran estadista.
Somos esa contradicción, y ahora estamos en el vacío de la sensación política del presente.
Hoy jueves 13 de junio se estrena en salas El que baila pasa, y espero que su exhibición nos ayude a refrescar la memoria, y nos haga preguntarnos con fuerza qué nos pasó, quiénes somos ahora y qué transformaciones políticas podemos imaginar hacia el futuro. Volver a ver esas imágenes tras casi cinco años tal vez puede sumergirnos en una terapia colectiva que pueda darnos algunas luces para hacer un duelo, y así dar algunos pasos para salir de este Chile desigual y sin puntos de encuentro que hoy nos lleva a olvidar nuestro pasado reciente. Si ninguna de estas ideas y deseos —que suenan imposibles— se cumplen, y salimos de las salas con la sensación de no procesar nada, al menos será una nada compartida con una lágrima, una risa y un cariño.