#8M Doble condena: La cárcel no es eficaz
06.03.2024
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06.03.2024
«[En el caso de condenadas mujeres] Algunas penas alternativas —como la libertad vigilada, la prestación de servicios en beneficio de la comunidad o la remisión condicional— han demostrado ser medidas que tienen mejores resultados que la cárcel, y que favorecen de forma particular el proceso de reintegración, previniendo la reincidencia de estas mujeres al ajustarse de mejor manera a sus necesidades y particularidades de género.»
Las mujeres representan solo el 7% de la población carcelaria en el mundo y en la actualidad. La cifra parece reducida, pero, sin embargo, desde el año 2000 la proporción de mujeres y niñas en prisión ha aumentado en más del 60% (más rápido que la proporción de hombres, a un 22%). Chile no ha sido una excepción a este fenómeno: durante las últimas dos décadas, la población carcelaria femenina ha aumentado en más de un 98%. En efecto, durante el 2023, el número de mujeres privadas de libertad alcanzó su cifra más alta en diez años, y aproximadamente la mitad de ellas se encuentra en prisión preventiva.
Esta situación es preocupante por múltiples factores.
En primer lugar, el sistema penitenciario no toma en plena consideración, en ninguna de sus etapas, las particularidades de género de esta población. Las mujeres privadas de libertad tienen una trayectoria de vida marcada por un sesgo de género. Tienen una mayor probabilidad de entrar a la cárcel con una historia de victimización, trauma, consumo problemático de sustancias y problemas de salud mental. Sólo a modo de ejemplo, según datos de Gendarmería, más de un 60% de las mujeres ha declarado ser víctima de algún tipo de violencia en su vida, y más de la mitad ha sufrido de violencia por parte de una pareja. Sumado a esto, las mujeres privadas de libertad también tienen peores tasas de inserción laboral y escolar que la población masculina, lo que se relaciona en gran medida con sus obligaciones familiares y otros requisitos asociados a su rol social de género. Frente a este complejo escenario, la evidencia señala que la cárcel sólo reproduce y profundiza estas expresiones de desigualdad.
Por otro lado, el encarcelamiento femenino tiene un efecto que va más allá de los muros de la cárcel. El aumento de está población es problemático porque —tal como mencionó el Ministro de Justicia hace unos días en una entrevista radial—, «implica un orden de magnitud», dado que el 90% de las mujeres privadas de libertad son jefas de hogar y el 85% de ellas tienen hijos: «El efecto de las mujeres privadas de libertad es un efecto que tiene un impacto además en las familias», recordó el ministro Cordero. Esto se condice con lo que señalan múltiples expertos sobre el encarcelamiento de mujeres y las repercusiones que este encierro genera, como, por ejemplo, que se debe transferir el cuidado de los niños o niñas a otro adulto responsable, generalmente a la abuela materna.
Por otra parte, este incremento de la población penal femenina también significa que, cada año, un número creciente de mujeres regresa a sus comunidades una vez cumplidas sus condenas. El proceso de reintegración social es particularmente complejo en el caso de las mujeres, que deben balancear múltiples demandas y presiones vinculadas a su rol de género, con la necesidad de generar ingresos, sumado a contar con redes de apoyo formales e informales muy limitadas. En este contexto, un estudio reciente revela tasas preocupantes de reincidencia para mujeres anteriormente encarceladas en Chile: el 46% de las mujeres que egresan de la cárcel en Santiago reinciden durante el primer año en libertad, y el 65% lo hace durante el primer mes [JUSTICIA Y SOCIEDAD 2018]. Estas cifras ponen en cuestionamiento la efectividad de la cárcel en la reducción de la delincuencia femenina, y resaltan la urgencia de atender el problema de la delincuencia femenina desde otra perspectiva.
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A pesar de la complejidad y magnitud de este problema, la respuesta de las autoridades, tanto desde el poder Legislativo como del Ejecutivo, ha sido de un tinte preocupantemente punitivista que no considera la relación intrínseca entre el delito femenino y la exclusión social. Durante el gobierno del presidente Gabriel Boric se han aprobado más de 42 leyes en materia de seguridad, las que se concentran en: el aumento de penas, la creación de nuevos tipos penales, la reducción de beneficios penitenciarios y el fortalecimiento de facultades policiales. En ninguna de estas leyes se consideró durante su tramitación las particularidades de la criminalidad femenina ni el impacto que ellas podrían tener en las mujeres privadas de libertad.
Específicamente, en agosto del año pasado, el gobierno, dentro del plan de infraestructura penitenciaria, anunció la construcción de dos cárceles con unidades femeninas. Si bien esto podría ayudar a descongestionar los penales que se encuentran sobrepoblados, se sigue sin responder de forma comprensiva a los problemas estructurales detrás del encarcelamiento femenino.
El foco no debería estar en construir más cárceles ni, por cierto, en seguir aumentando las penas, sino que en promover medidas alternativas que tengan mejores resultados y eviten que las mujeres lleguen o vuelvan a la cárcel, previniendo los efectos nocivos del encarcelamiento femenino (tanto para ellas como para sus familias) y las dificultades propias de la reintegración a la sociedad. Algunas de estas penas alternativas —como la libertad vigilada, la prestación de servicios en beneficio de la comunidad o la remisión condicional— han demostrado ser medidas que tienen mejores resultados que la cárcel, y que favorecen de forma particular el proceso de reintegración, previniendo la reincidencia de estas mujeres al ajustarse de mejor manera a sus necesidades y particularidades de género. Además, estas penas representan una inversión que efectúa un uso más eficiente de los recursos públicos que la cárcel. Esta última es una solución costosa y que no resuelve el problema al que apunta; en cambio, las medidas alternativas tienen el potencial de disminuir el costo carcelario y mejorar los índices de reintegración del sistema penal.
A modo de ejemplo, la libertad vigilada permite que las mujeres condenadas por delitos menores cumplan su pena con un plan de intervención adecuado y con supervisión judicial pero en libertad, evitando los efectos nocivos de la cárcel femenina por sobre las familias y las comunidades. Por otro lado, en el escenario internacional, también se está promoviendo el uso de «medidas de desvío», como los Programas de Tribunales y Salud Mental, que operan en el proceso judicial y permiten que los participantes accedan a tratamiento como una alternativa a la cárcel. El año pasado, Colombia aprobó una ley que promueve alternativas para encarcelamiento para mujeres que sean jefas de hogar o tengan responsabilidades de cuidado y que han sido sentenciadas a penas de hasta 8 años, por una pena sustitutiva de servicio comunitario. Esta medida podría significar que casi 5000 mujeres salgan de la cárcel, no sólo logrando así prevenir los efectos dañinos del encarcelamiento femenino, sino que también representar una reducción significativa de costos carcelarios.
Se hace evidente, entonces, que para abordar el fenómeno de aumento de la población penal femenina es necesario implementar soluciones que consideren la compleja relación entre la exclusión social, el género y el delito.
En el marco de un nuevo Día Internacional de la Mujer se hace imperativo recordar que por cada mujer que ingresa a la cárcel, hay detrás una historia de vulnerabilidad, victimización y exclusión. Es hora de pensar en soluciones a largo plazo, que se tomen en serio la problemática de la seguridad pública y aborden los problemas de la delincuencia de raíz, desde una perspectiva de género y desde una lógica de prevención, ya que pareciera que la cárcel no solo es una solución ineficaz sino que, además, llega tarde.