El peligro de legislar con miedo
09.05.2024
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09.05.2024
Nuestros parlamentarios muestran excepcional celeridad por legislar hoy en materias de seguridad. Se trata de una preocupación comprensible pero que corre el riesgo de caer en el apresuramiento irresponsable, comenta el autor de esta columna para CIPER: «El paradigma de la ‘mano dura’ y el caudillo que está dispuesto a hacer lo que sea para eliminar la amenaza se vuelve fuerte ante el miedo generalizado. […] me parece que aún estamos a tiempo de liberarnos de un populismo penal de este tipo, si se pone la razón y la técnica al centro del debate».
Que legislar sobre proyectos de seguridad mereciera una reciente suspensión de la semana de receso legislativo es una muestra del sentido de urgencia con que el Congreso intenta contener el alza de los crímenes violentos, pero también revela una faceta preocupante de la política chilena. No se trata sólo de la tramitación apresurada de temas importantes bajo presión mediática y política, ni de la incapacidad de llegar a acuerdos que den soluciones a los problemas más importantes para la población. Es, también, el miedo que parece haber invadido el trabajo legislativo, y que si bien ha estado presente en toda la reciente agenda de seguridad, alcanzó un punto de inflexión en la discusión del proyecto de Reglas de Uso de la Fuerza (RUF), cuando se apreció hasta qué extremo los congresistas están dispuestos a sacrificar garantías civiles para eliminar una amenaza. La siguiente columna pretende abordar lo peligroso que es para la democracia legislar con miedo y cómo éste puede representar lo contrario a la responsabilidad política.
No quiero estigmatizar al miedo como algo del todo negativo; se trata de una emoción primordial en nuestras vidas, de la que no podemos deshacernos, y que además funciona como mecanismo adaptativo. Sin embargo, como principio rector de la acción del Estado puede llevarnos a formas muy distintas de pensar nuestras instituciones. Permítaseme ejemplificar esto recurriendo de forma breve a la historia del pensamiento político, contrastando la defensa de la monarquía absoluta de Hobbes (1651) y la que Shklar (1989) hace de la democracia liberal.
En su fundamental Leviatán, Hobbes argumentó que la concentración de poderes en el soberano era necesaria para la mantención de la paz y la seguridad, garantizando el orden y la prosperidad allí donde se puede vivir sin temor a la muerte violenta siempre y cuando se respete la ley. En contraste, Shklar defiende la limitación de los poderes del Estado, argumentando que el objetivo del liberalismo es prevenir el miedo y el sufrimiento que proviene de la injusticia estatal, promoviendo un sistema político en el que se protejan los derechos individuales y se eviten los excesos de la autoridad.
En el primer razonamiento, el Estado tiene la función de protegernos entre nosotros, por lo que se le dota de fuerza. En el segundo, necesitamos algo que nos proteja del abuso estatal, y para ello se limita su poder mediante instituciones y leyes. Lo importante para la vida en democracia radica en encontrar un equilibrio entre ambas posturas. El Estado es el principal responsable de mantener la seguridad y el orden para vivir tranquilos en comunidad, pero precisamente por su gran poder debe ejercer la fuerza acorde a reglas y procedimientos claros que otorguen garantías a los ciudadanos.
Así, el miedo como principio rector de la organización política es distinto a un razonamiento político dominado por el miedo. En el primer caso, la emoción nos impulsa a usar la razón para diseñar instituciones que nos permitan vivir seguros. En el segundo, una razón atemorizada no puede pensar bien ni afrontar correctamente los desafíos, lo que es contraproducente. Los seres humanos no pueden evitar sentir miedo, pero sí pueden controlarlo a través de la razón. Cuando el miedo es la emoción dominante en el sistema
político, puede socavar la democracia al fomentar la desconfianza, la envidia y la inseguridad entre los ciudadanos [NUSSBAUM 2019].
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Una sociedad aterrorizada es vulnerable a líderes que busquen instrumentalizar el miedo para acumular poder. En el peor de los casos, la política termina volviéndose un mercado en el que las personas demandan más fuerza del Estado para su protección, y los políticos intentan complacerlas adoptando posturas más duras para ganar su favor. En un escenario como este, un país entra en un círculo vicioso dónde no hay soluciones efectivas, pues más que abordar el problema de la seguridad de una forma técnica, prima el voluntarismo y la búsqueda de mostrarse como el candidato más dispuesto a poner «mano dura».
No estoy seguro de si Chile ha llegado a una situación así, pero me preocupa verlo cerca. A día de hoy, ningún sector político niega que el país enfrenta un profundo problema de inseguridad debido al alza de los crímenes violentos y la instalación del crimen organizado. El Congreso ha impulsado una batería de proyectos de seguridad en un fast-track legislativo, una señal del sentido de urgencia de la materia, pero también una muestra de ansiedad. Se pretende abordar en poco tiempo problemas complejos donde ni las soluciones son claras ni existe acuerdo en el camino a seguir. Pero los llamados a legislar con responsabilidad, tomándose tiempo para abordar el problema de forma integral y redactar buenas leyes, son vistos como un quedarse de brazos cruzados. En contraste, resulta atractivo inclinarse por opciones que ofrezcan restablecer el orden a través de políticas «de mano dura», con soluciones rápidas y aparentemente efectivas.
Un ejemplo de la mano dura como paradigma del enfoque parlamentario respecto a la seguridad es la tramitación del proyecto que establece RUF con el propósito de presentar un marco claro para la aplicación de la fuerza de Fuerzas Armadas y policiales. El principal argumento empleado por la oposición ha sido que deben darse garantías a los militares para el ejercicio de la violencia contra el crimen con el fin de erradicarlo, pues bajo las actuales reglas no pueden responder por temor a ser castigados. Sin perjuicio de que no hay evidencia que apoye tal afirmación, lo que está en la balanza es el viejo debate entre dar rienda suelta a la fuerza del Estado o limitar su poder buscando un equilibrio con los derechos de las personas.
No es extraño que para los defensores de la primera postura, tales restricciones se vean como un obstáculo insensato. Tómese como ejemplo los contenidos más polémicos de la discusión. La reposición de la justicia militar fue defendida por los diputados republicanos argumentando que los funcionarios debían ser protegidos de la persecución de los activistas de la justicia penal en tribunales. En tanto, la eliminación del delito de tortura propuesta por el diputado Calisto (Demócratas) buscaba, según él, no poner trabas al actuar de las policías y las FF. AA. Aunque ninguna de estas medidas quedó en el proyecto final, sus defensores expresaron la intención de reponerlas en el Senado. Lo más preocupante es que estas propuestas, que en tiempos pasados hubiesen sido consideradas una locura, fueron rechazadas por estrechos márgenes de uno y tres votos, dando cuenta de la polarización en la Cámara y lo frágil que son las garantías civiles. Lo cierto es que perfectamente pudieron haber sido aprobadas, como lo fue la exclusión del principio de proporcionalidad y el rechazo a limitar el uso de armas no letales al rostro.
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El paradigma de la «mano dura» y el caudillo que está dispuesto a hacer lo que sea para eliminar la amenaza se vuelve fuerte ante el miedo generalizado. Podemos esperar que, lamentablemente, en el futuro próximo cada vez más políticos se inclinen por estas medidas, articulando discursos que ataquen al Poder Judicial o a los derechos humanos por ser obstáculos a las soluciones que la gente pide o —en un escenario aun más dramático— acusándolos de ser cómplices de la delincuencia. Pero me parece que aún estamos a tiempo de liberarnos de un populismo penal de este tipo, si se pone la razón y la técnica al centro del debate.
Nuestros políticos tienen el deber de legislar con altura de miras y responsabilidad, escuchando a los expertos y promoviendo soluciones que fortalezcan la seguridad en Chile sin descuidar la democracia. El fast-track legislativo para abordar proyectos de seguridad es un reflejo de la urgencia con la que se necesita contener los crímenes violentos, pero no puede ser motivo para sacrificar la calidad y el rigor en la creación de leyes que protejan a la ciudadanía. El miedo no debe dictar la agenda, sino motivar el uso racional de la fuerza del Estado dentro de un marco legal que resguarde los derechos de las personas. El Senado podría ser una buena oportunidad para este cambio de enfoque, esperemos que los proyectos pendientes tengan un buen desenlace.