Lo público del Arte
31.01.2024
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31.01.2024
Dos obras emplazadas en el espacio público, de Santiago y Valparaíso, han sido objeto este mes de un debate en torno a los bordes del financiamiento del Estado a la cultura. En columna para CIPER, un académico de Arte describe las distorsiones en estas polémicas, que a su juicio se extienden a una amenaza política por desmantelar el sentido de lo público.
A fines del siglo XVIII, una enorme roca fue trasladada varios kilómetros, gracias al esfuerzo de numerosas personas y con un enorme costo monetario, con el único fin de emplazarla en la ciudad a modo de obra monumental; o, mejor dicho, de soporte para una obra de arte. La pieza artística conocida como Caballero de bronce (o «Jinete de bronce») es un retrato del zar Pedro I sobre un caballo encabritado, realizada por Etienne-Maurice Falconet, y ubicada en la Plaza del Senado de San Petersburgo (Rusia). La pieza se emplaza sobre la llamada «Roca del trueno» (pues, según el mito, fue cortada con la caída de un rayo), cuyo descomunal traslado pareció en su momento innecesario, si bien era una calculada estrategia política: Catalina la Grande necesitaba con urgencia validarse ante la mirada pública de la Rusia zarista, haciendo todo lo posible por vincularse a la figura de Pedro.
Durante diciembre de 2023, otra enorme roca fue trasladada varios kilómetros, gracias al esfuerzo de muchas personas y con un enorme costo monetario, con el fin de ser emplazada en la ciudad de Santiago de Chile. Obra de Enrique Matthey, renombrado artista visual y académico, la propuesta Palabras mayores es un simulacro manufacturado y hueco, que fue ubicado en el frontis del Museo de Bellas Artes [foto superior]. Su ahuecamiento permite cubrir por completo la escultura La aviación, de Rebeca Matte (comúnmente conocida como «Unidos en la gloria y en la muerte», por la inscripción de su plinto). La seudorroca posee algunas líneas blancas que recuerdan la pintura corporal selknam.
La obra, como es de público conocimiento, ha generado un enorme debate, particularmente por haberse realizado con dinero proveniente de Fondart ($22 millones) y mostrar lo que algunos califican de «escasa calidad artística». Además de los comentarios virulentos en redes sociales, la obra en cuestión ha sido hasta ahora «vandalizada» e intervenida de diversas maneras (en algunos casos, con enorme creatividad y dedicación), y ha extendido el debate incluso al extranjero: el famoso (o infame) youtuber español Antonio García Villarán, ya le dedicó un comentario que relaciona la obra con el llamado «hamparte», su conocida categoría para calificar los fraudes en torno al «arte contemporáneo».
La Piedra de trueno no hace más que volver a confirmar que toda obra de arte en el espacio público arrastra consigo efectos políticos, incluso si la obra en cuestión no lo anticipa ni desea.
El propósito de esta columna no es hacer una apología (ni un juicio) a la obra de Enrique Matthey, sino más bien volver a observar ciertas recurrentes problemáticas relaciones en el arte: el uso de fondos públicos, su impacto sobre la opinión pública, y los efectos políticos de las obras en el espacio público. La reflexión se extiende a lo recientemente ocurrido con otra obra, en Valparaíso: El lenguaje no alcanza, de Danny Reveco, cuyo título parece advertir en un gesto consciente las consecuencias de su propuesta.
En este segundo caso, el cuestionamiento volvió sobre el costo asignado por Fondart ($21 millones) para una obra que «vandaliza» fachadas patrimoniales y que además hurta letras de carteles comerciales para trabajar con ellas. La polémica ha envuelto así al artista, al Parque Cultural de Valparaíso (donde la obra se exhibe) y al Fondart, en una situación contradictoria entre una obra pensada desde un origen contracultural —y, por tanto, al margen del Estado—, que a su vez depende de entes públicos encargados de la promoción de la cultura y el cuidado del patrimonio.
La indignación pública frente a ambas obras (notas en prensa, cartas al director, etc.) se ha sumado en estas semanas a un debate mayor sobre el mal uso de fondos públicos (fundaciones, pensiones de gracia, alcaldía de Maipú, y otros), y no ha tardado en sintonizar con quienes ven en la gestión del Estado solo ineficacia, robo, corrupción y burocracia. No es exagerado imaginar que en un eventual gobierno de extrema derecha, instancias como el Fondart o el propio Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio estarían en riesgo de reducirse y hasta desaparecer.
Varias razones pueden explicar la distancia que en países como el nuestro existe hacia el sentido del «arte público» y el legítimo financiamiento de este por recursos fiscales. De partida, hoy la palabra ‘arte’ se utiliza de diversas maneras para referirse a diferentes cosas: desde un buen quehacer («el arte de la cocina», «el arte de gobernar») o una técnica manual sobresaliente, hasta la calificación de medios de expresión estética completamente diferentes entre sí (por ello podemos decir, sin equivocarnos, que tanto Mozart como Marcianeke son «artistas»). Así, el concepto de «Arte» con mayúsculas (de museo, de galería, de bienal) ha pasado a hacer referencia a una tradición particular, de características muy acotadas y selectivas; en general, aquel de origen europeo, burgués y «exportado» a través de la colonización cultural; de no más de algunos siglos de antigüedad (por ello, hablar de «arte moderno» es un pleonasmo).
Por eso, cuando alguien compara la instalación de una falsa roca gigante con una pintura renacentista dice: «… pero si esto no es arte», sin saber que tampoco lo que hicieron los maestros italianos del siglo XV y XVI coincidía con lo que el Arte definió para sí en su origen. El Arte no es sinónimo de calidad, sino de pertenencia a una narrativa; a saber, la de su propia historia disciplinar. Muchos espectadores lo definen erradamente bajo el signo del mito romántico; es decir, como una expresión humana presente desde los orígenes, que se manifiesta en la grandeza técnica de personajes geniales.
En segundo lugar, en debates como los arriba mencionados se cuestiona la pertinencia, necesidad o sentido de las obras, ya que de ellas se espera la entrega de algún mensaje. La paradoja es que antes de que existiera la institucionalidad artística como tal, las imágenes que poseían una labor comunicativa no tenían por finalidad ser «Arte», pues surgían precisamente desde la crítica romántica a la institucionalidad clasicista, y no en aquellas obras del pasado que la historia del arte usó para justificar aquella institucionalidad.
Pero vamos al meollo del asunto: ¿es correcto el uso de fondos públicos para la elaboración de obras que pueden resultar desagradables o, incluso, «vandálicas»? Se trata de una discusión cruzada por lo que entendemos por políticas públicas y, especialmente, por cultura (pese a que el arte casi siempre muestra una vocación contrainstitucional). La obra que hoy se cuestiona de Danny Reveco consiste en un registro audiovisual de él realizando un grafiti sobre un muro callejero. Este comienza con un «NO+» que extiende la línea horizontal sobre distintas fachadas patrimoniales, en evidente referencia a la serie de intervenciones del grupo CADA en los años 80 contra la dictadura, y que hasta hoy es celebrada como uno de los hitos del conceptualismo americano. Pero si la obra de Reveco fue exhibida gracias al apoyo de fondos públicos, la de CADA se realizó casi en la clandestinidad, justificada como un acto menor de agresión en una sociedad regida por la brutalidad de la violencia de Estado. Así, si la reciente obra en Valparaíso se considera injustificable no es por su supuesto vandalismo, sino por el contexto: su agresión a las fachadas del puerto no parece poseer suficiente sustento en el marco de una sociedad que ha hecho suyo el discurso público de la conservación, la restauración y el valor patrimonial.
En ese sentido, pareciera que lo que determina el vandalismo para la opinión pública no es tanto su definición legal, sino su condición ética. Por eso, el rayado de la roca frente al Museo de Bellas Artes (u otras en el espacio público) pareciera justificarse ante la opinión pública como muestra del descontento social, pero no así el de las fachadas porteñas, ya que éstas deben ser resguardadas. En el actual debate se ha perdido una discusión interesante en torno a las muchas formas de presencia del arte en los espacios públicos. De hecho, Enrique Matthey ha registrado con esmero cada uno de los rayados e intervenciones sobre su «roca», ya que demuestran el éxito de la obra como estímulo para la recuperación de lo público. Reiterando el gesto de Jean-Claude y Christo, la cobertura de lugares emblemáticos no los hace desaparecer; por el contrario, los visibiliza.
Por mucho que existan intereses para que así lo parezca, las dos obras aquí comentadas no son muestra de un gobierno corrupto ni de un arte contemporáneo estafador. A lo sumo, pueden mostrar falta de astucia respecto a las consecuencias políticas del arte público, del juicio público sobre el arte contemporáneo y del uso de fondos públicos. Se trata de una discusión que debiese ir más allá de lo anecdótico. Cuestionar «lo público» en el arte —es decir, su apoyo estatal— nos puede arrastrar a una debacle artística, pero sobre todo política, ya que sin Estado desaparece lo público.