El derecho a acceder a la música chilena
13.03.2024
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13.03.2024
Durante la próxima década, cientos de obras de fundamentales compositores nacionales quedarán liberadas del pago de derechos, para pasar al patrimonio común. Pero disponibilidad no es lo mismo que acceso, ni garantía de divulgación, recuerda en columna para CIPER un musicólogo e investigador: «Esto no tiene que ver sólo con música ni con compositores; o siquiera con arte en un sentido tradicional. Es un problema mucho más profundo sobre las implicancias de qué es y qué implica tener un patrimonio cultural común».
Marzo es un mes clave para las orquestas y temporadas de música en Chile. Algunas anuncian su programación para el año, mientras que otras ya comienzan con conciertos desde la primera semana. Para el público fiel, es el momento de saber qué se viene: si vale la pena abonarse o si es mejor guardar los fondos para algún concierto en particular (una combinación clave de solista y director, o algún repertorio rara vez presentado, etc.).
Sin embargo, al revisar los anuncios actuales, se vuelve a observar una situación habitual: la interpretación de compositoras y compositores chilenos del pasado constituye un porcentaje bajísimo del total de obras programadas. Esto es especialmente evidente en aquellos conjuntos o temporadas que no están obligadas a dar cuenta al Estado de un 25% de la música chilena impuesta por norma para ensambles como la Sinfónica Nacional o la Filarmónica de Santiago. Además, y fuera de algunas pocas novedades, en buena parte las obras chilenas interpretadas son «los clásicos de siempre»; por ejemplo, la Sinfónica abre su temporada con nada menos que la Danza fantástica de Enrique Soro, una de las dos obras chilenas sinfónicas más interpretadas cada año (la otra es el Andante, de Alfonso Leng) [CARIS 2023].
¿Por qué son las más interpretadas? Este es un punto clave. Sería fácil culpar a las propias orquestas de esta situación, como si no existieran más obras chilenas o no les interesara tocar algo distinto. Por mi experiencia de apoyo en curaduría y programación en más de alguna ocasión, sé que puede haber algo de eso, pero el problema es principalmente otro, y más profundo. Tiene que ver con el acceso a la música compuesta en Chile. Muchas obras sólo se encuentran en copia —antigua y de mala calidad— en las propias orquestas que las estrenaron, en archivos que rara vez se han inventariado o en manos de la familia del compositor. Esto es especialmente complejo para orquestas más «jóvenes»: cada vez que una agrupación como la Orquesta Usach o la Orquesta de Cámara de Valdivia quieren hacer algo de repertorio chileno, tienen que empezar por saber dónde buscar y cómo conseguirlo, y luego averiguar si es posible acceder al material para tocarlo.
Es más fácil no hacerlo. O encargarle una obra nueva a un compositor joven (lo que, además, incluso puede resultar más barato).
Hoy estamos en un momento clave para enfrentar esta situación, por dos razones principales. En primer lugar, porque durante esta década, se liberarán al patrimonio común de la nación cientos de obras de compositores fundamentales de los inicios de la tradición de la música clásica chilena, obras que hasta ahora son conservadas en forma privada, y para la que deben pagarse derechos por interpretarla. Por nombrar algunos de los nombres más conocidos entre los compositores que están pasando al patrimonio cultural común: Luigi Stefano Giarda (2022), Eliodoro Ortíz de Zárate (2023), Enrique Soro (2024), René Amengual (2024), María Luisa Sepúlveda (2028), Roberto Falabella (2028), Pedro Humberto Allende (2029), Próspero Bisquertt (2029). Es como si de pronto el tiempo nos estuviera alcanzando un ciclo en el cual todos los primeros nombres de la música clásica chilena comienzan a convertirse en patrimonio cultural común; algo que los europeos ya vivieron hace décadas o siglos con sus Beethoven, Mozart, Bach o Brahms.
¡Buena noticia, sin lugar a dudas! Que toda esta música pase a ser patrimonio común, o del dominio público, en principio significa que puede ser tocada, grabada y reimaginada libremente. Pero, en la práctica, esto no será tan fácil, pues la ley no garantiza el acceso a este material, ni las condiciones para dicho acceso. El patrimonio cultural común es más bien una categoría legal, y no una invocación activa sobre el acceso a dicho patrimonio.
Tomemos como ejemplo a Eliodoro Ortíz de Zárate (1865-1953), importante compositor nacional, prolífico en el género de la ópera. ¿Dónde está su obra hoy? En el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional se encuentran extractos de ésta, y lo demás figura en manos de privados. Nada de esto está editado ni copiado, procesos necesarios para su interpretación. Eso significa que, por muy «patrimonio común» que este legado sea, no vamos a poder escucharlo, revisarlo, leerlo ni interpretarlo. Ningún marco legal protege mi derecho a acceder a esta obra; ni a transformarla, reescribirla o, al menos, conocerla.
Esto no tiene sólo que ver con música ni con compositores; o siquiera con arte en un sentido tradicional. Es un problema mucho más profundo sobre las implicancias de qué es y qué implica tener un patrimonio cultural común.
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En su artículo 80, la vigente Ley 17.336 establece que comete delito quien «se atribuyere o reclamare derechos patrimoniales sobre obras de dominio público o del patrimonio cultural común». Entre la definición de dicho patrimonio y esta cláusula evidentemente existe un vacío relevante, el cual quizás pueda quedar resuelto en una futura Ley de Archivos, dispuesta a responder cuáles deben ser las condiciones de acceso al patrimonio cultural común, tanto por parte de entidades públicas (archivos y bibliotecas públicas) como de privados.
Quienquiera que haya trabajado con colecciones patrimoniales en Chile se habrá enfrentado a problemas y trabas para acceder al patrimonio cultural común. Subsiste una zona gris en la legislación chilena, que es la de la reproducción de los materiales. En principio, cualquier persona debiera poder acceder a dicho patrimonio, reproducirlo o solicitar una reproducción, y luego hacer con ésta lo que quiera. Pero sabemos que esto no funciona así en la práctica, incluso contraviniendo, explícitamente, el art. 80 de nuestra Ley de Propiedad Intelectual.
No es éste un problema únicamente chileno. En muchos países y en diversos campos de las artes, las instituciones culturales y archivos tienden a continuar modelos de propiedad y derechos que se contraponen a una idea libre de patrimonio cultural común [WALLACE y EULER 2020]. El caso de la música, sin embargo, es algo más complejo que el de la literatura o de la pintura, si se considera que, en sí misma, una partitura manuscrita no es útil para una orquesta.
La música debe ser copiada en limpio, separada en partes para cada instrumento, y revisada para poder ser tocada en un concierto. Este es un proceso largo, a veces tedioso; a la vez creativo y crítico, que requiere diversos esfuerzos de especialistas. Si bien en nuestro país hay ciertos concursos del Fondo de la Música que permiten hacer trabajos en esta línea, su origen es la voluntad de individuos, más que una política pública.
En Estados Unidos, en cambio —y sólo para poner uno entre varios posibles ejemplos sobre la materia—, la Edwin A. Fleisher Collection of Orchestral Music está financiada mediante un endowment y asociada a la Biblioteca Pública de Filadelfia. Desde 1929, allí se encuentra un programa sustentable de organización de partituras, por el cual se pueden solicitar manuscritos a compositores de varias partes del mundo (incluyendo América Latina), para realizar copias limpias de dicha música y generar partes que permitan su interpretación por orquestas. Hoy cuentan con más de 22.000 obras listas para ser prestadas a cualquier orquesta, fomentando entonces la interpretación de obras desconocidas y patrimonio nacional norteamericano.
Un programa similar, subvencionado estatalmente y vinculado ya sea al Archivo Nacional o a la Biblioteca Nacional, podría ser clave en establecer una tradición, repertorio y circulación de la música chilena, en la medida en que esta va transformándose en patrimonio común de la nación, según los marcos legales establecidos. Que cierta música sea parte del patrimonio cultural común —como ocurrirá con tantas decenas, sino cientos de obras durante estos próximos años— no garantiza en nada su acceso, ni la disponibilidad de la misma para ser interpretada por orquestas. Por esto, es importante reconocer que una futura Ley de archivos, no sólo debe garantizar su funcionamiento y organización, sino que también responder la pregunta sobre el acceso al patrimonio en sus diversas dimensiones y particularidades.