Derecho a la lengua: nuestra deuda con la comunidad sorda
19.03.2024
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19.03.2024
En promedio, las personas sordas adultas presentan un nivel lector que no sobrepasa el equivalente a un cuarto básico. Enfrentan, además, mayor prevalencia de depresión, ansiedad, estrés postraumático y otros desafíos emocionales o conductuales que el promedio de la población. Sin embargo, ni el sistema de salud ni el de educación cuentan con intérpretes que puedan darles la atención a la que tienen derecho por ley. En columna para CIPER, un integrante de la Fundación En Señas describe los retrasos de nuestro país al respecto.
La no discriminación es una de las normas básicas de la legislación internacional. Paradójicamente, el pasado 1 de marzo, Día Mundial de la Inclusión Social y Discriminación Cero, fui convocado a Washington DC ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para presentar las condiciones de vulneración y discriminación sistemática que viven las personas sordas en Chile. La exclusión que experimentan las personas sordas es principalmente dada por las barreras de comunicación, además del estigma que suelen conocer bien las personas en situación de discapacidad. Esto se ha traducido históricamente en dificultades para el acceso y goce pleno de sus derechos a la educación, salud, trabajo y participación política, entre otros, afectando sus posibilidades de una inclusión plena en la vida social.
En el caso de las personas sordas, se suma un elemento particular del que rara vez se habla, y que es especialmente grave cuando hablamos de la niñez sorda. Que una persona, sorda o no, sea privada de aprender su lengua natural en la primera infancia, le afectará su desarrollo humano y la calidad de su inclusión social, académica y laboral. Esto es lo que ocurre con niñas y niños sordos en nuestro país, y lo que nosotros llamamos «privación lingüística» de la infancia sorda. La privación lingüística constituye una violación fundamental de un derecho que la comunidad oyente tiene por garantizado: el derecho a la lengua.
En nuestro país, la Ley N° 20.422 sobre Igualdad de Oportunidades e Inclusión Social de Personas con Discapacidad establece la inclusión educativa de estudiantes sordos. Actualmente se garantiza el respeto de los derechos de la niñez sorda a ser educada y tener acceso al plan de estudios nacional en lengua de señas chilena (LSCh) como su primera lengua. Sin embargo, cifras del Ministerio de Educación [2023, no publicados] indican que el 87% de los establecimientos que reciben niñas y niños sordos no cuentan con intérpretes o educadores que manejen lengua de señas. Además, el 70% de estos establecimientos tiene solo un estudiante sordo, lo que implica que éste se ve obligado a desenvolverse en contextos completamente auditivos, donde la información se entrega de manera oral, en una lengua que no comprende y le impide interactuar con su comunidad educativa de manera equitativa. Como resultado, niñas y niños sordos no comprenden lo enseñado en los establecimientos, y tampoco son comprendidos por sus compañeros ni profesores.
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El aislamiento y discriminación vivido por la niñez sorda en los establecimientos educativos tiene secuelas de largo plazo. En promedio, las personas sordas adultas presentan un nivel lector que no sobrepasa el equivalente a un cuarto básico [FIGUEROA y LISSI 2005]. Por otro lado, el impacto de la exclusión sistemática y la privación lingüística está vinculado a que las personas sordas experimenten mayor prevalencia de depresión, ansiedad, estrés postraumático, problemas de identidad y trastornos adaptativos o de personalidad. Algunas de las cifras más alarmantes señalan que entre el 40% y el 50% de niñas, niños y adolescentes sordos experimentan desafíos emocionales o conductuales. Esto es dos veces la prevalencia encontrada en la población oyente (la cual se aproxima al 25%). A su vez, dada la incomunicación en que se encuentran, la población infantil sorda es el grupo más expuesto, con hasta cuatro veces más probabilidades de ser víctimas de alguna agresión física y/o sexual [SOBSEY y DOE 1991]. Sin embargo, y aun cuando su situación de vulneración es mayor, menos del 10% de la población sorda recibe atención en salud mental.
Ahora, si nos referimos a la prestación de servicios cultural y lingüísticamente apropiados, la situación empeora aún más: investigaciones del año 2020 [TYLER et al. 2022] indican que menos del 25% de los servicios de salud mental ofrecidos a consultantes sordos cuentan con intérpretes de lengua de señas, lo que dificulta severamente que reciban una atención adecuada. En otras palabras, de cada cien personas sordas que necesiten atención en salud mental, sólo diez serán recibidas y sólo dos serán comprendidas por el personal tratante, sea médico, psiquiatra o psicólogo.
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Durante la reciente audiencia ante la CIDH, el embajador de Chile ante la OEA, Sebastián Kraljevich, señaló que «aún queda un largo camino por recorrer» a este respecto. Estamos de acuerdo, pero la pregunta es: ¿cuánto más se debe esperar?
Un aspecto clave relevado en dicha instancia fue la falta de información que maneja el Estado que permita dar cuenta de las necesidades de la población sorda en materias de acceso a educación y salud mental. De acuerdo a lo presentado por el agregado de Derechos Humanos Misión Permanente Chile ante la OEA, Alexandro Álvarez, la información estadística del Ministerio de Salud actualmente se consolida bajo la variable de prestaciones y no de personas, de manera que, por ahora, no es posible aún identificar cuantitativamente y de manera precisa las necesidades de la población sorda en relación con las prestaciones de salud mental.
De acuerdo a lo establecido en la declaración de la Unesco sobre derechos lingüísticos, niñas y niños sordos deben ser educados en su lengua natural. ¿Por qué esto no ocurre en Chile? Principalmente, por la falta de recursos destinados a la capacitación de docentes en el uso de métodos pedagógicos adaptados, la escasez de materiales accesibles para personas sordas y, sobre todo, la falta de concientización de las autoridades respecto a las verdaderas necesidades educativas que tiene este sector de la población. Lamentablemente, en Chile se desconocen los mínimos necesarios para la inclusión de la niñez sorda en el sistema educativo. La implementación de un modelo intercultural bilingüe en educación implica desarrollar al máximo dos lenguas distintas, pero también el reconocimiento del derecho a la lengua para niñas y niños sordos, como parte de una minoría lingüística y cultural.
Finalmente, más allá de la falta de información y capacitación del sistema público en materia de inclusión, las barreras de comunicación parecen ser solo una cara de un problema más profundo: la falta de reconocimiento de las necesidades de una comunidad y sus derechos lingüísticos y culturales. Necesitamos que el Estado garantice el acceso a servicios de salud mental y educación que comprendan esta particularidad y sean sensibles a una historia de exclusión y privación lingüística. Brindar acceso adecuado es reconocer el derecho a la lengua, considerando la lengua de señas como medio de comunicación primario de la comunidad sorda, tal como se establece en la ley. La ley sola no basta. En la actividad arriba mencionada, rescato las palabras de cierre de José Luis Caballero, comisionado de la CIDH: «El sentido de la discapacidad no es lo excluyente, sino que lo excluyente son los prejuicios, los estereotipos, la falta de adecuación de los espacios».
El acceso a la educación, así como el acceso a una atención en salud son derechos básicos. Asimismo, el derecho de la infancia a su propia lengua es también un derecho humano, y es una deuda que Chile tiene con la comunidad sorda.